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Hermes Solenzol

Locuras en el sótano

Pasaje de mi novela Para volverte loca

Nude torso of a man with the hand of another man holding his pants
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Miércoles 7 de mayo (madrugada), 1980


La despertó en mitad de la noche la sensación de estar mojada. Bajo sus bragas de castidad notaba un líquido viscoso y pegajoso. Un dolor familiar le contó el resto de la historia: le había venido la regla.


No iba a dormir así. Se levantó y se fue por el pasillo a la isla de los enfermeros a que le cambiaran las bragas y le dieran un tampón o una compresa. Pero no había nadie tras el mostrador.


¡Vaya suerte la mía, tengo a los enfermeros encima todo el puto día y para una vez que los necesito, no están!


Seguramente el enfermero de turno habría ido a ayudar a algún paciente. Se puso a buscarlo por toda la segunda planta, pero no había nadie. Aunque en la primera planta no había dormitorios, se dio una vuelta por allí para ver si lo veía. Nada. Como último recurso, cruzó la sala de estar y el comedor y entró en la cocina. Era una oportunidad perfecta para explorar las zonas del sanatorio que aún no conocía. La cocina era una sala grande y rectangular al final del ala norte del edificio. Tenía una gran cocina en el centro, y mesas y fregaderos a los lados. Al fondo había una gran cámara frigorífica. A la izquierda, junto a la entrada, estaba la puerta por la que Javier la había llevado al sótano. Estaba entreabierta. Movida por un súbito presentimiento, franqueó la puerta y bajo sigilosamente las escaleras. Oyó jadeos y un golpeteo rítmico. Sonrió.


Al llegar al final de la escalera corrió a esconderse tras un frigorífico, pero en realidad no hacía falta, estaban tan ensimismados en la faena que no la hubieran visto aunque caminara directamente hacia ellos. Se habían colocado directamente en el haz de una de las luces fluorescentes, que confería a sus cuerpos un dramático contraste de luces y sombras. Bob estaba doblado sobre una mesa, pantalones y calzoncillos en torno a los tobillos. Tenía un trasero pequeño, estrecho y blanco, con un aire inocente y vulnerable que se veía acentuado por la considerable envergadura de la polla que Aparicio enterraba en su raja con embestidas enérgicas y concienzudas. Una de las manos de Aparicio se apoyaba abierta sobre la espalda de Bob, sujetándolo contra la mesa, mientras que la otra sostenía en un puño el pene del muchacho, que se adivinaba largo y delicado entre los dedos fornidos. Quizás eso contribuía a que Bob no pareciera demasiado molesto por el rudo tratamiento al que estaba siendo sometido. Su cara, apoyada en la mesa mirando hacia ella, dibujaba una sonrisa extática, con ojos cerrados y cejas arqueadas. Aparicio, por su parte, contemplaba hechizado el vaivén de su polla en el culito de Bob, ajeno a todo lo demás.


Debió llegar al principio de la función, pues ésta se prolongó bastante rato. La excitó la estampa que presentaban esos dos cuerpos masculinos, cada uno bello a su manera: uno joven y delicado, el otro robusto y musculoso, rebosando potencia viril. Bob dobló las rodillas, abandonando el exiguo apoyo de sus pies en el suelo, como queriendo enfatizar su entrega total al placer de su amante. Excitado por eso, Aparicio disminuyó el ritmo a una serie de empellones súbitos y recios que lo llevaron al clímax. Sintiéndolo venirse en su interior, Bob se corrió también, rezumando semen blanco entre los dedos de Aparicio.


Cecilia salió de detrás del frigorífico, cruzó los brazos y esperó a que la vieran.


Tardaron un rato en hacerlo. Aparicio ayudó a Bob a levantarse y lo besó apasionadamente en los labios mientras le estrujaba la nalga con la mano, como si no hubiera tenido bastante de él. Luego lo vistió delicadamente antes de ocuparse de su propia ropa.


Bob la vio primero. Se quedó mirándola con los ojos muy abiertos, sin lograr articular palabra. Aparicio le siguió la mirada y se quedó también inmóvil, con una expresión entre alarmada e irritada.


-Perdonad, no quería interrumpiros -les dijo-. Pero tengo un pequeño problema.


-¿Cuánto tiempo llevas ahí? -la increpó Aparicio.


-Digamos que el suficiente.


-Cecilia, por favor… -empezó Bob.


-No tienes por qué preocuparte de nada, Bob.


-¿Qué quieres? -le preguntó Aparicio.


-Me ha venido la regla. Necesito cambiarme las bragas y ponerme una compresa.


Aparicio miró con cara de asco los surcos de sangre que le bajaban por el interior de los muslos.


-No te preocupes, que yo lo puedo hacer todo -lo tranquilizó ella-. Sólo necesito que me abras la cerradura de las bragas y me des otras limpias... Y un tampón, claro.


Aparicio la miraba pensativo, sin duda planeando lo que debía hacer.


-Esperaos los dos aquí un momento. Luego subid de uno en uno. Procurad que no os vea nadie. Estaré en la isla de los enfermeros con lo que necesitas, Cecilia. Roberto, tú vete derecho a la cama.


En cuanto se dejaron de oír los pasos de Aparicio por la escalera de metal, Bob se volvió hacia ella con aire suplicante.


-¡Por favor, no se lo digas a nadie!


Cecilia le rodeó los hombros con el brazo, dándole un apretón.


-No has hecho nada malo, Bob. No tienes nada de qué avergonzarte.


-Sí, pero si se llega a enterar el doctor Jarama…


-No te preocupes que nadie se va a enterar, porque a nadie le conviene que se sepa. A Aparicio el primero. Él es el que tiene más que perder.


-Sí, pero tú no… ¿De verdad que no vas a decir nada?


-¿Y por qué me iba a chivar?


-Para vengarte de Aparicio, de todas las putadas que te ha hecho.


-No soy rencorosa.


Bob se libró de su abrazo y la miró con cara asustada.


-Pero sí que lo puedes chantajear.


Eso es en lo que había estado pensando desde el principio, que había tenido mucha suerte de descubrir el punto débil de Aparicio. Esa podía ser la llave de su libertad. ¿Por qué no hacerlo? A la larga, a Bob le iba a dar lo mismo, aunque ahora estuviera muerto de miedo. Además, seguro que Aparicio accedería al chantaje, porque ella no le iba a pedir gran cosa, pero si se chivaba él perdería su empleo y toda posibilidad de encontrar otro similar.


De todas formas, Irene iba a avisar a Julio y a Laura. Quizás lo hubiera hecho ya.


-¡Por favor, Cecilia! Somos amigos, ¿no?


-Vale. No diré nada, no te preocupes.


-¿De verdad? ¿Me lo prometes?


-Te lo prometo. Y ahora vete a la cama. Tengo los pies helados.


Bob subió las escaleras, mirándola desaprensivo. Esperó unos minutos y subió ella también. Aparicio la esperaba en la isla de los enfermeros y, sin mediar palabra, le dio unas bragas limpias, sin cierre, y una caja de tampones. Pero su mirada huidiza y su expresión sombría lo decían todo. Ella le respondió con el mismo silencio.


Se dio una ducha, se puso un tampón y las bragas limpias, y se metió en la cama.


Fue una gozada poder masturbarse después de estar casi una semana sin hacerlo. Las imágenes de los cuerpos desnudos de Bob y Aparicio seguían frescas en su memoria. No le hizo falta imaginarse ninguna otra cosa. 

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