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- Detectando el sub-space con un pulsioxímetro
Mi experiencia con estados alterados de consciencia producidos al clavarme agujas Este artículo fue publicado en 4 de mayo del 2014 en mi antiguo blog, con el título "Las agujas". La sesión con Diana que aquí describo tuvo lugar unos meses antes. Jugando con agujas -¿Entonces, qué? ¿Te pongo las agujas? -me preguntó Diana. -¡Venga, sí! -respondí con entusiasmo. El clavar agujas hipodérmicas para inyecciones parece ser la moda en círculos sadomasoquistas. FetLife.com y otros sitios de la red están llenos de fotos de chicas con agujas clavadas en los pechos o en la espalda formando bellas configuraciones. A mí ya me las habían puesto hacía tiempo. Una vez que me, a falta de algo mejor que hacer en una fiesta sadomasoquista, accedí a que me las pusiera una mujer. Yo había anticipado que me doliera bastante más de los “floggings” y “canings”. Sin embargo, no fue así: dolían, pero no demasiado. Lo malo es que el dolor no tuvo las cualidades eróticas de las otras prácticas sadomasoquistas, por lo que descarté el dejar que me pusieran agujas en el futuro. Sub-space de endorfinas y de adrenalina Sin embargo, lo que Diana y yo queríamos hacer en ese cuarto de hotel aquella tarde era algo distinto. Desde hacía varios meses, habíamos mantenido una interesante correspondencia sobre los estados alterados de consciencia que se pueden inducir durante una sesión SM, el llamado "sub-space". Diana sabe algo de fisiología, porque es enfermera, y utiliza el dolor de las sesiones SM para combatir la depresión. Yo, por mi parte, me dedico a investigar la fisiología del dolor y cómo se modula el dolor por distintos estados mentales. Los dos habíamos llegado a la conclusión de que durante las sesiones SM se produce analgesia (disminución del dolor) por dos mecanismos distintos: liberación de endorfinas y liberación de adrenalina. Las endorfinas son unos péptidos que activan los receptores opiáceos, que es donde actúan las drogas analgésicas más potentes, como la morfina. La adrenalina se libera en la sangre en situaciones de estrés, pero dentro del sistema nervioso también participa en determinadas vías nerviosas que producen analgesia. La adrenalina y las endorfinas afectan al ritmo cardíaco Diana había descubierto algo fascinante: cuando se produce analgesia por endorfinas el ritmo cardíaco disminuye, mientras que la analgesia por adrenalina viene acompañada por una aceleración de los latidos del corazón. Yo tenía mis dudas, pero me parecía que estaba sobre la pista de algo importante. Diana había ido incluso más lejos. Usando técnicas de auto-hipnosis y bio-feedback, había conseguido producir la liberación de adrenalina a voluntad, no sólo bajo los efectos del dolor. También podía liberar endorfinas, aunque no siempre lo conseguía. Me hizo una demostración allí mismo, usando un aparatito llamado pulsioxímetro. Es como una pinza que se pone en un dedo y que tiene una pantalla donde se puede leer el ritmo cardíaco y el nivel de oxigenación de la sangre. Ante mi asombro, contemplé como en pocos minutos conseguía llevar su pulso desde su nivel normal de 70 latidos por minuto a más de 100. -Ésta es la respuesta de adrenalina -me dijo sin aliento, como si acabara de correr-. Voy a ver si me sale lo de las endorfinas. Su bajada de ritmo cardíaco fue bastante menos impresionante: de 70 a alrededor de 60. Decidimos ver si conseguíamos inducirla por dolor. Diana se desnudó y se arrodilló en la cama, ofreciéndome su trasero. Yo empuñé mi mejor “cane”. Le pegué fuerte desde el principio, pues ella me había insistido en que necesitaba el dolor. Esta vez pudimos leer en el pulsioxímetro una bajada decente del pulso cardíaco. Diana me pone el pulsioxímetro y me clava agujas Ahora me tocaba a mí. Ella me había dicho que no sabía usar la vara, pero estaba segura de que podía inducirme un estado alterado de consciencia con las agujas. Me puso el pulsioxímetro en el dedo y me dijo que no lo mirara para no influenciar los datos. Ella me diría al final lo que había observado. Se puso a sacar de su bolsa de juguetes algodón, alcohol y ristras de agujas hipodérmicas en sus paquetes estériles. Me enseñó unas con conector amarillo y me dijo que si no me producían bastante dolor usarías las verdes, que eran más gruesas. No hizo falta. La primera aguja que me puso en el pecho me produjo un buen pinchazo y el dolor cuando volvió a atravesar la piel al salir casi me hizo gritar. Las agujas se ponen paralelas a la piel, recorriendo un tramo por debajo y luego volviendo a sacar la punta, como una puntada de hilo en la ropa. Después de ponerme tres agujas en el pectoral derecho, separadas un centímetro, Diana se levantó de la cama. -¡Lo que nos hace falta aquí es música! -declaró-. ¿Qué tipo de música te gusta? -Pues a mí lo que más me gusta es el rock sinfónico de los años 70 -dije sin muchas esperanzas-. Ya sabes: Pink Floyd, Genesis, Yes, Emerson, Lake y Palmer… ¿Y a ti? Ella se limitó a sonreírme. Era bastante más joven que yo. Se me ocurrió que a lo mejor ni siquiera sabía de qué tipo de música le estaba hablando. -Pero en realidad me gusta cualquier tipo de música -me apresuré a aclarar-… Bueno, menos el jazz, que no me suele gustar demasiado. -Voy a abrir Pandora en mi ordenador, a ver qué encontramos -dijo, enigmática. Cuando lo hizo empezó a sonar una guitarra acústica. -Suena a música española… -aventuré a decir. Ella no contestó. Se volvió a arrodillar junto a mí y me clavó otra aguja. Reconocí la voz del cantante en cuanto empezó: Ian Anderson de Jethro Tull. -¡Jethro Tull! -exclamé. Diana sonrió mientras preparaba otra aguja. -Sí. Te he puesto tu rock sinfónico. A mí también me gusta, mis padres lo escuchaban todo el tiempo cuando era niña. Entro en el sub-space La música cambió completamente la experiencia para mí. Entró una guitarra eléctrica muy estridente, y de repente la música y el dolor de las agujas se volvieron una sola cosa, algo trascendental y sublime. La música sonaba con una claridad increíble, aunque los altavoces del portátil de Diana no eran gran cosa. Nunca había oído esa canción, pero me gustaba mucho, sobre todo la parte en que Ian Anderson se pone a tocar su flauta travesera y a gritar al mismo tiempo. Siguieron canciones de Moody Blues y de Pink Floyd, algunas del álbum The Wall que tenían la misma cualidad desgarradora que la de Jethro Tull. Diana me había puesto otra ristra de agujas en el pectoral izquierdo, las había engarzado con una hebra y se había puesto a tirar de ella para hacerme más daño, mirando el pulsioxímetro con aire ligeramente decepcionado. Pero a mí me daba igual, me encontraba en un extraño paraíso-infierno en el que el dolor era bello, la música me dolía, y todo era fantástico. Era un estado alterado de consciencia al que ya me había acercado alguna vez. Era lo que había querido experimentar. Resultados Cuando terminamos, Diana me dijo que el pulsioxímetro no había detectado grandes variaciones en mi ritmo cardíaco. Sólo algunas subidas desde 60 pulsaciones por minuto hasta pasadas las 70 cuando me había visto más exaltado. -Creo que has tenido respuesta de adrenalina, pero hay algo en ti que estabiliza tus respuestas fisiológicas, incluso cuando sientes bastante dolor. -Bueno, date cuenta que yo hago escalada, así no es tan fácil asustarme. Además, llevo muchos años practicando Zen, que te enseña a equilibrar tu estado mental. Pero lo importante es que yo experimenté un estado alterado de consciencia, y fue precioso. El dolor está adquiriendo un significado distinto para mí. Días más tarde averigüé que la canción de Jethro Tull que me había gustado tanto es My God, una de las más antiguas de ese grupo. Desde entonces la he vuelto a escuchar muchas veces, pero nunca suena tan bien como cuando tenía clavadas las agujas.
- Follada mental en el BDSM: seguridad, consentimiento e indefensión aprendida
¿Puede el mind-fucking evocar trauma, romper el consentimiento o inducir indefensión aprendida? Seguridad Establecer cuándo una follada mental es segura, sensata y consensuada puede ser complicado. Son cosas que están bastante claras cuando se trata de actividades físicas como los juegos de impacto o el bondage, pero cuando se trata de cuestiones mentales, es una cuestión completamente distinta. Lo que es bueno para una persona puede resultar traumático para otra. La follada mental presenta desafíos únicos y problemas de seguridad que no deben tomarse a la ligera. Si las cosas salen mal, se puede producir un gran daño emocional. Y, si bien el daño físico suele sanar, el daño emocional puede durar toda la vida. El principal peligro es despertar viejos traumas al tropezar con minas emocionales. Este término se refiere a situaciones que hacen que la persona sumisa recuerde situaciones traumáticas. A menudo, la persona sumisa no es consciente de cuáles pueden ser estas minas emocionales, por lo que no podrá etiquetarlas como límites durante la negociación de la sesión. En el estado de hipersensibilidad inducido por la follada mental, cualquier cosa puede convertirse en una mina emocional: un determinado acto, una frase, un objeto, la ropa, etc. ¿Deberían someterse a la follada mental personas con traumas psicológicos? Las personas con antecedentes de abuso y trauma psicológico harían mejor en abstenerse de la follada mental. O, al menos, deberían proceder de forma gradual, con sesiones cortas y leves. Incluso las personas sin antecedentes de trauma deben ser conscientes de los efectos que la follada mental puede tener sobre ellos, no sólo durante la sesión, sino también en su vida emocional. ¿Se están volviendo más resistentes o más sensibles? ¿Están adquiriendo una docilidad que está minando su vida profesional y social? Todo esto impone una gran responsabilidad al dominante que realiza la follada mental. Tiene que ser plenamente empático con la persona sumisa, leyendo constantemente su estado de ánimo. La follada mental puede provocar respuestas completamente inesperadas. La persona dominante tiene que estar preparada para parar la sesión y devolver a la persona sumisa a la realidad si hay problemas. Consentimiento Según Planned Parenthood, el consentimiento debe ser libre, reversible, informado, entusiasta y específico. La follada mental presenta algunos problemas en cuanto a ser informada y específica porque esto requeriría que la persona sumisa esté plenamente informada de lo que vaya a suceder en la sesión. Pero, dado que la follada mental a menudo a menudo se basa en el engaño, proporcionar parte de esta información arruinaría el juego. Dado que la follada mental se negocia sin que la persona sumisa sepa lo que va a pasar, se podría considerar que implica un cierto no consentimiento consensual (CNC), porque los sumisos tienen que dar un consentimiento general sobre cosas que no conocen. Sin embargo, esto no es necesariamente cierto, ya que la persona sumisa todavía tiene la capacidad de establecer límites sobre lo que puede incluirse en la follada mental. Se debe informar a las personas sumisas que la sesión incluirá sorpresas, trucos, desinformación y mentiras. A la vista de eso, podrán elaborar una lista de límites, sobre todo emocionales. Es muy recomendable establecer una palabra de seguridad que la persona sumisa podrá utilizar en caso de que su situación emocional se vuelva abrumadora. Aun así, las palabras de seguridad no son completamente confiables en la follada mental porque, para usarlas, el bottom tiene que saber lo que está pasando, y a menudo ese no es el caso. Esto no significa que las palabras de seguridad no sirvan para nada. Junto con la negociación y los límites, deberán considerarse como distintas formas de protección. La negociación deberá centrarse en las minas emocionales y los traumas del pasado. El consentimiento no es válido si la persona sumisa tiene una visión deformada de la realidad. Esto significa que hay que sacar a la persona sumisa de la follada mental antes de negociar la siguiente sesión. Por eso, creo que las folladas mentales prolongadas (que duran varios días) presentan problemas éticos. La capacidad de la persona sumisa de retirar su consentimiento puede verse comprometida. Para la persona dominante, el control mental puede ser una tremenda experiencia de empoderamiento y una tentación para el abuso. Incluso con las mejores intenciones, se puede caer en el abuso emocional por ignorancia. Los dominantes debe hacer de introspección sobre sus motivos para realizar una follada mental, considerando cómo se sentirían si se la hicieran a ellos. Lecturas sobre abuso psicológico y bienestar emocional pueden ayudar. A continuación enumero algunos de los problemas que pueden ocurrir en una follada mental. Ataques de pánico Un ataque de pánico es un estado de angustia emocional grave que suele ir acompañado de dificultad para respirar, movimientos incontrolados, reacciones exageradas e incapacidad para hablar. Si la persona sumisa ha tenido ataques de pánico en el pasado, deberá explicar cómo sucedieron y cuáles son los posibles desencadenantes. Se debe planificar qué hacer si suceden. Sin embargo, los ataques de pánico pueden ocurrir incluso en personas que no los han experimentado antes. La follada mental crea un estado de sensibilidad emocional que quizás no hayan experimentado antes. Congelamiento (freezing) La conducta de congelación es una reacción de estrés presente en muchos animales, que consiste en volverse incapaces de moverse. No es una verdadera parálisis. Más bien, se siente como una profunda aversión a moverse o decir algo. En los casos extremos, la persona siente un bloqueo, una incapacidad para decidir cómo moverse. Su origen evolutivo es camuflar a un animal cuando un depredador se le aproxima. La conducta de congelación es diferente de la inmovilidad tónica, tanatosis o muerte fingida, que ocurre cuando un animal ha sido atrapado por un depredador y deja de luchar e intentar escapar. También es diferente del desmayo, que es un “síncope vasovagal” desencadenado por emociones fuertes, estrés físico, dolor visceral y pérdida de sangre (Carli and Farabollini, 2021). La conducta de congelación es lo opuesto a la reacción de lucha-huida, aunque ambas son respuestas al miedo. La congelación activa el sistema parasimpático y disminuye la frecuencia cardíaca, mientras que la lucha/huida activa el sistema simpático y libera adrenalina en la sangre, lo que aumenta la frecuencia cardíaca (Roelofs, 2017). La congelación no es muy útil en los seres humanos, ya que impide reaccionar ante un peligro inminente, y también comunicarse. Al congelarse, las personas dejan de hacer lo que estén haciendo y se quedan inmóviles, sin capacidad de responder. No pueden decir la palabra de seguridad y mucho menos explicar lo que les está sucediendo. La congelación puede indicar un ataque de pánico inminente, especialmente si va acompañada de dificultad para respirar. Esto debería tomarse en serio y detener la sesión. Sin embargo, la conducta de congelación no siempre es mala. Está mediada por una vía neuronal que conecta a las vías del dolor en el núcleo parabraquial con la amígdala, el área cerebral que media el miedo (Sato et al., 2015). A su vez, la amígdala conecta con la sustancia gris periacueductal (PAG) (Roelofs, 2017), que es el inicio de la vía neuronal que libera endorfinas para inhibir el dolor. Diferentes partes del PAG están involucradas en la lucha/huida y la conducta de congelación (Morgan et al., 1998; McDannald, 2010). Por tanto, la conducta de congelación puede ser un precursor del espacio de sumisión mediado por endorfinas. Sin embargo, la congelación es diferente del espacio de sumisión. Una persona congelada tiende a estar rígida y en silencio, mientras que una persona en el espacio de sumisión está relajada y emite sonidos incoherentes. La conducta de congelación puede ocurrir durante una follada mental cuando la estimulación o la tarea de la persona sumisa se vuelven abrumadoras. Las emociones fuertes, como el miedo, el dolor y la vergüenza, pueden provocar congelación. La mente se vuelve incapaz de realizar la tarea o procesar los estímulos y se apaga. La congelación es fácil de detectar en sesiones de follada mental que involucren la participación activa del sumiso, como ejercicios mentales, experiencias humillantes, tareas imposibles y el humor. Si la persona sumisa deja de actuar es señal de que algo anda mal. Cuando las personas sumisas desempeñan un papel pasivo, como en los juegos de engaño o en los predicamentos, la persona dominante necesita prestarles atención constante para ver si se congelan. Indefensión aprendida La indefensión aprendida ocurre cuando un animal es expuesto repetidamente a un estímulo aversivo sobre el cual no tiene control. El estímulo aversivo habitual es una descarga eléctrica, que es desagradable pero no dolorosa, como la descarga que a veces recibimos cuando tocamos un coche después de adquirir una carga estática. Los experimentos iniciales sobre la indefensión aprendida fueron realizados por Martin Seligman en 1967 con perros (Seligman, 1972). Sin embargo, la mayoría de los estudios posteriores se realizaron en ratas y ratones. El experimento básico utiliza a los animales en parejas donde ambos animales reciben descargas de la misma intensidad y duración. La única diferencia es que uno de los animales puede presionar una palanca para detener el choque cuando una luz o sonido de advertencia anuncia que se acerca, mientras que el otro animal no tiene control y por lo tanto queda sujeto a los caprichos del primer animal. Este segundo animal desarrolla una indefensión aprendida, que consiste en que aprende a no intentar evitar estímulos desagradables. Incluso cuando se lo coloca en un nuevo entorno en el que es fácil escapar de la sensación desagradable, el animal no intenta hacerlo. Es importante destacar que los animales con indefensión aprendida muestran una disminución en su capacidad de aprender. Esta sería una gran idea para un experimento de follada mental, ¿no? Habría dos personas sumisas. Una decide con qué instrumento le van a golpear y con qué fuerza. La otra recibe los mismos golpes que la primera. Claramente, la segunda estaría sometida a una follada mental tanto por parte del dominante como de la primera persona sumisa, quien podría decidir recibir algunos azotes particularmente desagradables sólo para que la otra persona los reciba. Los estudios de indefensión aprendida se interpretaron como que el control que tiene un animal sobre su entorno es clave para determinar su estado mental y su capacidad de aprender. Algunos científicos pensaron que esto podría ser un modelo de depresión o trastorno de estrés postraumático, que se desencadenaría cuando las personas tienen que lidiar con entornos laborales o sociales sobre los que carecen de control. ¿Induce la follada mental indefensión aprendida? Si fuera cierto que la follada mental induce indefensión aprendida, esto sería un peligro para la integridad psicológica de la persona que la experimenta. El objetivo de la follada mental es inducir en la persona sumisa un estado de derrota y rendición, que es precisamente lo que consigue la indefensión aprendida. Ciertamente, durante la follada mental la persona sumisa experimenta una pérdida de control y es sometida a estímulos aversivos como azotes o bondage. En otras actividades BDSM, la capacidad del bottom para detener la escena con la palabra de seguridad proporciona un cierto control, pero en la follada mental la pérdida de control es el objetivo. ¿Podría una follada mental inducir depresión en quien la sufre? Quizás esto podría explicar el bajón se sumisión que se produce un par de días después de una sesión BDSM. Sin embargo, la interpretación moderna de la indefensión aprendida disipa estos miedos. Resulta que la indefensión no es aprendida, como se pensaba antes, sino que es el estado básico del cerebro (Maier and Seligman, 2016). Son los estímulos aversivos los que provocan pasividad en el animal, que está mediada por neuronas liberadoras de serotonina en el núcleo rafe dorsal (Maier and Watkins, 2005). La impotencia ya está presente desde el principio, no se aprende. Lo que el animal aprende en realidad es que tiene control sobre el estímulo aversivo, y esto lo motiva a escapar de él. El darse cuenta de que se tiene control provoca una inhibición del rafe dorsal por el córtex prefrontal ventromedial, un área del cerebro involucrada en la toma de decisiones. La indefensión aprendida también ocurre en humanos, pero los procesos cognitivos del córtex prefrontal juegan un papel más importante que en los animales. Seligman realizó un estudio en estudiantes universitarios con y sin depresión (Klein et al., 1976). Enfrentarse con problemas mentales imposibles de resolver causó déficits de aprendizaje en ambos grupos de estudiantes. Sin embargo, cuando se les dijo a los estudiantes que su fracaso de debía a la dificultad del problema, y no a su incompetencia, este déficit de aprendizaje desapareció. Un estudio más reciente (Taylor et al., 2014) mostró que activar el córtex prefrontal dorsolateral con estimulación magnética transcraneal (EMT) revierte los déficits cognitivos y motivacionales producidos por la falta de control sobre estímulos aversivos. El evaluar posteriormente una experiencia de impotencia revierte sus efectos (Cemalcilar et al., 2003). Éste es el dato crucial que debemos tener en cuenta al considerar si la follada mental induce indefensión aprendida. Nuestras capacidades cognitivas pueden contrarrestar los reflejos condicionados que constituyen la indefensión aprendida. Por mucho que me guste la follada mental, estos estudios científicos indican que podría desencadenar indefensión aprendida si no tenemos cuidado. Esto es más probable con folladas mentales repetidas que constantemente ponen a la persona sumisa en un estado de falta de control. Sin embargo, los seres humanos gozamos de un sofisticado control del córtex prefrontal sobre el núcleo rafe dorsal que media en la indefensión aprendida. Esto quiere decir que el contexto emocional, social y cognitivo en el que ocurre una sesión supone una gran diferencia. De la misma manera que podemos sumirnos en una novela o una película que nos resulta enormemente perturbadora, también podemos hacer una sesión de BDSM mental y salir ilesos. De hecho, una follada mental bien hecha podría protegernos de los problemas psicológicos causados por experiencias de impotencia en la vida real. Cuidados posteriores y revelación de la verdad No debemos permitir que la follada mental nos cree hábitos emocionales de sentirnos derrotados y subyugados. Esto quiere decir que al final de la sesión se debe permitir que la persona sumisa recupere su autoestima. Esto se puede lograr procesando la follada mental de tal manera que le devuelva el control y le permita recordar la sesión como una victoria personal. Por lo tanto, la follada mental requiere un tipo especial de cuidados posteriores cuyo objetivo sería restaurar el sentido de la realidad, la estabilidad emocional y la autoestima de la persona sumisa. Esto implica revelar cualquier engaño que haya tenido lugar durante la follada mental, especialmente si fue algo que llevó a la persona sumisa al fracaso o la vergüenza. Esto debe revertirse haciendo que se sientan bien consigo mismos, porque se les ordenó hacer algo difícil o imposible, o soportar condiciones muy duras. Éste es también el momento de analizar cosas que la persona sumisa podría haber descubierto sobre sí misma durante la sesión, y cualquier otra cosa que pueda ser curativa y transformadora. Se debe elogiar a la persona sumisa y enfatizar los elementos positivos de la sesión. Una de las mejores cosas que pueden hacer es reírse de lo sucedido. Resiliencia La resiliencia es la capacidad de soportar situaciones difíciles y de recuperarse de ellas. Una follada mental seguida de la recuperación del control y la revelación del engaño podrían crear resiliencia y generar estabilidad emocional para enfrentarse a los desafíos de la vida. Esto es similar a la forma en que utilizamos las historias de novelas y películas como entrenamiento para los factores estresantes de la vida. Desde los albores de nuestra especie, los humanos hemos usado historias para aprender y desarrollar resiliencia ante el estrés. Pare eso servían las historias de miedo que nos contaban de niños. Al principio nos aterrorizaban, pero luego nos volvían gradualmente inmunes al miedo suscitado por nuestra propia imaginación. No sólo eso, sino que empezábamos a desear el subidón de adrenalina que proporcionan. De manera similar, la follada mental es un simulacro de abuso emocional que nos ayuda a desarrollar resiliencia cuando determinadas personas intentan hacernos daño y destruir nuestro sentido de la realidad. Referencias Carli G, Farabollini F (2021) Cardiovascular correlates of human emotional vasovagal syncope differ from those of animal freezing and tonic immobility. Physiology & behavior 238:113463. Cemalcilar Z, Canbeyli R, Sunar D (2003) Learned helplessness, therapy, and personality traits: an experimental study. J Soc Psychol 143:65-81. Klein DC, Fencil-Morse E, Seligman ME (1976) Learned helplessness, depression, and the attribution of failure. Journal of personality and social psychology 33:508-516. Maier SF, Watkins LR (2005) Stressor controllability and learned helplessness: the roles of the dorsal raphe nucleus, serotonin, and corticotropin-releasing factor. Neurosci Biobehav Rev 29:829-841. Maier SF, Seligman ME (2016) Learned helplessness at fifty: Insights from neuroscience. Psychol Rev 123:349-367. McDannald MA (2010) Contributions of the amygdala central nucleus and ventrolateral periaqueductal grey to freezing and instrumental suppression in Pavlovian fear conditioning. Behav Brain Res 211:111-117. Morgan MM, Whitney PK, Gold MS (1998) Immobility and flight associated with antinociception produced by activation of the ventral and lateral/dorsal regions of the rat periaqueductal gray. Brain Research 804:159-166. Roelofs K (2017) Freeze for action: neurobiological mechanisms in animal and human freezing. Philos Trans R Soc Lond B Biol Sci 372. Sato M, Ito M, Nagase M, Sugimura YK, Takahashi Y, Watabe AM, Kato F (2015) The lateral parabrachial nucleus is actively involved in the acquisition of fear memory in mice. Molecular brain 8:22. Seligman ME (1972) Learned helplessness. Annual review of medicine 23:407-412. Taylor JJ, Neitzke DJ, Khouri G, Borckardt JJ, Acierno R, Tuerk PW, Schmidt M, George MS (2014) A pilot study to investigate the induction and manipulation of learned helplessness in healthy adults. Psychiatry research 219:631-637.
- El cuchillo
En el BDSM, la follada mental es un juego en el que se lleva a la sumisa a un estado de vulnerabilidad usando emociones como el deseo, el miedo y la vergüenza. Escena de mi novela La tribu de Cecilia. Martina caminó con paso decidido hasta un bar que había a la vuelta de la esquina. Era uno de los miles de bares que hay en Madrid, de esos que huelen a gambas a la plancha y tienen el suelo perpetuamente cubierto de serrín, servilletas de papel y palillos de dientes. Marina se sentó en un taburete en la barra y pidió dos cañas, sin siquiera preguntarle lo que quería. Elena se sentó a su lado, mirando incómoda a su alrededor. Había varios hombres maduros y una pareja de mediana edad. Un chico joven destruía marcianitos con saña en un videojuego, con un molesto zumbido de láseres y explosiones de granadas espaciales. Menos él, todos parecían mirarlas y desviar la mirada en el último momento cuando los escudriñaba. Martina la miraba a ella con aire tranquilo. -Se te nota algo nerviosa, princesa. ¿Qué pasa, no vas mucho de bares? -¡Oh sí, muchas veces! … No, lo que pasa es que no sé qué hacemos aquí. -¿Quieres volver a la reunión? -No… Creo que hicimos bien en salirnos. -Sí, estaba a punto de organizarse una buena. No sé si te diste cuenta, pero todas empezaban a mirarte con cara de jabalí. Elena soltó una risita. -Creo que ya me miraban así desde el principio. -Es que no están acostumbradas a ver a princesitas como tú en esas reuniones. -Te estás pasando un poco con lo de llamarme princesa. -Pero te gusta que te lo diga, ¿a que sí? -¿Cómo lo sabes? -Se te nota. -¿Qué pasa, que estás intentando ligar conmigo? Soy una mujer casada, ya sabes. Martina le cogió la barbilla y al miró a los ojos. -Vas a tener que decidirte, princesa. ¿Qué quieres ser, una señora casada o una lesbiana sadomasoquista? Elena sacudió la cabeza para desprenderse de ella. -Una lesbiana sadomasoquista -dijo mirando a Martina con lo que quería ser una expresión insolente. -¡Pues entonces no me vengas con eso de que eres casada, joder! Estamos hablando tranquilamente, como colegas lesbianas sadomasoquistas, ¿no? ¡Pues no te formes más rollos! -Muy bien, pues hablemos de lesbianismo, entonces. ¿Tú sales con alguna chica? -Tengo varias amigas que me dejan que las ate, les dé unos azotes y les coma el coño… Pero no salgo con ninguna que sea mi novia. Paso del rollo de las pareja formales. ¿Y tú? ¿Le pones los cuernos a tu marido con alguna mujer? -Pues sí… -¿Una chica tan guapa como tú? -Sí, es muy guapa, aunque no nos parecemos en nada. -O sea, que tengo dura la competencia. Elena se rio, asombrada por su desparpajo. -¡Pero bueno, tía, tú de qué vas! ¿Me estás tirando los tejos? Ya sé que te gusto, me lo has dejado clarísimo, pero tú a mí no. -¡No, claro! A ninguna le gusta la gorda de Martina -dijo sin ningún tipo de amargura-. Lo he oído mil veces… Y, a pesar todo, muchas acaban cayendo. Yo misma no me lo explico. -Pues yo no voy a caer. Así que vete haciendo a la idea. Martina se encogió de hombros. -No pasa nada. Me doy por más que satisfecha. A fin de cuentas, aquí estoy, tomándome una caña con una rubia preciosa que además es lista y me cuenta cosas alucinantes. Eso ya, de por sí, es una experiencia difícil de olvidar. -Me alegra que lo veas así. A mí también me gusta hablar contigo. Les trajeron las cañas. Martina tomó un largo sorbo de la suya. Elena hizo un esfuerzo por acabarse la primera. Habían acabado de jugar a los marcianitos y se podía oír la radio, una canción de Dire Straits que conocía muy bien: Six Blade Knife. Martina sacó una billetera de su pesado chaquetón de cuero. Dejó dos billetes sobre la barra y cogió un tercero, un billete verde de mil pesetas, y lo estiró entre los dedos de las dos manos frente a ella. -Te doy mil pelas por tus bragas. Se le atragantó la cerveza, que le salió de la boca en un chorro que pasó a escasos centímetros la pierna de Martina. -¡Tú está colgada, tía! -dijo con voz ronca cuando acabó de toser. -No, te lo digo en serio -dijo moviendo el billete como un acordeón-. Lo más probable es que no nos volvamos a ver y quiero tener un recuerdo tuyo. -¡Y tiene que ser precisamente mis bragas! -Bueno, como te puedes figurar, yo tengo gustos un poco extraños -le dijo con una sonrisa tranquila. En realidad no eran tan extraños. Elena se acordó de algunas cosas parecidas que había hecho. Leyó el deseo en los ojos de Martina, el mismo deseo arrebatador que había sentido ella. La conmovió sentirse tan deseada. -No, si te entiendo. Yo también he jugado a ese juego alguna vez. Pero no me hace falta tu dinero. -Eso es lo malo que tenéis las pijas, que no os falta de nada. Fue la canción Six Blade Knife la que le dio la idea. -Pues sí hay algo tuyo que me molaría tener. Tu cuchillo. Martina arqueó las cejas y afirmó lentamente con la cabeza. Apartó el chaquetón y pasó la mano por el cuchillo de caza que llevaba colgando del cinturón. -¡Mi cuchillo, dice la muy jodida! Sabes ir directamente a donde duele, ¿eh? Para que te enteres, nena, este cuchillo vale bastante más de mil calas. -¿Y qué te crees, que yo me voy a conformar con cualquier chuchería? Quien algo quiere, algo le cuesta. -No lo entiendes: éste no es un simple cuchillo. Dice quién soy, es mi señal de identidad. -Ya me he dado cuenta. Precisamente por eso lo quiero. Yo también quiero llevarme un recuerdo tuyo. -Además, tiene su historia… Digamos que posee un gran valor sentimental para mí. -Pues mis bragas también lo tendrán, ¿no? ¿No es precisamente por eso por lo que las quieres? Martina la miraba ceñuda, dudando. Por fin pareció llegar a una decisión. -Vale, mi cuchillo a cambio de tus bragas. Pero me tienes que dejar que te las quite yo. Elena no sabía si sentirse alagada o recelosa. -¿Aquí? ¿En mitad del bar? -En los servicios… ¿Qué, princesa? ¿Hay trato o no hay trato? El corazón le latía deprisa. ¿En qué tipo de aventura se había metido? Pero, después de tanto regatear, iba a quedar como una tonta caprichosa si se echaba atrás. -Vale, hay trato. -Pues entonces te vas a los servicios y me esperas allí. No eches el pestillo. En un par de minutos voy yo. Cogió su bolso y su chaqueta con aire decidido y se dirigió a la parte de atrás del bar. Por suerte había un servicio de señoras separado del de caballeros. Era un cuartucho diminuto y maloliente, con luz de neón, un lavabo y un retrete. Dejó el chaquetón y el bolso en el suelo y cerró la puerta sin echar el pestillo, como le había dicho Martina. Se abrazó a sí misma, inquieta, mirándose en el espejo desvaído. ¿Estaba cometiendo una locura? ¿Se podía fiar de Martina? A fin de cuentas, no la conocía de nada. ¿Y si le hacía daño? No, eso era improbable… Pero sí que podía aprovecharse de ella. Estaba claro que a Marina le gustaba, y que ella sabía perfectamente cómo manejar a las mujeres. Sin embargo, el prospecto de que Martina la usara para su propio placer no la asustaba. Al contrario, la excitaba. Y el hecho de que Martina no le resultara en absoluto atractiva aún la ponía más cachonda. Podía oír el palpitar de su corazón en los oídos. Se frotó los brazos, aunque en realidad no tenía frío. Martina entró en el baño. Cerró la puerta tras ella y corrió el pestillo. Elena retrocedió un paso. -¿Qué pasa, princesa? ¿Te quieres rajar? -No. -Si quieres pretendemos que ha sido una broma y lo dejamos. Yo me quedo con mi cuchillo y tú con tus bragas. Elena la miró desafiante. -Si crees que sales perdiendo en el trato, puedes quedarte con tu cuchillo. Pero por mí que no sea. -Muy bien. Pero lo vamos a hacer a mi manera. -¿Y cuál es tu manera? -Súbete la falda. Elena hizo lo que le pedía. Vio los ojos de Martina recrearse en sus rodillas torneadas y sus muslos blancos conforme iba subiéndose la falda. Por fin el borde de la tela alcanzó su pubis y supo que Martina podía apreciar sus bragas de encaje negro, tan fino que transparentaba el vello de su monte de venus. Pero Martina no se conformaba fácilmente. -¡Más arriba, hasta la cintura! -le exigió - ¡Eso es! Martina hincó una rodilla delante de ella y se dedicó a inspeccionarla con calma, seguramente decidida a sacar el mayor partido posible del precio que pagaba por el espectáculo. Elena no osó apremiarla, sintiendo su pulso acelerarse y la humedad ir invadiendo su entrepierna. Finalmente, Martina acercó su cara a un palmo escaso de su vientre, metió los índices dedos bajo el encaje negro en su cintura, y le fue bajando las bragas muy despacio, descubriendo primero la superficie lisa de su vientre y luego el vello de su pubis, deslizándolas por sus muslos, pasadas la rodillas, hasta que las tuvo en los tobillos. Una bajada de bragas en toda regla. Con toda la ceremonia que requiere el acto. Levantó un pie, luego otro, para permitir a Martina sacarle la prenda de los zapatos. Cuando las tuvo en sus manos, ella se dedicó a inspeccionar las bragas con cuidado, apreciando la aspereza de encaje entre los dedos, estirándolas para comprobar su transparencia, oliendo la parte de la entrepierna. Elena la miraba, fascinada. Martina no parecía tener ninguna prisa en incorporarse, seguía allí, con una rodilla en el suelo, pasando su atención de las bragas a la desnudez de su sexo. Se preguntó cómo debía reaccionar si la tocaba, si debería protestar, bajarse la falda y retroceder, o dejarse hacer y quedar como una cualquiera. Pero Martina no la tocó. Mirarla, tal vez olerla, parecía ser bastante para ella. -Tienes un coño muy bonito, princesa -dijo por fin-. Rubio… se ve que no eres teñida. -Con esos piropos tan románticos vas a acabar por derretirme -dijo con sarcasmo. Martina se embutió las bragas en el bolsillo y se incorporó despacio. Había fortaleza y deliberación en su movimientos. -¿Te crees muy graciosa, verdad nena? La miraba con fijeza. Elena dio un paso atrás y dejó caer la falda. -¿Te he dicho yo que te podías bajar la falda? ¿Eh? ¿Te lo he dicho? Elena negó con la cabeza, desconcertada. -¡Pues entonces! ¡Vuelve a subírtela! ¡Venga! ¡Ya! Elena cogió el borde de la falda y se la volvió a arremangar hasta la cintura. Algo en su interior buscaba las palabras para decir basta, que el juego ya había ido demasiado lejos. Pero una parte más fuerte de ella deseaba seguir jugando. Martina dio un paso hacia ella. -Y ahora supongo que querrás mi cuchillo… Muy bien, pues aquí lo tienes. Soltó la correa que lo mantenía en su funda y lo desenvainó, apuntando la hoja directamente a su vientre. -Ni se te ocurra soltar la falda hasta que yo te lo diga. ¿Me oyes? Elena asintió y dio otro paso atrás. Su espalda chocó contra la pared. -Te voy a enseñar por qué este cuchillo tiene tanto valor sentimental para mí. Esto es lo que me gusta hacerles a mis niñas. Bajó el cuchillo y le posó la punta delicadamente en el interior de la rodilla. Entonces Elena supo perfectamente lo que le iba a hacer, y el saberlo le dio aún más miedo. Se sintió paralizada, el fornido cuerpo de Martina a apenas un palmo del suyo, la pared clavada en su espalda, mientras el filo del cuchillo le iba recorriendo el interior de un muslo primero, el otro después, dejando lo que ella adivinaba eran finísimas líneas blancas, sin sangre, pero lo suficientemente dolorosas para hacerla tensarse y apretar los puños sobre la tela de la falda que ahora ya le resultaba imposible soltar. El cuchillo le hizo cosquillas en los pelos del pubis. Un filo acerado y helado le separó los labios, se introdujo entre ellos, presionando hacia arriba, moviéndose hacia atrás hasta que la punta se clavó en la pared detrás de su trasero. El borde afilado la amenazaba ahora desde el ano hasta el clítoris, presionando hacia arriba lentamente pero inexorablemente, hasta que el terror la obligó a ponerse de puntillas, sus piernas tensándose desde los dedos de los pies hasta las nalgas. -¿Me das un beso? -le preguntó Martina como si no estuviera pasando nada. Elena asintió muchas veces, rápidamente. Los labios de Martina tocaron los suyos, pero ella apenas los sintió. Su lengua se introdujo en su boca, y ella la dejó entrar sin apenas hacerle caso, pues toda su atención estaba concentrada en la hoja fría y afilada que amenazaba partirle el cuerpo en dos al menor descuido, como esos canales de vacuno que se ven en los mercados. La mano de Martina se deslizó sobre su culo, acariciando la piel suave, estrujando el glúteo, y toda su preocupación fue en no dejar caer su peso sobre el acero cortante. Le dolían las pantorrillas de estar tanto tiempo de puntillas. Sentía desfallecer las piernas. La horrorizó darse cuenta de que en cualquier momento le iban a fallar las fuerzas y no podría evitar dejarse caer sobre el filo del cuchillo. -¡Para, por favor! ¡No puedo más! Martina la soltó. El cuchillo abandonó su coño. Se dejó caer sobre los talones para aliviar la tensión insoportable en sus gemelos. Apoyó la nuca en la pared y cerró los ojos, luchando por recuperar la respiración. -Ya te puedes bajar la falda, princesa. Se había olvidado que aún sostenía la falda arremangada contra su cintura. Cuando abrió las manos para dejarla caer se dio cuenta de que le dolían los dedos de tanto apretar los puños. Se sentía ligeramente mareada. Martina la abrazó, acariciándole suavemente el pelo. Apoyarse en ella era como dejarse caer sobre una sólida montaña de carne acogedora. El hecho de que Martina fuera gorda y fea había dejado de tener la menor importancia, porque había satisfecho su deseo de experimentar violencia, de sentirse victimizada. La había conquistado y ahora no quería más que abandonarse a ella. Martina la soltó. Tenía el cuchillo en la mano, pero ahora lo cogía por la hoja, ofreciéndole la empuñadura. -Toma, cógelo. No tengas miedo. Ahora es tuyo, te lo has ganado. Elena cogió el cuchillo con reluctancia. Se notaba sólido y pesado. Martina se desabrochó pausadamente el cinturón, lo extrajo de los pasadores del sus vaqueros. Elena pensó que se disponía a pegarle con él, pero Martina se limitó a sacar la funda del cuchillo y ofrecérsela, tras lo cual se volvió a abrochar el cinturón. ¿Eso es todo? ¿Ya no me vas a hacer nada más? ¿Me vas a dejar así? Sin bragas se sentía desnuda y vulnerable. El cuchillo le había dejado el coño abierto. Y empapado. -Será mejor que guardes el cuchillo en el bolso. Si sales con él en la mano, los del bar se van a pensar que los vas a atracar. Elena asintió. Metió el cuchillo en su funda, recogió su bolso del suelo y lo guardó en él. Martina le acarició la mejilla. -Te espero en el bar. Elena se miró al espejo, arreglándose el pelo con los dedos. Tenía la falda arrugada. Se la alisó. Siguiendo un impulso súbito, se la subió. Se inspeccionó el coño. Se metió los dedos entre los labios, esperando encontrar sangre. Nada. No quedaba ni rastro de la sensación cortante del cuchillo, sólo calor y humedad y un intenso de deseo de frotarse el clítoris hasta correrse allí mismo. Pero, si la hacía esperar, Martina adivinaría lo que había hecho. Presa de un pudor irracional, recogió el bolso y salió del servicio. Martina la esperaba en una de las mesa junto a la pared, a donde había llevado dos cañas y un pincho de tortilla. -¿Estás bien, princesa? -Sí. Martina le ofreció el vaso de cerveza. Elena lo vació de un trago. Tenía la garganta reseca y encontró el amargor de la bebida muy reconfortante. -Come, anda. Tendrás hambre. Elena cortó el pico de la tortilla con el tenedor y se lo comió. Estaba muy bueno. Era verdad que tenía hambre. -Te has asustado un poco, ¿eh? -Bastante. -Pero te ha gustado. -¡Te has pasado un montón, Martina! Al menos deberías haberme pedido permiso antes de hacerme eso con el cuchillo. -Yo nunca pido permiso. Eso lo hubiera estropeado todo. Algunas veces he tenido que pedir perdón, pero permiso, nunca. -Entonces, ¿me vas a pedir perdón? Martina le cogió la barbilla y la miró con ojos duros. -¿Pedirte perdón? ¿Por haber dado lo que andabas buscando? ¡No te quedes conmigo, guapa, que ya nos vamos conociendo! Al menos deberías tener la honestidad de reconocer que sí, que te ha gustado, cuando te lo he dicho. -Sí que me ha gustado, Martina -le dijo dócilmente-. Eres una dominante muy buena. -Eso está mejor. -Me tenías completamente en tus manos. Podías haberme hecho lo que quisieras. -¡Menuda zorra que estás hecha, princesita! Sí, ya sé que te has quedado con ganas. Mejor. Así volverás a por más. Eso la hizo rebelarse. -¡Mira, Martina, serás una buena dominante, pero no eres la única! Tengo gente que me quiere, que me respeta, y que sabe satisfacer con creces mis necesidades. No te necesito en absoluto. -Claro, ya lo sé. Pero, precisamente porque te quieren, no te pueden dar lo que te puedo dar yo. -¿Sabes lo que te digo? ¡Que eres una arrogante y una descarada! No tengo por qué aguantar que me insultes. ¡Deberías agradecerme que te haya dejado disfrutar de mí! -Aquí la única arrogante eres tú, nena, que vas por la vida de pija, de lista y de tía buena. Un día de éstos te voy a bajar los humos, ya lo verás. Y encima me lo agradecerás. No sabía que era peor, que la irritara tanto o que la calentara tanto. No le cabía la menor duda de que, si llegaba a caer en sus manos, Martina era capaz de bajarle los humos y convertirla en la más dócil de sus sirvientes. Eso la tentaba y la asustaba a la vez. Abrió el bolso, sacó la cartera y puso quinientas pesetas sobre la mesa. -Me voy. Aquí tienes, para las cañas y el pincho de tortilla. Invito yo. -Buena idea, vete a casa. ¡Elena, ha sido un auténtico placer conocerte! Le ofrecía la mano a través de la mesa. Elena buscó algún signo de burla en tu cara, pero la expresión de Martina era de candor y simpatía. Le estrechó la mano. Se levantó, cogió el bolso y se dirigió a la puerta del bar. Había otro tipo en el videojuego de matar marcianitos, que hacía un ruido infernal. -¡Eh, princesa! -oyó que la llamaba Martina por encima del estruendo. Se volvió a mirarla. -Perdóname, guapa. Le sonreía, diciéndole adiós con un pañuelo. Sólo que no era un pañuelo. Eran sus bragas. Salió escopetada hacia la puerta. Nota: Antes de que intentes repetir esta escena y acabes cortando a tu chica en la entrepierna, hay algo que deberías saber. El cuchillo de Martina, como casi todos los cuchillos de caza, tiene filo sólo por uno de los bordes de la hoja. Fue el otro borde, el romo, el que Martina le metió a Elena en el coño, por lo que nunca hubo peligro de cortarla. Como Martina le estuvo arañando a Elena los muslos con el lado afilado, ella creyó que era el borde afilado el que la amenazaba. La ilusión se mantuvo hasta el final. A esto se lo llama “follada mental” (mind fucking).
- La sumisa consentida (parte 2)
Un encuentro muy especial entre una sumisa algo novata y un Dominante lo suficientemente experto para hacerla gozar de las formas más perversas. Me he dejado caer a tu lado, abrazándote. Me devuelves el abrazo y ocultas la cara en mi hombro. Sé que el orgasmo te ha dejado relajada y satisfecha, que ha alejado tu resistencia y tus miedos, pero también sé que te sientes confusa y sorprendida por haber llegado tan lejos. -Estoy muy orgulloso de ti, ratoncito -te digo la oído mientras te acaricio el pelo-. Ya sé el trabajo que te ha costado obedecerme… Pero, ya ves, ha valido la pena, ¿a que sí? Por toda respuesta frotas la nariz contra mi hombro. -Has sido una buena chica, Beatriz. Bajo la mano por tu espalda y te acaricio el culo, disfrutando de lo suave y lo caliente que te lo han dejado mis azotes. Tú sigues apretada contra mí. Tu respiración, que noto como una corriente de aire cálida y húmeda en mi hombro, se ha vuelto tranquila y regular. Te debes haber dormido. Me gusta tenerte desnuda a mi lado. Pienso en las cosas que te haré a continuación. Me pregunto si serás capaz de llegar hasta el final. -¿No me ibas a enseñar lo rojo que me has puesto el culo? -dices de repente. Así que no estabas dormida, después de todo. Me te cojo en brazos otra vez y te llevo frente al espejo, eligiendo el ángulo justo para que puedas verte el trasero. -¡Pues no está tan rojo! -dices con una risita. -No… Más bien sonrosado. Pero no te preocupes, luego le daré otro repaso. -¿Qué me vas a hacer ahora? -De momento, quiero que te pongas de rodillas aquí, frente al espejo. Sonríes porque te gusta esa postura: sentada sobre los talones, muy derecha, las manos sobre tus muslos con las palmas hacia arriba. Yo recojo la cuerda roja de encima de la cama. Te junto los brazos detrás de la espalda, los dedos apuntando en direcciones opuestas, y te los ato como antes. Estás completamente inmovilizada. Contemplas tu pecho erguido en el espejo. -Rodillas separadas, ratoncito -te digo al oído. Tú obedeces enseguida y me sonríes. Te gusta mucho esa postura, ya lo sé. He hecho una cola de caballo con tu melena en mi puño y me entretengo dándote tirones para hacerte subir la barbilla. Te cojo un pezón entre mis dedos y te lo acaricio, te lo pellizco y te lo retuerzo hasta hacerlo erguirse. Hago lo mismo con el otro pezón. Has empezado a contorsionarte, pero estás bien atada y no osas abandonar tu postura. Tu respiración se ha vuelto agitada. No necesito tocarte para saber lo mojada que estás. Saco de mi bolsa un antifaz de cuero, con el que cubro tus ojos para privarte de la visión. Te quedas muy quieta, expectante. Me coloco unos pasos detrás de ti y empiezo a desnudarme: me quito los zapatos, me desabotono la camisa. Sé que puedes oír el roce suave de mis dedos contra la ropa, imaginarte lo que estoy haciendo… pero no del todo, porque nunca me has visto desnudo. El sonido de la cremallera de mi pantalón al abrirse es inconfundible, puedo ver como te estremeces al oírlo. Ninguno de los dos decimos nada. El silencio es intenso, tirante, subrayado por los ruidos distantes de la calle. Lo que saco ahora de mi bolsa es un pequeño vibrador. Me arrodillo detrás de ti, lo suficientemente cerca para que puedas sentir el calor de mi cuerpo en tu espalda, lo suficientemente lejos para que mi piel no entre en contacto con la tuya. Enciendo el vibrador y, antes de lo te des cuenta de lo que significa ese ruido, te lo he metido entre los labios del coño. Lo recibes con un sobresalto y una inspiración. Al principio te resistes al placer que te impongo, retorciéndote, gimiendo. Sé que has pensado cerrar los muslos, pero has aguantado el impulso a tiempo de evitar el doloroso azote en la pierna que te iba a costar tu desobediencia. Poco a poco mi piel va entrando en contacto con la tuya: el brazo que sostiene el vibrador contra tu costado, mis rodillas contra tus nalgas y tus pies, mi pecho contra tu espalda, mi verga endurecida contra tus manos atadas. Sabes lo que es. Sabes que si cierras la mano puedes apoderarte de ella, pero tú haces como que no te das cuenta, mientras el vibrador te inflige su dulce tormento. Te miro en el espejo, espiando cada gesto de tu rostro, el ritmo irregular de tu respiración que hace vibrar tus pechos como flanes. Te estás acercando. Detrás del antifaz que venda tus ojos te sientes segura, arropada, entregada sin duda a imágenes salvajes que invaden tu imaginación. Con mi otra mano te acaricio el pezón y eso te lleva al borde del precipicio. Espero un segundo más… dos… y consigo retirar el vibrador a tiempo de evitar que te corras. -¡Nooo! -exclamas en un gemido de frustración. -¡Vamos, vamos, ratoncito! ¿Qué quieres, poder correrte siempre? Las buenas sumisas se corren sólo cuando se les da permiso, ya lo sabes. -¡Por favor, por favor! -imploras quejumbrosa. -Por favor… ¿qué? Espero pacientemente mientras tú te decides a formular tu súplica. -Por favor… Déjame que me corra. -Podrás correrte, pero no con el vibrador… ¿Vas a ser buena, Beatriz? -No sé… ¿Que quieres que haga? Me pego a ti y te susurro al oído: -Quiero que me respondas a una pregunta. ¿Quieres que te haga el amor o que te folle? Te quedas callada otro rato. Oigo tu respiración agitada. -No sé… ¿Cuál es la diferencia? -Te puedo desatar, llevarte a la cama ya hacerte el amor como se hace con las amantes. O te puedo follar como se hace con las sumisas. -¿Y cómo sería eso? -No te lo pienso decir. A las sumisas no se les dan explicaciones. Tu silencio esta vez es más corto de lo que yo anticipaba. -Quiero ser tu sumisa. Quiero que me folles como a una sumisa… Pero me da un poco de miedo. -No te preocupes, ya verás como todo va salir fenomenal. Te ayudo a levantarte y te dejo sentada en la cama mientras lo preparo todo. Coloco una silla de lado frente al espejo. Desenrollo un condón sobre mi erección. Tú te has quedado muy quieta, ciega detrás del antifaz, preguntándote qué significa lo que oyes, preguntándote qué vendrá a continuación. Cuidadosamente, te recuesto bocabajo sobre la silla, enfrentando al espejo. Te obligo a abrir las piernas y vuelvo a deslizar el vibrador entre tus labios, pero en cuanto el placer empieza a agitarte lo retiro y te doy unos fuertes cachetes en el trasero. Repito la operación varias veces, hasta que esa alternancia de placer y el dolor te enloquecen, y terminas por revolverte y quejarte. Es entonces cuando, con una mano plantada firmemente sobre tus manos inmovilizadas por la cuerda en tu espalda, te penetro, lentamente, implacablemente, demostrándote que te poseo cuando quiero y como quiero, hasta que mi pubis entra en contacto con tus nalgas enrojecidas. Empiezo a bombearte despacio, pero aunque tu respiración agitada te traiciona, tú no quieres concederme la satisfacción de un gemido, de un agitar tus caderas al compás que te marco. Agarro el vibrador, te lo planto descaradamente sobre el clítoris y eso desencadena finalmente la tormenta. Das un gritito y estiras las piernas, buscando apoyo con los pies en el suelo, no sabiendo si quieres luchar con la polla endurecida que te atraviesa o entregarte a ella. Te suelto las manos, te doy un azote en el culo y empiezo a follarte sin contemplaciones. Mientras mi mano izquierda sigue torturándote con el vibrador, con la derecha te arranco el antifaz y te cojo del pelo para obligarte a levantar la cara y mirarte en el espejo. A mirarnos en el espejo. Así me ves desnudo por primera vez, pero no alcanzas a verme entero, porque una parte de mí está dentro de ti, enterrada entre tus nalgas calientes y rojas, dándote tu lección definitiva de sumisión. -¡Mírate, ratoncito! ¡Mira lo que te hago! ¿Ves? ¡Así es como se folla a una sumisa! Intentas cerrar los ojos pero te los vuelvo a abrir de un tirón de pelo. Tu mirada somnolienta de placer recorre tu espalda, tus manos atadas, mi vientre bombeándote, el placer creciente que se refleja en mis ojos. Entonces vuelves a cerrar los tuyos y ya no puedo hacer nada para evitarlo, porque puedo ver claramente en el espejo las ondas de placer recorriéndote el cuerpo, puedo notar tu vagina apretándose espasmódicamente alrededor de mi polla. Me entierro definitivamente en ti y yo también, por fin, me abandono a mi placer. Te he devuelto a la cama y te he desatado las manos. Tú, ahora segura en tu desnudez, apoyas la cabeza en mi hombro y cruzas tu muslo sobre mi vientre. Yo te acaricio suavemente el pelo. -Está claro, Beatriz… Te tengo demasiado consentida. Levantas la cabeza de mi hombro para mirarme con alarma. -¿Por qué? ¿No me he portado bien? -Bastante bien… Pero deberías haberme pedido permiso antes de correrte. -Pero es que yo… con todo lo que me estabas haciendo… ¿cómo iba…? No podía… Dejas caer la cabeza en mi hombro, frustrada. -Tienes razón -acabas por reconocer-. No he sido una buena sumisa, sólo pienso en correrme y eso no puede ser. Me tienes demasiado consentida. -¡Si te lo decía en broma, ratoncito! Si hubiera querido que me pidieras permiso yo mismo te lo hubiera recordado. No te preocupes, que has sido una buena sumisa. ¿Te lo has pasado bien? -¡Muy bien! -Pues eso es lo importante. Otro día avanzaremos un poco más en tus lecciones de sumisión. -¿Sabes? Me alegro mucho haber elegido que me follaras. Hacer el amor no hubiera sido ni la mitad de divertido. Me gusta que me trates como una sumisa, que me folles sin contemplaciones y me dejes el culo bien caliente, como lo tengo ahora. -De mil amores, ratoncito. -Pero no quiero dejar de ser tu sumisa consentida. Quiero que me mimes y me hagas gozar hasta que ya no pueda resistirme a ti. Quiero que me lleves de la mano, pasito a pasito, hacia el sitio donde ya no me queda más remedio que entregarme a ti, como has hecho hoy. Copyright 2021 Hermes Solenzol. Prohibida la reproducción.
- La sumisa consentida (parte 1)
Una sumisa novata. Un Dominante experto. Un cuarto de hotel. Estás hecha un flan, no cabe la menor duda. Te has parado en mitad de la habitación del hotel, sin saber qué hacer, sin saber a dónde ir. Me miras con esa mirada entre temerosa y suplicante. Sé que estás pensando en salir corriendo y no volver a verme, lo que sería una auténtica pena. Te voy a hacer pasar una tarde maravillosa, una tarde que no olvidarás en tu vida, en la que todas tus fantasías se harán realidad, te he prometido. ¿Y si no puedo cumplir esa promesa tan arrogante? Porque, en realidad, depende también de ti. Y tú estás hecha un flan. Dejo mi bolsa de viaje en el suelo y me acerco a ti, deslizando la mano suavemente bajo tu melena, masajeándote el cuello con creciente energía, al tiempo que te atraigo hasta mí hasta que consigo abrazarte. -Ven, vamos a jugar a un juego. Ya verás como te va a gustar. No dices nada, pero dejas que te conduzca delante del espejo. -Mírate. Quiero que te veas en el espejo, pero no con tus ojos, sino con los míos. Quiero que veas tu cuerpo desnudo por primera vez, como voy a verlo yo por primera vez. Asientes, pero te has puesto aún más nerviosa. Tú corazón late a mil. Te recojo el pelo dentro de mi mano en un haz apretado, del que tiro suavemente para obligarte a levantar el mentón. Con la otra mano desabrocho el primer botón de tu blusa. Luego el siguiente. -¿Estás mirando como yo te dije? -te susurro al oído. -Sí… Bueno, creo que sí. He llegado al último botón. Tiro de tu blusa para sacártela de la falda y te la termino de quitar. Tus ojos recorren tu piel blanca en el espejo, como lo hacen los míos. Estás siendo obediente. Te gusta ser obediente. No te desabrocho el sujetador sino que te bajo una tira por el hombro. Tu pecho es tan perfecto como me lo imaginaba, ni grande ni pequeño, coronado por un pezón sonrosado que ya se empieza a despertar. Paso por él la yema del dedo, suavemente, casi sin rozarlo, y se arruga y se estira como buscando el contacto con mi dedo. -¿Lo estás viendo, ratoncito? ¿Estás viendo lo bonita que eres? -Por favor… -dices, y tú misma no sabes qué es lo que me pides, que siga o que me detenga. Tus manos se abren y se cierran a los lados de tu cuerpo. Me pregunto si de verdad eres capaz de verte como te veo yo, tan bella, tan inocente, tan joven. Llevo meses deseándote en mis sueños y ahora por fin te voy a tener. Quiero verte desnuda, expuesta a mi mirada codiciosa. Quiero pasar las yemas de mis dedos por cada centímetro de tu piel. Pero eso no me basta. Quiero meterme en tu mente, hacer que sientas lo que quiero que sientas: confianza y miedo, placer y dolor. Mientras pienso todo eso he acabado de quitarte el sujetador. Pero tú, rebelde, te has puesto las manos sobre los pechos. -Eso no puede ser, ratoncito. Voy a tener que tomar mis medidas para que esto no vuelva a ocurrir. Lo he dicho con voz suave, que sé que es la que más asusta. Alarmada, apartas las manos de tus pechos, aunque sabes que ya es demasiado tarde. Tus ojos nerviosos me persiguen. Abro mi bolsa de viaje y saco una cuerda de cáñamo, roja, muy suave, que desprende ese olor casi obsceno. Te cojo las manos y te junto las muñecas detrás del cuello. La cuerda forma un bucle que las rodea rápidamente, luego los extremos corren en direcciones opuestas, trepando por tus antebrazos. Hago un nudo y luego te paso los dos lados de la cuerda entre los brazos, entre las manos, dando vueltas en dirección perpendicular a la anterior. Cuando acabo tienes los brazos sólidamente unidos. Tus pechos se han levantado orgullosos. Planto mis manos sobre ellos y te los sobo sin miramientos. Ahora son míos. Te pellizco los pezones, los acaricio, los retuerzo. Tú quieres encorvarte, pero yo no te dejo. -Mírate, ratoncito -te susurro al oído-. Mira lo que hago contigo. Bajo la cremallera lateral de tu falda, que cae al suelo y se arremolina a tus pies. No has podido hacer nada por impedirlo. Tus piernas son blancas como dos columnas de mármol. Tu pubis es una sombra oscura bajo la tela de tus bragas. Te miras al espejo con mis ojos y estás nerviosa intentado averiguar dónde voy a tocarte a continuación. Pero yo te cojo en vuelo y me siento en la cama contigo en mi regazo, haciéndote un ovillo entre mis brazos. Te doy un beso, el primero, labios que apenas se rozan. -Te voy a dar una azotaina -anuncio-. No te preocupes, que no te va a doler… Al menos al principio. Luego te gustará que te duela. Querrás que te duela. Mientras te azote te explicaré cosas que sólo se pueden entender cuando estás atravesada en el regazo de un hombre, con el culo en pompa, sintiendo el picor de los azotes. Cuando termine volveré a llevarte frente al espejo y te enseñaré lo rojo que te habré puesto el culo. ¿Tienes miedo? -Sí -confiesas-. Bastante. -Bueno, ya verás que no es para tanto. ¿Empezamos? Sin esperar a tu respuesta te doy la vuelta de repente. Lo he hecho muchas veces, con mujeres más corpulentas que tú. Cuando te quieres dar cuenta estás bocabajo sobre mis piernas cruzadas, la cara apoyada en la cuerda que une tus brazos. -He cruzado las piernas para obligarte a poner el culo en pompa, así que sé buena y relaja esa espalda… ¡Así! Puedes levantar más el culo, que no te dé vergüenza… Tu respiración se ha vuelto entrecortada. Estás hecha un flan. Esperas el primer azote, pero yo alargo la mano y te vuelvo a masajear el cuello, luego la espalda, hasta que empiezas a relajarte. Tu pompis se arquea sobre mis muslos, ofreciendo su curva insolente. Llevas puestas unas braguitas blancas de algodón, muy discretas, pero que no esconden la fina arruga que marca la frontera entre el muslo y el culo, y la piel blanca de la asentadera justo por encima de ella. Es ahí donde te doy el primer azote, flojito. Tú lo acusas con una sacudida que te recorre el cuerpo y con una súbita inspiración. Tu cuerpo se relaja enseguida y yo sé lo que estás pensando… que no te ha dolido… que te ha gustado… que casi hubiera sido mejor que te hubiera dolido, porque que te gusten mis azotes te vuelve aún más vulnerable. Quiero aprovechar tu confusión, así que te doy otro azote igual en tu nalga izquierda, la que está pegada a mí. Luego te doy más azotes sobre la tela blanca de las bragas, alternando entre una nalga y otra. -Déjame que te explique una cosa, Beatriz -digo mientras prosigo con los azotes con un ritmo constante que te dice que no pienso parar por un buen rato-, algo que de lo que no te he hablado todavía. La sumisa debe entregarse al dominante… ¿sabes lo que quiere decir eso? No respondes. No quieres hablar conmigo mientras te azoto, es demasiado humillante. Te propino un par de azotes fuertes, para que comprendas que no me voy a andar con bromas. -Te he hecho una pregunta, Beatriz. Respóndeme. -¡Ay! ¡Sí! ¡Pues claro que sé lo que quiere decir! Quiere decir que tengo que obedecerte… Y es lo que estoy haciendo, ¿no? -No exactamente, ratoncito -digo mientras prosigo con los azotes al ritmo de antes-. Entregarte a mí quiere decir que te pones a mi disposición, que me das tu cuerpo para que yo disfrute de él. Hasta ahora no te he pedido que hagas nada por mí, todo ha sido para que tú aprendas a disfrutar de ti misma, porque te tengo muy consentida… Debes de ser la sumisa más mimada del mundo -te doy un par de azotes más fuertes para acentuar lo que acabo de decir-. Hasta te he dejado tus bragas puestas, porque sé lo que te altera ir sin ellas. Pero ahora ha llegado el momento de que te quedes completamente desnuda para mí. ¿Entiendes? -Sí -te apresuras a responder antes de que te castigue por no hacerlo-. Supongo que ahora es cuando me las vas a quitar… -No… Te las vas a quitar tú. Te voy a desatar los brazos para que seas tú misma la que me enseñes ese pompis tan bonito que tienes. -¡Ay! Hundes la cabeza entre los brazos para ocultar tu vergüenza. Yo aprovecho para deshacer las cuerdas que unen tus antebrazos. Cuando termino los estiras para desentumecerlos, pero sigues ocultando tu cara en la colcha. -¿Estás lista? Tuerces un poco la cara y veo que te has puesto muy colorada. -¡Por favor, no me pidas eso! Quítamelas tú, por favor. -No, Beatriz… ¿No dices que eres tan sumisa, tan obediente? Pues obedéceme. La obediencia se demuestra haciendo cosas que cuesta trabajo hacer. No te mueves. Yo vuelvo a pegarte, haciendo que cada azote sea ligeramente más fuerte que el anterior, para que comprendas que no vas a poder postergar lo inevitable. Por fin, tus manos temblorosas bajan por tus costados, agarran el elástico de la cintura de las bragas y lo empujan hasta tus muslos. En el proceso has tenido que arquear las caderas, sacando más el culo y mostrándome el botoncito marrón de tu ano. Te das cuenta y para esconderlo aprietas las nalgas, que han adquirido un precioso color sonrosado. Las acaricio. Los azotes han calentado tu piel, volviéndola suave como el terciopelo. -¡Así me gusta, ratoncito! Has sido una chica buena y obediente, yo ahora puedo disfrutar viéndote el culito, acariciándotelo… y azotándotelo -digo, reanudando la azotaina. Tú respondes moviendo las caderas al ritmo de los golpes. Estás muy excitada, lo sé. Pero tú te das cuenta del espectáculo que ofreces y vuelves a apretar las nalgas. -¡Mira, Beatriz, ya está bien de tonterías! Eres una mujer adulta, así que no pasa nada porque te vea el culo. Ya te he explicado que para ser sumisa tienes que ofrecerte a mí. -Perdona… Es que yo… no lo puedo evitar. Me da mucha vergüenza. -¡Pues te aguantas! Se acabaron las contemplaciones, Agarro las bragas y te las saco por los pies. -Abre bien la piernas. Quiero verte bien. -¡No, por favor! Sujetándote bien la cadera con mi brazo izquierdo, te levanto el culo y empiezo a propinarte azotes de los de verdad. Alarmada, levantas la cara de donde la escondías en la colcha. -¿Qué? Pican, ¿a que sí? Pues si quieres que pares ya sabes lo que tienes que hacer. Tus muslos se abren de par en par. Tu coño también está abierto, los labios mayores hinchados mostrando la humedad en tu interior. Los dos estamos jadeando. Puedo olerte. Tu culo está tan caliente que lo noto en la cara. -Así me gusta -digo con voz entrecortada. Mis dedos recorren tu trasero ardiente y no se detienen, rozan tu ano y se sumergen en la humedad de tu sexo. Cuando la punta de mi dedo llega a tu clítoris separas aún más las piernas y arqueas las caderas todo lo que puedes, ofreciéndote completamente a mí. -¡Muy bien! Por fin se descubre la verdad: eres una guarra. Quieres que siga, ¿no? -¡Por favor…! ¡Por favor…! -gimes. -Pues no. Vas a seguir tú. -¿Qué? -Lo que oyes. Ponte el dedito en el clítoris y acaríciate. -¡No, por favor! ¡Eso sí que no puedo hacerlo! -dices con voz de pánico. Sé que estoy muy cerca del límite… Estás a punto de decir tu palabra de seguridad y eso romperá el hechizo, ahora que estamos tan cerca. Vuelvo a acariciarte tu botón del placer hasta que noto tu cuerpo relajarse de nuevo. -No pasa nada, ratoncito… Entrégate… Déjate llevar. -¡Sí! ¡Si es lo que quiero hacer! -dices con voz lastimera. -Pues entonces obedéceme. Quiero que me des tu placer, el placer que tú misma te das. Has llegado muy lejos, no me defraudes ahora. Vuelves a enterrar la cara en la colcha. Pero tu mano se desliza bajo tu vientre hasta que tu dedo medio se aloja entre los labios de tu coño. Tímidamente al principio, luego con más decisión, empiezas a estimular tu clítoris con movimientos circulares. -¡Muy bien, ratoncito! Ahora no pares. Y no cierres las piernas, quiero ver cómo mueves ese dedito. Sueltas un gemido por toda repuesta. Has ladeado la cabeza sobre la cama para poder respirar mejor. Tienes los ojos cerrados y las mejillas encendidas. Reanudo los azotes. En cuanto los sientes te pones a temblar de placer. Tu dedo se mueve con más avidez. -¿Qué? Ahora te gustan los azotitos, ¿a que sí? Te estoy pegando flojito deliberadamente. Resoplas de frustración. -Por favor… -te quejas. -¿Por favor… qué? -Por favor… ¡más fuerte! -¡Ah! ¡Acabáramos, Beatriz! Tú lo que necesitas es que te peguen una buena paliza mientras juegas contigo misma, porque eres una chica muy salida, que se pasa todo el día mojada… ¿Verdad? Te estoy dando fuerte, buscando el punto que te satisfaga sin hacerte demasiado daño, pero tú gruñes y bamboleas las caderas con el ritmo con que gira tu dedo. Ajusto los golpes al mismo compás y nos ponemos a danzar los dos la danza del placer y del dolor. Mi verga lleva mucho tiempo erguida y quiere frotarse contra tu cadera, pero renuncio a darme ese placer porque quiero disfrutar más plenamente del tuyo. -¡Por favor! ¡Por favor! … ¿Puedo correrme ya? -¡Claro que sí, ratoncito! Córrete por mí… ¡Venga! Mientras te acercas al clímax te doy golpes cadenciosos, enérgicos, levantando mucho la mano para aumentar el dramatismo. Chillas, y no se sabe si es de dolor o de placer. Tú misma no lo sabes. Tu dedo ha adquirido un ritmo frenético, salvaje. Llegas, por fin, gritando y apretando tu vientre contra mis muslos. No dejo de azotarte hasta que tu cuerpo flácido sobre mi regazo me anuncia que tu orgasmo ha llegado a su fin. Copyright 2021 Hermes Solenzol
- La ceremonia del té - Parte 2
Después de darle una azotaina, Laura aprovecha el estado de sumisión de Cecilia para conseguir lo que siempre ha ansiado Parte 1 Madrid, sábado 27 de enero, 1979 Cecilia se quedó jadeante, tendida bocabajo sobre el regazo de Laura, el culo pulsándole de dolor después de la tremenda azotaina que le acababa de dar con el cepillo del pelo. La llenó de asombro la eficacia del castigo que acababa de recibir. Aparte de doloroso, la indignidad de tener que acusarse e insultarse había conseguido apaciguar todo resto de rebeldía. ‑¡Ay, me dijiste que no ibas a hacerme daño! ¡Has sido muy mala conmigo! ‑se quejó. ‑¿Cómo que mala? ¿Es que no vas a aprender nunca a tratarme con respeto? Le propinó tres azotes despiadados y seguidos, que la hicieron patalear y revolverse. ‑¡Para ya, por favor! ¡Voy a ser buena! ‑¿De verdad? Bueno, mira, para que no se te vuelva a olvidar, a partir de ahora me vas a tratar de usted. Y también me vas a llamar “señorita”, como una buena criada. ¿Entendido? ‑¿Qué? ¿Lo dices en serio? ¡Pero si suena completamente ridículo! ‑Veo que tendré que convencerte. Otra tanda de azotes le llovió sobre el trasero magullado. ‑¡Ay! ¡Lo que usted diga, señorita! ¡Pare, por favor! ‑¡Muy bien! Ya verás como enseguida te acostumbras a decirlo. Le acarició las nalgas. Sus dedos se sentían suaves y frescos sobre la piel ardiente. ‑No soy mala, Cecilia, pero necesitabas que te diera una azotaina como ésta para ponerte en tu sitio. Además, con lo masoca que eres, seguro que la habrás disfrutado… ¿o no? Se quedó pensando, desconcertada. Claramente, Laura se había aprovechado de la situación para castigarla por cosas con las que no podía estar de acuerdo. Sin embargo, más que indignación, sentía la misma dulce docilidad que Julio había despertado en ella esos meses pasados. Siempre había creído que se sometía a Julio por amor, pero ahora resultaba que, paradójicamente, descubría que el sentimiento de sumisión era igual de intenso hacia alguien a quien detestaba. ‑¿Qué, no vas a contestarme? ‑se impacientó Laura. ‑No lo sé… señorita ‑aventuró. ‑Pues hay una forma bien fácil de averiguarlo… La mano de Laura le separó las nalgas, un dedo se deslizó entre los labios de su sexo. Sintió el contacto afilado de una uña, al tiempo que se daba cuenta de lo que Laura había encontrado allí. ‑¡Pero si estás empapada, chica! ¿Ves? ¿A que sí que has disfrutado con los azotes? ‑Sí… un poco ‑confesó avergonzada. ‑¿Ves como no soy tan mala? De todas formas, ya hemos terminado con tu castigo. Ahora te toca gozar. Así que venga, mastúrbate, que yo te vea. ‑Pero es que Julio no me deja… Hoy es sábado y no me toca. ‑No importa, tu rutina semanal no cuenta cuando estás conmigo. Lo que cuenta ahora es tenerme contenta, y yo quiero que ver cómo te corres mientras te pego en el culete. Lo había hecho varias veces, con Julio y con Johnny. Pero la idea de masturbarse mientras Laura le pegaba se le antojaba insoportable. El placer completaría la labor del dolor, reduciéndola a la mansedumbre más completa. ‑¡Ay no, por favor, no me mande eso, señorita! ‑suplicó, sin olvidarse de las nuevas formalidades. ‑¿Por qué, Cecilia? ¿Qué tiene eso de difícil? No lo entiendo, la verdad. Después de todo lo que has aguantado, ¿no me vas a dar un poquito de tu placer? ¿Por qué? Pues porque el placer es lo más íntimo de mí y no quiero regalártelo a ti, Laura, porque tú no te lo mereces. El gozo es algo que no se da a quien quiere robártelo. Pero no se lo dijo porque sabía que le iba a resultar inútil oponerse. Lo único que lograría sería más golpes de cepillo y que Laura la amenazara con decirle a Julio que la había desobedecido. ‑No, si ya lo hago. Mire, señorita… Pasó la mano entre su vientre y el muslo de Laura, lo que la forzó a levantar aún más el culo. Entre los pliegues de su sexo, su dedo medio encontró el pequeño botón de carne donde anidaba su placer. ‑¡Muy bien, así me gusta! Abre más las piernas, que vea yo como trabaja ese dedito. El placer la sedujo enseguida. Después del racionamiento de sexo al que la había sometido Julio, su deseo se despertó con enorme avidez. Entonces la invadió una sospecha. ‑No va a dejar que me corra, ¿verdad? ‑masculló. La iba a dejar frustrada, como le gustaba hacer a Julio. ‑¡Qué va, al contrario! Precisamente quiero ver cómo te corres mientras te zurro… así. Laura dejó caer el cepillo entre sus piernas y le dio un azote con la mano. Con la otra mano le acarició la piel dolorida. Repitió el proceso una y otra vez, alternando azotes y caricias. Era denigrante y excitante a la vez, sentir el contacto de las manos de Laura sobre sus nalgas bien maceradas por el cepillo, mezclándose con las deliciosas descargas que se provocaba ella misma con el dedo. El placer no eliminaba al dolor, sino que lo transformaba en una sensación picante, ambigua. Pronto desistió de intentar frenar las reacciones de su cuerpo, dejó a un lado la vergüenza y se entregó sin reparos a mecerse en su regazo, acompañando los movimientos de su dedo con un menear del culo que Laura enseguida acompasó a los cachetes que le propinaba. Ese bamboleo indecente fue aumentando en ritmo y amplitud conforme se acercaba al clímax, que anunció con gemidos crecientes. Laura lo vio venir, pues sus cachetes se hicieron más enérgicos. Cecilia gritó su orgasmo. Laura lo acompañó con una serie de azotes intensos, magníficos, que tiñeron su goce de indignidad y abyección. Durante un rato sólo se oyó el respirar entrecortado de las dos. Entonces Cecilia comprendió hasta qué punto había perdido la partida, y hasta se alegró de haberla perdido. No le quedaba ni un ápice de rebeldía. La mansedumbre la envolvía como un jarabe espeso, dulce y amargo a la vez. A Julio se sometía por amor, pero esto era distinto. Laura la había domado como se doma a las fieras en el circo, a base de látigo y golosinas. ‑¿Qué, a que no ha estado mal, eh? ‑le dijo Laura‑ ¿Ves? si te portas bien y me obedeces nos lo podemos pasar de puta madre. ‑¡Ay! ¡Tengo el culo ardiendo! ‑¡No te quejes, que acabas de tener un orgasmo mayúsculo! Venga, levántate y acaba de desnudarte. Se puso en pie, aturdida por la paliza y el orgasmo, pero más que nada por la manera en que Laura había sabido apoderarse de ella. Descorrió la cremallera de la falda y la dejó caer al suelo. Se acarició el culo para aliviarse el escozor, pero la mirada desaprobadora de Laura la hizo desistir. Se sacó el suéter, se desabotonó la camisa, se la quitó y luego el sujetador, la mirada de Laura clavada todo el rato en ella. El aire frío sobre su cuerpo desnudo la hizo sentirse aún más indefensa, más dócil. Se abrazó a sí misma, mirando tímidamente a su atormentadora. Lo único que le quedaba encima era su collar, que las dos sabían que simbolizaba su sumisión. Laura le sonrió satisfecha. ‑¡Pero mira que estás buena, condenada! Cuando te zurran aún estás más guapa, con el culito colorado y esa carita de pena que se te pone. Venga, vamos a mi habitación. Ahora me toca gozar a mí. * * * La cogió de la muñeca y tiró de ella, como quien arrastra a una niña desobediente o a una prisionera. Empuñaba el temible cepillo en la otra mano. Era agudamente consciente de sus nalgas hinchadas, tan calientes que parecían iluminar el vestíbulo tras ella con una luz roja de hierro derretido. En el cuarto reinaba la luz tenue y grisácea del atardecer. Laura se dirigió a la mesilla de noche y encendió la lámpara, dejando el cepillo sobre la cama. Un tono ambarino y suave, mucho más acogedor, bañó la habitación. En la pared vio la foto que habían hecho en el restaurante de París: Laura y Julio, con ella en medio. Empezó a sospechar por qué esa foto era tan especial para Laura. ‑Bájame la cremallera ‑dijo Laura, interrumpiendo sus pensamientos. Deslizó la cremallera en la espalda del vestido y Laura se lo quitó. Debajo llevaba un sujetador blanco de encaje y braguitas a juego. Un liguero, también blanco, le sujetaba las medias. Laura la agarró por la hebilla del collar, como hacía Julio, y la besó en los labios. Continuó besándola agresivamente, atrapándole los labios entre los suyos, metiéndole la lengua, mientras que con una mano le acariciaba la piel escocida y caliente del culo y con la otra le pellizcaba un pezón, retorciéndoselo, despertando su deseo con ese dolor tan dulce. Cecilia se dejó hacer, prisionera de su mansedumbre, descubriendo que su cuerpo había escapado completamente a su control y respondía al manoseo al que la sometía Laura con esa familiar debilidad en las rodillas y humedad en el sexo. Juguetonamente, Laura la hizo retroceder hasta que sus piernas chocaron contra el borde de la cama y se cayó sobre ella de espaldas. ‑No te muevas de ahí ‑le advirtió Laura. ‑Sí, señorita ‑dijo Cecilia. El culo le quemaba en contacto con la colcha. Laura se quitó las bragas, que había tenido el cuidado de ponerse sobre las ligas. La franja de encaje que le cruzaba el vientre y los elásticos que pinzaban las medias enmarcaban su pubis de rizos dorados. El collar y los pendientes de perlas resaltaban su piel blanca. No dejaba de sonreírle, sus ojos azules clavados en ella. Era guapa, linda como una princesa. No me extraña que Julio esté loco por ella, pensó, y los celos la espolearon una vez más, pero ahora ya no la llenaron de ira, sino de impotencia y rendición. Laura era una diosa a quien nada se le podía negar. Que tuviera a Julio era la cosa más normal del mundo. Con una risita, Laura se arrodilló en la cama sobre ella, las piernas abiertas, una rodilla a cada lado de sus muslos. Oyó caer al suelo sus zapatos de tacón. Los muslos enfundados en las medias de encaje formaban un vértice que apuntaba directamente al pubis de vellos dorados, que ahora se separaban para mostrar el surco húmedo entre ellos. Laura fue dando pequeños pasos con las rodillas hacia ella. Su coño se volvió más y más amenazador. Por favor, no me hagas eso. No me lo pongas en la cara. ‑¿Has comido un coño alguna vez? ‑le preguntó Laura, adivinándole el pensamiento. ‑No, señorita ‑la angustia en su voz revelaba sus reparos. ‑¡Pues ya va siendo hora! ¡Parece mentira, Cecilia, con lo experta que eres para todo lo del sexo! Venga, ya verás cómo te va a gustar. Laura se acercó aún más, colocando su sexo a escasos centímetros de su cara. Pudo sentir su olor a pis y a almizcle. ‑¡Ay, no sé, señorita! ‑¡Pues lo vas a hacer, te guste o no! Y más te vale hacérmelo bien, si no quieres que te dé otro repaso con el cepillo. ‑Sí, señorita. Su mansedumbre era un jarabe espeso, pesado, que le inmovilizaba el cuerpo contra la cama y le llenaba la boca con su sabor agridulce. Los bucles rubios descendieron sobre su cara. Sacó la lengua dócilmente y la hundió entre el vello espeso, buscando la mucosa suave y húmeda enterrada en él. El sabor del coño de Laura le llenó la boca, reconoció en él el gusto de su sumisión. Notó un espasmo de placer recorrer el cuerpo de Laura, la oyó soltar una risita, la sintió mecerse sobre ella, moviendo su sexo sobre su lengua para dirigirla hacia donde quería sentirla. ‑¿Qué pasa, que tienes la lengua muy cortita? ‑jadeó Laura‑. ¡Venga, métemela bien adentro! ¡Dame gusto, tontita! La cogió del pelo y dejó caer todo el peso sobre su cara. Cecilia hurgó con la lengua hasta encontrar la abertura de su vagina, hundiéndola lo más que pudo en ella. ‑¡Eso, cómeme el coño, guarra! ¡Ahí es donde me mete la polla tu querido Julio! Los celos la volvieron a espolear, pero sólo sirvieron para agudizar su sensación de derrota. Laura le había ganado la partida. Ese coño de vellos rubios se había apoderado de la verga de Julio, y cuando él faltaba, ahí estaba ella con su boca para satisfacerlo. Una perdedora y una guarra, eso es lo que era. Laura era una princesa y había que tenerla contenta. Tenía que comerle el coño hasta que le doliera la lengua. ‑Ahora un poquito en el clítoris… ¿Sabes dónde está? Fue separando los pliegues de delicada mucosa hasta encontrar el diminuto botón del placer. Entre sus párpados entrecerrados vio que Laura se arrancaba el sujetador y se apretaba sus pechos blancos y generosos, acariciándose los pezones sonrosados con los pulgares. ‑¡Así, qué gusto! Y ahora me vas a hacer otra cosita, para demostrarme lo sumisa que eres. Laura se dio la vuelta. Sus nalgas redondas y blancas descendieron sobre su cara. Pudo haber girado la cabeza a un lado, porque sabía bien lo que se le exigía para completar su ritual de degradación. Pero no lo hizo, siguió mirando fascinada mientras la raja se abría para revelar su secreto: el hoyo fruncido, color marrón claro. Lo contempló, tomando conciencia de lo que iba a hacer, de lo que significaba. Las nalgas frescas, blandas y suaves le rozaron las mejillas, se apretaron contra ella obligándola a cerrar los ojos. Su nariz entró en la raja; el olor era más sutil de lo que esperaba. Alzó la cara, estiró la lengua y le rindió a Laura el homenaje más envilecedor. ‑¡Eso lámeme bien el culo! ‑suspiró Laura‑. ¿Ya has comprendido que eres mía, verdad? El ojete de Laura era un pozito estrecho y apretado en el que, sin embargo, lograba introducir la punta de la lengua. Ya no le importaba lo que hacía, la mansedumbre la derretía por dentro. ‑Ahora mi coñito otra vez. Venga, haz que me corra. Laura basculó las caderas y se inclinó hacia delante. Obediente, pasó la lengua del ano a la vagina, intentando penetrarla también. El ojete se le quedó pegado a la punta de la nariz, como para no dejarla olvidar su ignominia. Dócilmente, con una avidez que hacía un momento le resultaba impensable, hurgó con la lengua entre los pliegues de carne viscosa con sabor a ostras, recorriendo una y otra vez el surco entre la vagina y el clítoris, mientras el flujo de Laura le encharcaba la cara y descendía en gruesos goterones por sus mejillas. Se entregó a su labor con esmero, en ningún momento se le ocurrió escatimarle el placer a Laura. El goce de los demás era un deber sagrado para las que eran como ella. Y entonces, inesperadamente, un contacto húmedo sobre su propio sexo le anunció que Laura iba a devolverle el favor. Laura le agarró los muslos y la obligó a levantarlos y abrirlos para ofrecerse mejor a las atenciones de su lengua. La lengua de Laura encontró su propio botón de placer, despertándole destellos de goce en todo el cuerpo. Apasionadamente, se volcó en devolverle el favor. Su lengua ávida, ansiosa, volvió a encontrar el clítoris, lo rodeó, lo acarició, lo titiló y fue como si se lo hiciera a sí misma, porque Laura le correspondía inmediatamente con lo mismo. Laura se detuvo para emitir gemidos de placer que reverberaron dentro de su sexo, al tiempo que apretaba el pubis contra su cara. Haciendo caso omiso del cansancio de su lengua, Cecilia se esforzó por seguir estimulándola mientras Laura se corría. Cuando cesaron las sacudidas del cuerpo de Laura, pensó que todo había acabado. Pero se equivocaba. Laura se incorporó un poco, dejando de aprisionarle la cara con el pubis, y volvió de inmediato a trabajar sobre ella, lamiéndole el coño con el mismo esmero que antes había puesto ella. Sintió acercarse el clímax mientras contemplaba a un palmo sobre su nariz el coño y el ojete a los que acababa de rendir pleitesía. Luego las oleadas de su propio orgasmo la hicieron cerrar los ojos y sacudirse en convulsiones de placer. * * * Laura gateó hasta su lado, se tumbó sobre ella metiendo una rodilla entre sus piernas, y la besó apasionadamente. Cecilia olió su propio coño en los labios de Laura. Le gustó, era un olor dulce, a canela. Estuvieron abrazadas un rato, recuperando la respiración. Luego Laura rodó a un lado con un suspiro de satisfacción y una risita de alegría. ‑Qué maravilla, ¿verdad? ‑le dijo. No respondió. Se quedó mirando al techo, cada vez más asombrada al darse cuenta de lo que acababa de ocurrir. Acabo de hacer el amor con Laura. ¡Increíble! Laura se levantó de la cama. Llevaba sólo puestas las medias y el liguero. Le pareció más hermosa que nunca: las líneas rectas de su espalda, los hoyuelos en sus caderas, las nalgas blancas, redondas, enmarcadas por las tiras del liguero. Laura encontró su bolso sobre la mesa de diseño, sacó de él una cajetilla verde de cigarrillos mentolados y un mechero. Encendió un pitillo mientras se volvía a acostar junto a ella. Tomó una calada profunda y lanzó una columna de humo hacia el techo. ‑¿A que ha estado bien, eh? ‑le dijo rodando a un costado para mirarla‑. ¿Ves? Ya te decía yo que nos lo íbamos a pasar pipa. Ahora seguro que volveremos ser amigas. Eso la sacó de su estupor. Ella también se volvió de lado para mirar a Laura a la cara. ‑No, Laura, no volvemos a ser amigas ‑le dijo, irritada por su presunción‑. Me he sometido a ti por obedecer a Julio. No quieras ver nada más en lo que acaba de pasar. La expresión risueña se borró del rostro de Laura como el sol que se esconde detrás de una nube. Volvió a ponerse de espaldas mirando al techo, dando un par de caladas lentas al cigarrillo. ‑¡Sí, claro, ya veo! Eso es lo que me dijiste al principio ‑dijo con voz calma pero no exenta de una cierta amargura‑. Que lo haces por Julio. ¡Siempre es por Julio! Cecilia se arrepintió de haberle dicho eso, en ese tono. Laura seguía mirando el techo, pensativa. Es verdad que me lo he pasado bien… ¡Qué pena! Teníamos buen rollito después de hacer el amor y ahora me lo he cargado. ‑Pero sí que es verdad que ha estado bien ‑dijo esbozando una sonrisa para intentar arreglar las cosas‑. Lo que no entiendo es… ¿a ti te gustan las tías, Laura? Laura volvió la cara hacia ella mirándola severamente. ‑Pero bueno, ¿no te he dicho que me trates de usted y que te dirijas a mí como señorita? Alargó la mano y le dio dos fuertes azotes en el culo, que la tomaron enteramente por sorpresa. ‑Como me vuelvas a faltar al respeto te daré un castigo mucho más severo ‑recalcó Laura. Cecilia se frotó la nalga, más dolida por la crudeza del acto que por los golpes en sí. ‑Perdone, señorita ‑dijo frunciendo el ceño‑, pero es que pensé que ya habíamos terminado. Cuando acabo una sesión con Julio, volvemos a tratarnos de forma normal. ‑Aquí no hay sesión que valga. Todavía llevas puesto tu collar de sumisa ¿no? ¿O acaso te lo quitas después de follar con Julio? ‑Últimamente no. Soy su sumisa todo el tiempo. ‑Pues conmigo es lo mismo.
- Caning hasta el orgasmo
Varazos en el culo llevan a Cecilia a un final inesperado Cecilia se arrodilló delante de Julio, inclinando la cabeza y separándose el pelo del cuello para que él le pusiera el collar. Julio hincó una rodilla en el suelo delante de ella, le puso el collar y tiró de la anilla para forzarla a levantar la cara y mirarlo. Los ojos de Julio la sondearon, desenmarañando cada una de sus emociones: el enfado del que no había conseguido deshacerse del todo, su culpa por sentirlo, su deseo de ser castigada. ¿Era verdad que la estaba leyendo como un libro abierto, o era sólo su imaginación? La expresión de Julio era seria, comprensiva. Volvió a tirar de la anilla del collar y la besó en los labios; un beso suave pero largo y apasionado. Julio la cogió de la mano para hacerla ponerse de pie y la abrazó. -Dame fuerte, Julio -le dijo al oído-. No te cortes ni un pelo. -¿Por qué? ¿Necesitas que te castigue? -Necesito algo que me saque del mal rollo que tengo en la cabeza. Necesito dolor. Y si lo quieres ver como un castigo, tampoco me importa. -Vale, pues voy a poner música adecuada. Julio fue al tocadiscos y se puso a buscar entre los LPs. -¿Qué vas a poner? Julio sonrió, enseñándole la portada del disco que había elegido. Mostraba a un hombre con pelo largo y con una flauta travesera aún más larga, con una rodilla levantada en ademán de bailar. Grandes letra rojas decían Jethro Tull. -My God -dijo Julio. -¡Perfecto! -dijo ella, aplaudiendo silenciosamente. Julio cogió la vara. Estaba hecha de ratán, una madera dura y flexible especialmente apropiada para la disciplina inglesa. Julio apartó las sillas de la mesa. Ella se colocó en la posición prescrita: las manos y los antebrazos sobre la mesa, las piernas bien derechas, el culo en alto. Sonaban los acordes de guitarra con los que empezaba la canción. -Van a ser una docena… Más si te levantas de la mesa. -Ya lo sé, Julio. Lo hemos hecho un montón de veces. Se le había escapado la irritación y la rebeldía que aún llevaba dentro, lo que seguramente incitaría a Julio a bajarle los humos. Oyó zumbar la vara en el aire. Sintió el dolor lacerante del primer golpe cruzándole el trasero. Involuntariamente, arqueó la espalda y levantó la cabeza, los ojos cerrados, el rostro contraído de dolor. El dolor siempre es nuevo. Siempre te sorprende. -Te veo un poco altanera esta noche, Cecilia. Voy a tener que darte fuerte. -No me espero otra cosa de ti. Era una provocación. Hubo otro zumbido, otro surco ardiente apenas un centímetro debajo del primero. No se quejó, pero dio un zapatazo a la alfombra. ¡Joder, sí que duele! ¡Pero me lo merezco! -¿Todo bien, Cecilia? -Todo bien, Julio. Esperando el siguiente. El tercer golpe fue cruel, asestado en la sensible frontera entre la nalga y el muslo. Respiró hondo y se concentró en el dolor, negándose a huir de él, dejando que le recorriera todo el cuerpo. -Ese lo vas a notar cuando te sientes, cariño. Julio le pasó la mano suavemente por las nalgas, borrando con el contacto su escozor. Luego le dio dos golpes severos, muy seguidos, al tiempo que la guitarra eléctrica irrumpía en la canción de Jethro Tull con acordes tan desgarradores como la agonía que sentía. Pero ella ya había encontrado esa sintonía especial con el dolor que tanto ansiaba. Los siguientes golpes fueron cada vez más exquisitos. Todas sus sensaciones se agudizaban con el sufrimiento, sobre todo la música, que había adquirido una calidad infernal y divina al mismo tiempo. La guitarra eléctrica chirriaba con notas tan agudas como las laceraciones en sus nalgas. Se sentía desnuda e indefensa, sometida y humillada, pero eso la llenaba de una extraña energía que le calentaba el cuerpo por dentro. -¡Más fuerte, Julio! ¡Joder! -Si te pego más fuerte voy a romper la vara, cariño. Pero no te preocupes, que éste sí que te va a doler. Le pegó en los muslos, justo encima del borde de las medias, y era verdad que ahí dolía más. Dejó escapar un gemido de placer. -Te ha gustado, ¿eh? Pues esto aún te va a gustar más. Le volvió a pegar en el culo y enseguida después del golpe la embistió con su vientre para hacerla sentir la dureza de su erección. Inclinándose hacia delante, le dijo al oído: -Con ese van diez. Los dos últimos serán los más fuertes. No respondió, había perdido el habla. Pero no podía dejarle parar ahora. No quería abandonar el estado extático en el que se encontraba, en el que cada golpe la sumía cada vez más profundamente. Julio se separó de ella. Hubo un zumbido y un restallido al impactar la vara con la piel desnuda. Soltó un largo gemido. Luego, lentamente, se puso en pie. -No deberías haber hecho eso. Ahora te tendré que descontar el último golpe y darte dos más. Ella asintió y volvió a adoptar su postura, doblada sobre la mesa. Julio le dio un buen varazo. Movió las caderas de arriba a abajo con un vaivén sensual. Luego, acordándose de lo que debía hacer, volvió a levantarse, moviéndose despacio, como una sonámbula. Julio la agarró del pelo para mirarla a la cara. -¿A qué estamos jugando, Cecilia? Seguía sin poder hablar, pero Julio debió leer la respuesta en sus ojos. La derribó sobre la mesa en un gesto brutal y se puso a darle varazos, muy fuertes, muy seguidos, a los que su cuerpo respondía bamboleando las caderas al compás de los golpes. Julio debía conocer el calor creciente que la invadía, el dolor-placer que se le agarrotaba en lo más profundo del coño. Estaba cerca, muy cerca. La vara se ensañaba en ella, dejando surcos rabiosos desde lo alto del trasero hasta el borde de las medias en los muslos. El goce que le producía el dolor era de un rojo cada vez más encendido, hasta que súbitamente explotó en fulgurantes destellos de placer que le recorrían el cuerpo de arriba abajo. Se sintió convulsionar. Julio no dejó de pegarle hasta que su cuerpo se detuvo exhausto. Le flaqueaban las piernas. Julio la cogió en brazos justo antes de que se cayera al suelo.
- La ceremonia del té
Siguiendo las órdenes de Julio, su dominante, Cecilia le hace una vista a su novia Laura, quien le tiene preparadas algunas sorpresas. Pasaje de mi novela Amores imposibles. A las cinco menos diez, Cecilia salió del ascensor en el tercer piso, el corazón palpitándole furioso cuando se detuvo frente a la puerta del apartamento de Laura. Se preguntó por qué estaba tan nerviosa. Laura le había dicho que le tenía preparada una sorpresa. Y que le iba a gustar. Eso lo dudaba mucho. Quizás quería provocarla para hacerla pelearse con ella, forzándola a romper el trato que había hecho con Julio. Pero estaba firmemente decidida a no hacerlo, aunque tuviera que tragar con carros y carretas. Como le había ordenado Julio, llevaba zapatos sin tacón y una falda gris, sin medias a pesar del aire frío que corría por la calle. Sólo faltaba lo más importante. Sacó el collar de cuero del bolso y se lo puso. Posó el dedo en el timbre y lo mantuvo ahí unos instantes antes de decidirse a presionarlo. Enseguida se oyó un ruido de tacones apresurados en el interior. Se abrió la puerta. Laura estaba más radiante que nunca. Se había puesto un vestido de punto color crema, cortito y ajustado, medias blancas de encaje y zapatos de tacón, también blancos. Estás guapa como una princesa, Laura, pero en el fondo no eres más que una bruja. ‑¡Cecilia! ‑dijo Laura, sonriente‑. ¡Hola guapísima! Pasa... ‑Hola, Laura ‑se limitó a decir mientras se desabrochaba el chaquetón. Laura le plantó un beso en cada mejilla, le cogió el chaquetón y lo colgó en el perchero. Sonreía sin parar, pero sus gestos rápidos delataban un cierto de nerviosismo. Llevaba el pelo arreglado en perfectas ondas de ámbar, como si acabara de salir de la peluquería. Collar y pendientes de perlas completaban un atuendo elegante con un tema de blancura. Laura la cogió por las dos manos y no la soltó hasta llegar a la sala de estar. El póster enmarcado de la Sagrada Familia lo dominaba todo. En la mesa de café delante del sofá, Laura había servido esmeradamente el té: mantelito y servilletas impecables, dos tazas con sus correspondientes platitos, tetera humeante y un plato con pastas de aspecto delicioso, unas con guindas verdes o rojas, otras rebañadas de chocolate. Contempló todo con cierto alivio. ¡Así que eso es todo! Laura sólo quiere tomar el té conmigo, pretender que volvemos a ser amigas. Con un poco de suerte podré salir pronto de aquí, olvidarme de todo y decirle a Julio que lo he obedecido. ‑Voy a poner algo de música ‑dijo Laura acercándose al tocadiscos‑. ¿Te gusta Supertramp? ‑Sí, mucho. Laura cogió un disco en cuya portada se veía un piano cubierto de nieve perfilado contra un cielo azul. Lo conocía bien, se lo había comprado el verano pasado. ‑Ya lo suponía. A mí me gusta más la música en francés, pero ya sé que a Julio y a ti os gusta este tipo de rock. Quiero que estés a gusto, como en tu casa. Siéntate, por favor. Laura le sonreía de forma amigable, pero en sus maneras había una cierta afectación que antes no había visto nunca en ella. Le hacía las visitas como se le hacen a un extraño, a una persona de la que se quiere obtener algo, no a una vieja amiga. Empezó a sonar el primer tema del disco: Give a little bit. Tradujo la letra en su mente mientras se sentaba en una esquina del sofá: alguien pedía un poquito de su tiempo, un poquito de su vida, un poquito de su amor… ¿Por qué había que andar siempre mendigando amor? Laura se había sentado en la otra esquina del sofá y la miraba atentamente. Cecilia se dio cuenta de que apenas había abierto la boca desde que entró en su casa. ‑¿Qué quieres conmigo, Laura? ‑¡Pues qué va a ser, que volvamos a ser amigas! Además, te tengo preparadas un par de sorpresitas que seguro que te van a gustar. ¡Verás qué bien nos lo vamos a pasar esta tarde! Creyó detectar un cierto tono de sarcasmo en su voz. ‑Amigas, ¿eh? Mira, te quiero dejar una cosa bien clara desde el principio. Sólo te la voy a decir una vez, para que luego no digas que me pongo borde. No somos amigas, Laura, ni lo vamos a ser nunca. ¿Está claro? El rostro de Laura se descompuso un instante. Luego su expresión se volvió seria, pensativa. ‑Sí, está claro ‑dijo con voz queda‑. Espero que pronto cambies de opinión. Hasta entonces, por favor, no me vuelvas a decir eso. Destapó el azucarero. ‑¿Cuántas cucharadas quieres? ‑Dos, por favor… He venido porque Julio me lo ha mandado. Sólo por eso. Laura le sirvió el azúcar en el té. ‑Sí, ya lo sé. Veo que llevas su collar, y eso significa que estás aquí siguiendo sus instrucciones. Sé que para ti es muy importante obedecerlo. ‑¿Qué te ha contado Julio de lo que hemos estado haciendo? Laura le clavó sus ojos azules de hielo. ‑Me lo ha contado todo, Cecilia. ¿Te apetecen unas pastas? ‑añadió, ofreciéndole el plato. Cecilia cogió un pastelito con una guinda verde y lo mordisqueó, pensativa. Estaba muy rico. ‑Así que te lo ha contado todo… ¡Para variar! Siempre te las arreglas para enterarte de mis intimidades, Laura. Supongo que tendré que acostumbrarme. ‑No te preocupes, Cecilia, que Julio no te volverá a dejar. Claro que tienes que portarte bien y cumplir tu parte del trato: ser respetuosa y obediente conmigo. ‑¿Obediente? ¡Nada de eso! El trato era que te trataría con respeto, nada más. ‑¿Acaso no te dijo que me obedecieras cuando te llamó el lunes? ‑Es posible… ‑reconoció. La cosa empezaba a tomar un cariz que no le gustaba nada, pero no quería llevarle la contraria a Laura. Laura le puso la mano en la rodilla. ‑Pues ya sabes, querida, tendrás que aguantarte y obedecerme. Pero no te preocupes, que no voy a ser muy mala contigo. Si te portas bien, claro. ‑¿Qué me vas a hacer, si se puede saber? ‑Eso ya lo irás viendo conforme avance la tarde. Por ahora, trátame con educación y respeto. No, no voy a pedirte que finjas ser mi amiga, pero tampoco quiero contestaciones airadas, ni silencios solemnes, ni caras largas. ¿Vale? ‑Vale. Cecilia suspiró, viendo esfumarse sus esperanzas de que todo aquello acabara pronto.. * * * Laura cogió delicadamente su taza de té por el asa y bebió un sorbo. La volvió a mirar fijamente por encima de la taza. ‑Pues entonces, si no te importa, me gustaría ver tu diario. Y no me vengas con disculpas, sé que lo tienes en el bolso. Julio te mandó traerlo. ‑¿Qué? ¡Pues claro que me importa! Ese diario es algo íntimo entre Julio y yo. ‑No, Cecilia, estás muy equivocada… Mira, te lo demostraré. Se levantó, abrió un cajón, sacó unos papeles y se los dio. Cecilia fue pasando las páginas sin poder dar crédito a sus ojos. ‑Las reconoces, ¿verdad? Son copias de tu diario. Si Julio no quisiera que lo leyera no me las habría dado ¿no? Sintió que se abría un abismo bajo sus pies. ¿Cómo podía Julio haberle hecho eso? ¿Cómo podía haberla traicionado así? Le había prometido que nadie más leería el diario. Se levantó, vacilante. Sólo podía pensar en una cosa: salir corriendo de allí y no volver a ver ni a Julio ni a Laura en su vida. Cogió el bolso y se dirigió apresuradamente a la puerta. Empuñó el picaporte para abrir, pero se detuvo. Recordó lo que se había prometido a sí misma antes de entrar allí: que tragaría sapos y culebras, pero haría lo que Julio le había pedido. * * * Volvió a la sala de estar. Laura tenía la cabeza entre las manos, los dedos hundidos en el pelo, los ojos perdidos en su taza de té. Levantó la vista con expresión de alivio cuando la vio volver. ‑Muy bien, vamos a jugar a este juego hasta el final ‑dijo dejándose caer en el sofá‑. No me gusta nada lo que habéis hecho, pero me voy a quedar aquí hasta saber exactamente lo que os traéis entre manos. Laura le sonrió, volvió a acariciarle la rodilla. ‑¡Pero si ya lo sabes! Es lo mismo que venías haciendo con Julio todo este tiempo, sólo que ahora has visto que yo también estoy en el ajo. Verás cómo no es tan terrible como te parece, no te arrepentirás. Venga, ¿me vas a dar el diario, o no? Lo sacó del bolso con dedos temblorosos y se lo dio a Laura. ‑Total, ya lo has leído ‑dijo con fingida indiferencia. ‑Algunas partes no... Laura deshizo el broche y abrió el diario por la primera página, la que había sido mojada con sus lágrimas y manchada con su sangre. Los párrafos a continuación, en su puño y letra, contaban en detalle lo ocurrido en aquel hostal de Toledo. Laura se detuvo brevemente a contemplarla, luego pasó varias páginas hasta llegar a lo último que había escrito. ‑¡Ah! ¿ves? Esta parte aún no la había leído. Sírveme más té, por favor. Cecilia le llenó la taza. ‑Gracias ‑le dijo Laura, y se sumergió en el diario, bebiéndose el té en pequeños sorbos. * * * Cecilia se acabó su taza de té y se comió un par de pastas, sin saber muy bien qué otra cosa hacer. No se atrevía a interrumpir a Laura en su lectura. ‑Anda, quítate las bragas ‑le dijo Laura en tono casual, sin dejar de leer. ‑¿Qué? Laura levantó la vista y la miró intensamente. ‑Me has oído perfectamente: quiero que te bajes las braguitas. Sin rechistar. ¡Me está dominando! La muy cabrona me quiere dominar. ¡Y encima lo está haciendo muy bien! Bueno, vamos a ver hasta dónde es capaz de llegar. Cecilia se incorporó un poco para bajarse las bragas bajo la falda. Todavía le temblaban las manos. Laura la miraba ocasionalmente de reojo. Las deslizó piernas abajo. Luchó un momento para desengancharlas de los zapatos. ‑Ponlas aquí, sobre la mesa ‑Laura apartó la tetera y el plato de pastas para hacer un hueco justo en el centro de la mesita de café. Cecilia tiró las bragas hechas una bola encima de la mesa. Laura la miró severamente. ‑No, así no. Extiéndelas, que se vean bien. Cecilia las estiró y las alisó sobre la mesa. Eran unas simples braguitas negras de algodón, nada de lencería fina, pero le gustaban. Daban una nota chocante en medio del lujoso juego de té. ‑¿Te gustan así? ‑Perfecto. Son muy monas. Laura volvió a sumergirse en la lectura, como si nada hubiera pasado. Cecilia no se atrevió a interrumpirla. Se sentía doblemente desnuda y vulnerable: por la ausencia de ropa bajo su falda y al recordar las cosas íntimas que había escrito en las páginas que leía Laura. Cogió otra pasta y la mordisqueó. Comprendió que ésta no iba a ser una visita de cortesía, sino una prueba de degradación a manos de Laura. Iba a jugar con ella como un gato con un ratón. Curiosamente, la idea la llenó de una extraña excitación. Un temblor en las manos de Laura cuando pasaba las hojas traicionaba su nerviosismo. ¿O era también excitación? Finalmente Laura dejó el diario encima de la mesa, junto a las bragas. Cecilia alargó la mano para cogerlo, pero una mirada severa de Laura la disuadió. ‑Ya veo que quieres dominarme, pero no te va a ser tan fácil, tengo mucha experiencia en estas cosas. ‑Al final lo has comprendido ¿eh? Bueno, no te preocupes, creo que sabré estar a la altura de las circunstancias. Por lo pronto me lo estoy pasando muy bien, viendo cómo te retuerces preguntándote qué te voy a hacer. Sabiéndote desnudita bajo tu falda ‑señaló con un ademán a sus braguitas en medio de la mesa‑. ¿Otra pasta? ‑le ofreció el plato. Cecilia aceptó el dulce. Tenía que reconocerlo: a Laura no se le daba nada mal ese juego. ‑Gracias, están muy buenas. No te tenías que haber tomado tantas molestias por mí. ‑¿Te refieres al té y a que me he arreglado? ‑Laura le dirigió una sonrisa maliciosa‑. Bueno, tengo que confesarte que lo he hecho por mí. Me gusta hacer las cosas con estética, con elegancia. Mi estilo es muy distinto al de Julio. Él te trata con rudeza, casi con brutalidad. Yo creo que este tipo de actos perversos son más poderosos cuando se hacen con elegancia y refinamiento. En eso creo que puedo contar contigo, porque tú sabes muy bien como conservar tu dignidad, Cecilia. Es una de las cosas que más me gustan de ti. Lucharás por mantener tu dignidad y eso hará que lo que pase aquí esta tarde se mantenga siempre dentro del más estricto buen gusto. ‑Ya veo… ‑No pudo evitar esbozar una sonrisa. Tenía que reconocer que eso le gustaba. Laura había conseguido mantenerla en vilo, llevarla el límite para volver a atraerla cuando estaba a punto de saltar. Sí, hasta había logrado ponerla un poco cachonda. De todas formas, ahora que sabía de qué iba el juego, no pensaba ceder ante ella. Pero se dio cuenta de que Laura utilizaba su propia resistencia contra ella: al forzarla a estar siempre a la defensiva, cada cosa que conseguía se convertía en victoria para Laura y en humillación para ella. ‑¿Quieres más pastas? ‑No, gracias. ‑Entonces llévate todo esto a la cocina. Menos tus braguitas. Déjalas donde están, me gusta verlas. Laura volvió a coger el diario, mostrando claramente que no pensaba ayudarla. Cecilia apiló las tazas y los platos y se los colocó en el brazo, cogiendo también la tetera y el azucarero. Laura la miró de reojo. ‑No lleves todo a la vez, se te va a caer algo. ‑He sido camarera ‑le respondió desafiante. ‑¡Ah sí, claro! Se me había olvidado ‑dijo distraídamente. Volvió su atención al diario. Metió las tazas en el fregadero y colocó la tetera y el plato de dulces en mitad de la mesa de la cocina. Cogió una de las pastas que quedaban y la mordisqueó, pensativa. Caer en la trampa que le habían preparado Julio y Laura se le antojó tan dulce como la pasta que se estaba comiendo. La tentaba una extraña mansedumbre, un deseo de dejarse llevar por lo que fuera que habían planeado hacerle. * * * ‑Cecilia, ¿qué haces? ‑la llamó Laura desde la sala de estar‑. Ven aquí, que te tengo que enseñar una cosa. La esperaba de pie junto al aparador. Abrió un cajón y sacó un cepillo para el pelo. ‑¿Te acuerdas de esto? ‑le dijo haciéndolo girar frente a su cara. Claro que se acordaba. Perfectamente. El darse cuenta de lo que se avecinaba la hizo enmudecer de vergüenza. Un cosquilleo de anticipación le recorrió las nalgas. ‑Sí, claro. ¿Cómo no voy a acordarme? ‑dijo desafiante. ‑Te debió doler mucho, por lo que te quejabas. ‑Hay cosas que duelen mucho más que unos simples azotes en el culo. ‑¡Joder, no te pongas tan filosófica, qué me vas a estropear toda la diversión! ‑¡Pues mejor! Pero nada, tú a tu rollo. Si me quieres pegar con el cepillo, no te cortes. Ya sabes que no me puedo negar. ‑Pues sí, eso es precisamente lo que pienso hacer. Pero antes quería que supieras que voy a hacerlo precisamente con el cepillo que usó Julio. Estas cosas tienen un significado simbólico importante, ¿no crees? No es lo mismo que te pegue con este cepillo que con cualquier otra cosa. Sí, el simbolismo de las cosas era importante. Usar ese cepillo quería decir que Laura pensaba usurpar el papel de Julio como administrador de castigos. ‑Ya lo sé… ¿Pero por qué quieres pegarme? A ti no te gustan esas cosas. Tú no eres sádica. ‑Pues a lo mejor sí que lo soy. La idea de pegarte me fascina desde hace tiempo. Claro que también me daba reparo, me horrorizaba la idea de hacerle daño a nadie. Pero ya se me han quitado esos escrúpulos. Voy a ponerte ese culito tuyo tan rico rojo como un tomate. Se me mojan las braguitas de sólo pensarlo. Cecilia tragó saliva. Sabía muy bien que ese cepillo aplicado con dureza podía llegar a hacerle bastante daño. Desplegar su masoquismo conllevaba sentir una cierta rabia hacia sí misma, hacerse mansa y vulnerable. La idea de que Laura despertara esos sentimientos la sublevaba. ‑Bueno, ya vale ¿no? No te pases conmigo, Laura ‑le dijo en voz baja, queriendo sonar decidida‑. Ya has conseguido lo que querías: humillarme y meterme miedo. ‑¿Meterte miedo? ¿A ti? ¡Venga, Cecilia, no me vengas con esas! ¡Si tú no tienes miedo de nada! Y mucho menos de unos cuantos azotitos en el culete… No quiero hacerte daño, sólo comprobar lo masoca que eres. Quiero verte gozar mientras te pego. Algo de razón sí que tenía: ¿A cuento de qué venían esos lloriqueos delante de Laura? Tenía que demostrarle que era más fuerte que ella. Aguantaría el dolor y se volvería a casa con la cabeza bien alta. ‑¡Tú no tienes ni pajolera idea de esto, Laura! El que disfrute o no depende de quién me pega y por qué lo hace. Pégame si eso te divierte, pero déjame a mí que sienta lo que yo quiera. ‑¡Pero mira que eres cabezota, Cecilia! ¿Por qué tienes que hacerlo todo tan difícil? Bueno, a lo mejor encuentro la forma de que dejes de ser tan terca. ¡Anda, ven! La cogió por el codo y la condujo al sofá. Se dejó llevar dócilmente. Todo le empezaba a parecer irreal, como un sueño. Sus bragas y su diario seguían sobre la mesita. La había preparado bien: no tendría más que levantarle la falda para tener acceso a su trasero desnudo. ‑Quítate los zapatos. Se los quitó con los pies. Laura se sentó en el centro del sofá, empuñando el cepillo. Cruzó las piernas y se alisó el vestido sobre ellas. Se dio unas palmadas en el muslo. ‑Venga, échate aquí. Cecilia se arrodilló en el sofá a su derecha, llena de aprensión y vergüenza. Por un momento sus miradas se encontraron. El rostro de Laura reflejaba excitación y una cierta ansiedad. Resignada, se dejó caer sobre su regazo. Olió el perfume sutil a rosas que llevaba Laura, mezclado con el olor almizclado de su cuerpo. Las piernas cruzadas de Laura la obligaban a poner el culo en pompa. La mano de Laura presionó sobre sus caderas, obligándola a arquear la espalda para acentuar aún más esa postura ignominiosa. ‑Anda, súbete tú la falda ‑le ordenó Laura. Al parecer, Laura no iba a perder la menor oportunidad para humillarla. Cecilia apretó los dientes y enterró la cara en el sofá. Agarró la tela de su falda con los puños y se la subió hasta las caderas con un tirón airado. El aire frío en sus nalgas la hizo saberse expuesta. ‑¡Pero qué culete más rico tienes, Cecilia! No me extraña que tengas a Julio loquito. * * * Los dedos de Laura le rozaron la piel del trasero, acariciando con suavidad la piel desnuda, dibujando la curva provocativa de los glúteos. Se fueron volviendo más atrevidos, separándole las nalgas para descubrirle el ojete y el coño. Un dedo le entreabrió los labios, impregnándose en su humedad, que enseguida sintió mojándole el ano. Apretó las nalgas para poner fin a esa invasión denigrante. ‑No te gustan las caricias, ¿eh? Pues entonces tendré que empezar con los azotes. ¿Qué tal este? ‑Le dio un golpecito con el cepillo ridículamente flojo. ‑¿A eso lo llamas un azote? ¿Qué pasa, que estás de coña? ‑¡Hay perdona! ‑le dijo Laura con sarcasmo‑. Es que como soy una principiante no tengo ni idea de lo fuerte que hay que pegar. A ver éste… Demasiado tarde se dio cuenta de que había caído en la trampa. El golpe sonó como un chasquido por toda la habitación y despertó un aguijonazo considerable en su trasero. ‑¡Au! ¿No decías que no ibas a hacerme daño? ‑¡Ay, perdona! ¿Ves? Si es que no me doy cuenta de mi fuerza. No quiero pasarme contigo, sólo calentarte un poco el culo para que disfrutes y vayas comprendiendo quién manda aquí. Tú, que eres la experta en esto, tendrás que ayudarme a encontrar la fuerza justa. ‑No te cachondees de mí, encima de que me pegas. ‑Me cachondeo de lo que me sale de las narices. A ver éste… Le dio un golpe lo suficientemente fuerte para provocarle escozor, pero muy tolerable. ‑¿Qué tal? ¿Demasiado fuerte? ¿O lo justo? ‑Lo justo ‑admitió a regañadientes. ‑Pues a mí me ha parecido más bien flojito para una masoca consumada como tú… Pero vale, empezaremos así, porque quiero que esto dure un buen rato. Comenzó la función. Laura le propinó una serie de azotes rápidos, distribuyéndoselos bien por todo el culo. Eso hizo despertar la piel de sus nalgas, atrayendo su atención a ellas. Luego el ritmo se hizo más cadencioso y los golpes más severos, aunque aún soportables. Sentía claramente que Laura se concentraba completamente en la zurra que le estaba propinando. Cada golpe era como un mensaje que le transmitía. El culo desnudo de Cecilia, desplegado en pompa en todo su esplendor, se convirtió en el universo entero para las dos, cada una cumpliendo fielmente su cometido: golpear y encajar los golpes. La fuerza de los azotes subió un punto más y Cecilia respondió moviendo el culo de un lado para el otro, en un esfuerzo tan fútil como inevitable por esquivar los golpes. ‑¡Ah! Ya empiezas a menear el culo, ¿eh? ‑le dijo Laura sin dejar de pegarle. ‑Ya me había hablado Julio del baile de los azotes. ¡Venga, baila un poquito para mí! ¡Y qué remedio me queda, Laura! A ver si así te quedas satisfecha de una puta vez y dejas de atizarme. ¡Dios mío, que indignidad que me estés haciendo esto precisamente tú! Y qué bien me pegas, condenada, has cogido el puntito que me pone cachonda. La verdad es que esto tiene un morbo que te cagas, que me castigue alguien a quién le tengo tanta tirria. Me gustaría darme por vencida, poder abandonarme y disfrutar de esta paliza que me estás dando, como cuando me pega Julio. ¿Y por qué no? ¿Acaso no es eso lo que a él le gustaría? ‑Vale, tú ganas. Me rindo. ‑¿Qué? ‑Laura sonaba asombrada. Los golpes cesaron. ‑He dicho que tú ganas. Que me rindo. ‑¿Por qué dices eso? ¿Te crees que así voy a dejar de pegarte? ‑¡Qué va! Ya sé que esto va para largo ‑dijo jadeando un poco‑. Estoy cansada de resistirme, así que voy a permitirme ser masoca. Eso es lo que querías ¿no? * * * Laura soltó una risita de triunfo. ‑¡Sí, eso es precisamente lo que quería oír! Me alegro mucho que hayas cedido tan pronto, pensé que esto iba a ser una larga batalla y la verdad es que no quiero hacerte mucho daño. Ya te lo dije: quiero que nos lo pasemos bien las dos. Pero antes de seguir con la diversión tenemos que aclarar un par de cositas entre nosotras. ‑Muy bien, pues hablamos de lo que tú quieras. Empezó a levantarse, pero Laura se lo impidió poniéndole la mano en la espalda. ‑No, tú te quedas ahí. Tu culete y el cepillo van a ser parte de esta conversación. ‑¿Qué quieres decir? ‑dijo relajándose con resignación sobre el regazo de Laura. ‑Hay varias cosas que nunca has comprendido, Cecilia. Creo que el cepillo te ayudará a metértelas en la cabeza. Para empezar vamos a hablar de lo borde que te pusiste conmigo cuando te llamé por teléfono después del ataque de Luis. Me quedé muy dolida, de verdad. Estuve dándole vueltas sin entender cómo podías ser tan ingrata conmigo, después de todo lo que hice para ayudarte. ‑¿Ayudarme? ¡Pues total, para lo que sirvió! ‑¡No me contestes, escúchame! Yo creo que sí sirvió. Pero lo que quiero es que reflexiones sobre esas cosas tan feas que me dijiste por teléfono. Así que con cada golpe de cepillo vas a repetir “por borde”, a ver si así se te mete en la cabeza que me tienes que tratar con más respeto. ‑Bueno, como comprenderás yo también… ¡Au! El golpe la pilló en mitad de la frase. Era considerablemente más fuerte que los que le había dado hasta entonces. ‑Ahora tienes que decir “por borde”, Cecilia. No me hagas repetírtelo, que no me gusta. ‑Por borde ‑dijo obediente, sólo para ser recompensada con otro severo azote. ‑Otra vez. ‑¡Por borde! ‑volvió a decir. ¿Y qué te esperabas, que íbamos a seguir de rositas después de que me robaste el novio? ‑¡Ay! ¡Por borde! Y hoy he estado de lo más educada contigo… ‑¡Por borde! Bueno, menos cuando te dije que te detestaba… ‑¡Por borde! ¡Au! ¡Joder, estos azotes no son como los de antes! ¡Pican un montón! ‑¡Por borde! ¡Vale, sí, lo reconozco, a veces me he puesto muy borde contigo! ‑¡Por borde! Laura se detuvo. ‑Muy bien. Ahora me vas a pedir perdón. ‑Sí… Perdóname por ponerme tan borde contigo ‑se extrañó de lo sincera que le salió la disculpa. ‑Muy bien, estás perdonada por eso. Pasemos al asunto siguiente… ‑¿Qué? ¿Aún hay más? ‑dio alarmada. Los azotes combinados con sus profesiones de culpa eran un castigo tremendamente efectivo. ‑Sí, también está el tema de tus celos, que tanto te ha perjudicado. Así que ahora vas a decir “por celosa” con cada azote. No creo que eso te quite los celos, pero a lo mejor sirve para que te des cuenta del daño que te hacen. Así que… ¡toma! ‑¡Au! ¡Por celosa! ¡Pero si eso ya lo sé, Laura! ‑¡Pues no se nota! Si no fueras tan celosa hubiéramos compartido a Julio hace un año. ¡Mira que eres tonta! ¡Toma! ‑¡Ay! ¡Por celosa! ‑Y a lo mejor hasta te hubieras corrido ese día que hicimos el amor los tres. ¡Toma! ‑¡Por celosa! Tienes razón ¿pero cómo lo iba a saber? ¡Por celosa! ¡Qué más quisiera yo que poder quitarme los celos! ¡Ay! ¡Por celosa! Otros pensamientos se los guardó para sí: ¿Pero cómo no voy a estar celosa si te casas con Julio? ‑¡Por celosa! ¿Cómo no me va a dar rabia la forma traidora con que me lo quitaste? ‑¡Por celosa! Eso no lo puedes cambiar por muchos azotes que me des con el cepillo… ‑¡Ay! ¡Por celosa! ‑¿Buen castigo, eh? Te lo mereces, Cecilia, a ver si dejas ya de hacer tonterías. ‑¡No he hecho tonterías! ‑gimió‑. Has sido tú la que me has quitado a Julio, y encima me pegas. ¿No te basta con el daño que me has hecho? ‑¡Pero mira que eres tozuda! A ver si aclaramos esto de una puta vez: yo no te he quitado a Julio. Te apañaste tú solita para perderlo. Y mira que yo intenté que volvierais, pero no, no hubo manera, porque sois los dos un par de cabezotas. ¡Y encima me echas la culpa a mí! Te lo ganaste a pulso, Cecilia, por mentirosa y por imbécil. Así que te vas a llevar más azotes y vas a decir eso: “por imbécil”. A ver si se te mete en la cabeza. El cepillo volvió a comunicarle sus mensajes punzantes, y ella, obediente, comenzó la nueva letanía. ‑¡Por imbécil! Desde luego, porque hace falta ser imbécil para apuntarse a la paliza que me estás dando, Laura. ‑¡Por imbécil! ¡Sí que fui una imbécil, dejando que te llevaras a Julio! ‑Te dije que lo compartiéramos, pero tú preferiste cogerte una pataleta. ¡Toma, por tonta! ‑¡Ay, sí! ¡Por imbécil! ‑Y luego, encima, se te ocurre la genialidad de hacerte puta. ¿Qué me dices de eso? ‑De eso sí que no me arrepiento. ¡Au! ¡Por imbécil! ‑No es que te lo eche en cara, Cecilia, pero si lo que querías era recuperar a Julio, no lo pudiste hacer peor. Fue entonces cuando me pidió que me casara con él. ¿Qué, te mereces otro azote? ‑Sí, me lo merezco… ¡Por imbécil! A ver si de ésta aprendo. ‑¡Así me gusta! Espero que esto te sirva de lección. La cosa no acaba aquí, por supuesto. ¿Qué quiere Laura de Cecilia? ¿Qué le ha dicho Julio a Cecilia para que tenga que obedecer a Laura? Para adivinarlo, lee Amores Imposibles.
- El arte de la follada mental (mind-fucking)
Cómo el dominante manipula la mente de la sumisa en el BDSM ¿Qué es mind-fucking? Quizás hayas escuchado la expresión en inglés "mind-fucking" y te preguntes qué es. Literalmente, significa "joder la mente", así que una traducción al español podría ser "follada mental" o "polvo mental". ¿"Chingada mental" para los mexicanos? Mejor que inventarme una traducción que quizás no le guste a la gente, usaré el término inglés en este artículo. Mind-fucking se refiere a prácticas bien establecidas en técnicas de interrogatorio, en la escritura de novelas y películas, el abuso de personas bajo la influencia de las drogas y en el BDSM. En muchas ocasiones, el mind-fucking no es ético. Puede ser una forma de tortura psicológica o de manipular a las personas en relaciones o sectas. Pero también se puede utilizar de forma lúdica para el entretenimiento en novelas y películas. Definiría el mind-fucking como una manipulación psicológica que utiliza el engaño, la confusión, la sobrecarga sensorial, bromas, predicamentos y tareas agotadoras para alterar el sentido de la realidad de una persona. Luz de gas (“gaslight”) es una forma particular de mind-fucking en la que a alguien se le hace cuestionar su cordura a través de mentiras o información errónea. Es una forma de abuso y manipulación emocional. Mind-fucking en el BDSM En BDSM, el mind-fucking consiste en juegos mentales que el dominante juega con la sumisa, entretejiendo una fantasía colectiva que lleva la sumisa a un estado de derrota y rendición. Siempre debe hacerse con el pleno consentimiento la sumisa y de tal manera que no perjudique su seguridad física y mental. Un mind-fucking suave forma parte de muchas sesiones BDSM y es bastante seguro. Sin embargo, un mind-fucking elaborado y prolongado que afecte la psicología de la sumisa debe considerarse un juego extremo y debe realizarse con precaución. El BDSM abarca las ataduras (“bondage”), la dominación-sumisión y el sadomasoquismo. El mind-fucking es más propio de la dominación-sumisión, pero también puede ser parte del sadomasoquismo y el bondage. Para simplificar las cosas, en este artículo me referiré a los participantes como “el dominante” y “la sumisa”, aunque estos términos no son los apropiados para el sadomasoquismo y el bondage, y los roles BDSM pueden darse en todas las combinaciones de géneros. Considero que el mind-fucking es una de las actividades más difíciles del BDSM, porque requiere una enorme creatividad y un conocimiento íntimo de la sumisa por parte del dominante. Mind-fucking no es tanto algo que el dominante le hace a la sumisa como algo que crean juntos. Sin la colaboración voluntaria de la sumisa, todo el proceso fracasaría. ¿Por qué se practica el mind-fucking? Quizás te preguntes por qué puede querer alguien ser manipulado mentalmente por otra persona. Hacer trucos con la mente de la sumisa puede ser una experiencia de poder para el dominante, pero ¿por qué iba a aceptar esto la sumisa? ¿Acaso el dominante usa el compromiso de la sumisa de obedecerlo para obligarla a someterse al mind-fucking? Al contrario: la motivación para hacer mind-fucking a menudo proviene de las sumisas. Éstas son algunas de sus razones: Las sumisas quieren ser llevados a una realidad alternativa en la que se ven envueltas por el poder del dominante y experimentan un estado de sumisión más profundo. Muchas sumisas explican que tienen mentes hiperactivas que nunca se callan, lo que lo puede conseguir un buen mind-fucking. También pueden tener un ego poderoso y arrogante, que puede ser derrotado por el mind-fucking. Paradójicamente, esto les trae una sensación de liberación y paz. Un buen mind-fucking también puede inducir catarsis: una experiencia de limpieza emocional en la que las emociones y los traumas reprimidos se liberan en forma de llanto, risa o gritos. Mind-fucking puede ser una forma de inducir el espacio de sumisión, un estado alterado de conciencia en el que las sumisas se sienten eufóricas, relajadas y en paz. Para algunas sumisas experimentados, el mind-fucking es un camino de autodescubrimiento, curación y transformación. El mind-fucking saca a la luz hábitos emocionales ocultos y defensas del ego que necesitan ser entendidos y gestionados. Para los dominantes, el mind-fucking es sin duda una experiencia de poder. Sin embargo, también quieren brindarles a las sumisas una experiencia agradable y ayudarlas a lograr la catarsis, la curación y el autodescubrimiento. ¿Sirve el mind-fucking para llegar al espacio de sumisión? No deberíamos dar por sentado que el mind-fucking inducirá el espacio de sumisión; al menos no el espacio de sumisión mediado por endorfinas que produce una sensación de flotar y relajación. Este tipo de espacio de sumisión requiere que la sumisa se vuelva pasiva, mientras que la mayoría de estos juegos mentales la involucran activamente al exigirle que tomen decisiones, imagine lo que sucederá a continuación, adivine lo que está haciendo el dominante o realice una tarea intelectual. Aun así, estas actividades pueden inducir un tipo diferente de espacio de sumisión en el que el dolor es inhibido por la liberación de norepinefrina en el cerebro y de adrenalina en la sangre. Este espacio de sumisión se caracteriza por un mayor estado de alerta y sentimientos de miedo y sorpresa. A diferencia de otras actividades BDSM, es posible que el mind-fucking ni siquiera inhiba el dolor, sino que lo aumente. El sumisa puede volverse más sensible y frágil emocionalmente. De hecho, éste podría ser uno de los objetivos del mind-fucking. Sin embargo, el mind-fucking puede servir como un primer paso para romper algunas barreras a la inducción del espacio de sumisión de endorfinas. Como mencioné antes, muchas sumisas están demasiado tensas, preocupadas por su imagen o tienen mentes hiperactivas. Un mind-fucking al comienzo de una sesión podría agotar sus mentes y conseguir que se dejen llevar. A continuación, voy a describir algunas estrategias que se pueden usar para el mind-fucking en el BDSM. Juegos de decepción Websites como Ontario Kink, Fetish.com, Kinky Craft and Kinky World describen el mind-fucking como juegos de decepción o engaño que llevan a la sumisa a creer que le están haciendo algo que en realidad no sucede. Un ejemplo que dan muchos de estos sitios es hacer creer a la sumisa que está siendo marcada con un hierro al rojo. Se les enseña el hierro de marcar en las brasas. A la sumisa se le vendan los ojos y se le toca la piel con hielo, quizás mientras se sumerge el hierro candente en agua para que emita el siseo característico. La sumisa grita de dolor, pensando que acaba de ser marcada. No estoy seguro de si esto puede funcionar en realidad. El marcar con un hierro candente es una de las formas más extremas de BDSM, por lo que no sería ético hacerlo sin el consentimiento de la sumisa. Y éste es un consentimiento que hay que darlo después de ser informado y de haber reflexionado durante algún tiempo, ya que la marca es permanente. Además, el dolor por frío es bastante diferente del dolor por quemadura. Aun así, estoy dispuesto a creer que algunas personas son sugestionables hasta este extremo. Otro engaño puede ser un juego con cuchillos, usando un cuchillo romo en lugar del cuchillo afilado que se le mostró previamente a la sumisa. También se podría usar un líquido tibio y viscoso para hacerle creer a la sumisa que está sangrando, si tiene los ojos vendados, o agregando colorante rojo al líquido si no los tiene. El dominante también puede fingir estar enfadado o decepcionado con la sumisa, o ser cruel y sádico, para asustarla. Vagas amenazas Otro mind-fuck que se menciona a menudo son las amenazas vagas. Por ejemplo, decirle a las sumisas que serán castigadas de la peor manera posible. No se les dice cuál será el castigo, por lo que su imaginación hiperactiva comienza a generar ideas sobre lo que les va a pasar. A veces, se les puede dar una descripción del castigo en líneas generales para darle material de partida a la mente sumisa. Por ejemplo, el dominante podría decir que será castigada con “ataduras dolorosa” o “sexo horrible”. Sin embargo, éstas no deben ser amenazas vacías, porque entonces la sumisa aprenderá a no confiar en el dominante. Pero no pasa nada si el castigo real es menos severo de lo que se imaginó la sumisa, porque entonces se le puede culpar a su imaginación. A fin de cuentas, el dominante nunca dijo cuál iba a ser el castigo. Ilusiones y sobre-estimulación sensorial Otra forma de mind-fucking que se menciona con frecuencia son ruidos amenazadores, como el chasquido del cinturón en el suelo cerca de una sumisa desnuda y con los ojos vendados. En mi experiencia, un juego que puede inducir un potente espacio de sumisión es el hacer que varias personas toquen a una sumisa desnuda, atada y con los ojos vendados. La multiplicidad de estímulos táctiles y el tratar prestar atención lo que ocurre en diferentes partes del cuerpo conduce a una sobrecarga sensorial. Y encima está el problema de no saber quién te está tocando. Como dije antes, algunas personas usan hielo para crear la ilusión de una quemadura, pero tengo mis dudas sobre si esto es efectivo. Una forma mejor de simular una quemadura es usar capsaicina, la sustancia que hace que piquen los pimientos. La capsaicina activa los receptores de calor, haciendo que lo que normalmente se sentiría como un calor suave se sienta como una quemadura. No hay daño real en la piel, pero la sensación puede ir de leve a extremadamente dolorosa, dependiendo de la cantidad de capsaicina que se use. En el otro extremo está la privación sensorial. Vendar los ojos, combinado con tapones en los oídos y envolver el cuerpo en algo con un tacto neutro, puede conducir a un estado alterado de consciencia caracterizado por la ensoñación y la pérdida del sentido de la realidad. Al salir de ese estado, una persona se vuelve extremadamente sensible y emocionalmente vulnerable. Humillación y tareas vergonzosas La vergüenza es una emoción poderosa que puede usarse para el mind-fucking. Hay muchos tabúes sociales, como la desnudez y el excitarse sexualmente en público, que pueden usarse para alterar la mente. Ahí van algunos ejemplos: Una mujer con falda es obligada a quitarse las bragas en un lugar público. O se le bajan las bragas hasta la parte superior de sus muslos y se la hace caminar así. A un hombre se le hace ponerse lápiz de labios en público. Llevar un butt plug en público. Llevar puesto un vibrador que el dominante puede encender y apagar a distancia. A una sumisa tímida se le ordena cantar o contar un chiste vergonzoso. Ponerse ropa ridícula, o prendas demasiado sexys o reveladoras. Llevar orejas de conejo, orejas de perro o cola. Ser llevado con un collar y una correa, como un perro. Éstas son cosas que se hacen mejor en una fiesta quinqui u otro entorno seguro. No se debe poner a las sumisas en situaciones que puedan dañar su imagen social o profesional. Además, exponer a terceros a tus juegos pervertidos se considera una violación de su consentimiento. Cosas que le haces a tu pareja en público pueden despertar un trauma en otras personas. Tenga en cuenta que los extraños no tienen los medios para distinguir un juego pervertido de un abuso. Juegos de confianza A la sumisa se la pone en una situación vulnerable en la que tiene que confiar en el dominante para su protección. Esta vulnerabilidad puede provenir de un peligro o una situación vergonzosa que no es real. Una manera simple de inducir vulnerabilidad es vendarle los ojos en un lugar desconocido. La sumisa tendrá que confiar en el dominante para que la guíe. Para complicarle las cosas aún más, el dominante pude describirle algo que pasa a su alrededor que no es real. Poco a poco, puede guiar a la sumisa a una realidad alternativa llena de imaginarios peligros o recompensas. Por ejemplo, el dominante puede decirle a la sumisa que todo el mundo la está mirando, o que se ríen de ella. O puede decirle que alguien sexy no le quita el ojo. Juegos mentales Este tipo de juegos consisten en darle al sumisa una tarea mental para impedirle pensar en otra cosa. Esto ayuda a las sumisas que no pueden acallar sus mentes hiperactivas o que critican al dominante en su interior. Para obligar a la sumisa a poner toda su atención en la tarea, habrá un castigo que sufrirá inmediatamente si no la hace bien. He aquí un ejemplo. Se le ordena a la sumisa contar los golpes que recibe, empezando desde 100 y de 7 en 7. Los resultados son 93-86-79-72-65-58-51-44-37-30-23-16-9-2, que el dominante tendrá apuntados en una hoja para facilitar su tarea. La azotaina terminará cuando se la sumisa llegue a 2 en la cuenta, pero una equivocación hará que la cuenta vuelva a empezar por 100. Si realiza la tarea correctamente, la sumisa recibiría sólo 14 golpes. Sin embargo, los errores prolongarán considerablemente la azotaina. A medida que se acumula el dolor, se vuelve más difícil presar atención y resulta más fácil equivocarse, con lo que la tarea se puede volver eterna, llevando a la sumisa a la desesperación. Encima, la sumisa percibe los errores como un fracaso, y la prolongación de la paliza como un merecido castigo. Esto conduce a la pérdida de confianza en sí misma y a un estado de derrota. Hay que tener en cuenta que tareas mentales como ésta evitan que la sumisa entre en el espacio de sumisión, porque la liberación de endorfinas es incompatible con un estado de tensión y concentración mental. Por lo tanto, la sumisa trasero seguirá siendo vulnerable al dolor, volviéndose incluso más sensible si se siente fracasada y derrotada. Tareas imposibles En el ejemplo anterior, puede suceder que la sumisa sea completamente incapaz de realizar la tarea. El dominante puede aumentar la follada mental fingiendo que la tarea es fácil y que no hay ninguna razón para que la sumisa no pueda llevarla a cabo. Sigue azuzando a la sumisa diciéndole "lo puedes hacer" y "esto lo hace cualquiera". Éste es un elemento de luz de gas: el dominante engaña a la sumisa sobre la dificultad de la tarea. Otras tareas imposibles pueden consistir en encontrar un objeto bien escondido, en seguir un ritual elaborado, o en limpiar algo que es imposible de limpiar. La sumisa se llega a sentir como Sísifo empujando esa roca montaña arriba. Por supuesto, la sumisa puede darse cuenta de que la tarea es imposible. Intentarla de todos modos se convierte en una prueba de su sumisión y entrega al dominante. Este juego también enseña a las sumisas a aceptar el fracaso, lo que suele ser un bloqueo emocional en personas con profesiones exigentes. Humor El humor es una forma de mind-fucking que proporciona un escape emocional de la seriedad de la sesión. Hacer un giro en la sesión hacia lo gracioso puede servirle al dominante para rescatar al sumisa de su estado de desesperación antes de que le cause daño psicológico. Por ejemplo, volvamos al ejercicio de contar de siete que describí anteriormente. Puede suceder que llegue el momento en que quede claro que la sumisa no va a conseguir llegar hasta 2 y así terminar la azotaina. El dominante puede hacer un giro hacia el humor diciéndole: “¡Así no vamos a ninguna parte! Tal y como te he puesto el culo, mañana no vas a poder sentarte. Así que, como eres una inútil en las matemáticas, con cada golpe me vas a decir una cosa que requiera sentarte y que no vas a poder hacer.” Así el dominante tendrá una excusa para terminar la paliza remar después de unos pocos azotes más. Aun así, el mind-fuck continúa, ya que la gracia consiste en burlarse de la sumisa. Predicamento El predicamento consiste en poner al sumisa en una situación en la que tiene que elegir entre dos resultados desagradables. A veces, la elección en sí misma es engañosa, porque una de las opciones es mejor que la otra pero la sumisa no lo sabe. Aún más diabólico sería hacer que la elección que parece ser la mejor resulte ser la peor. Los predicamentos tienen más carga psicológica de lo que parece. Le dan a elegir a la sumisa pero, de hecho, la sumisa acaba por optar por hacerse daño a sí misma con una opción o la otra. Se ha descubierto que el dolor auto-infligido es un poderoso mecanismo de tortura. Estos son algunos ejemplos de predicamentos físicos: Se coloca a la sumisa a horcajadas sobre una barra colocada a una altura tal que la hace ponerse de puntillas para evitar una presión dolorosa en la entrepierna. A medida que sus pantorrillas se cansan, la sumisa se ve obligada a elegir entre dos formas de dolor, que van aumentando paulatinamente. Un bondage con un sistema de cuerdas que obliga a la sumisa a elegir entre un doloroso tirón en los pezones o un strappado de los brazos. Hacer que la sumisa elija entre dos castigos, cuanto más diferentes, mejor. Hacerla elegir entre placer sexual (por ejemplo, un vibrador en la entrepierna) y dolor (un objeto punzante o una posición incómoda en el bondage). Por supuesto, la sumisa inicialmente elegirá el placer, pero eventualmente la estimulación se volverá demasiado fuerte y tendrá que soportar el dolor. Los predicamentos también pueden ser psicológicos. Por ejemplo, tener que elegir entre disculparse con alguien que la desagrada ser castigada. Mind-fucking profundo La clave para un buen mind-fucking es encontrar los puntos de resistencia y los conflictos internos de la sumisa, y poco a poco hacerla enfrentarse con ellos. A menudo, el conflicto interno es tan fuerte que el sólo evocarlo provoca una fuerte reacción emocional. Ten en cuenta que estos conflictos serán los límites de la sumisa, aunque a veces ella no se dé cuenta de que lo son. Cuando un dominante los descubre, lo ético es hablar con la sumisa sobre ellos y averiguar si quiere enfrentarse con ellos en una sesión un tanto extrema. Todos tenemos conflictos emocionales. Miedos secretos. Traumas oculto. Cosas de nuestro pasado que no hemos resuelto. Sueños a los que hemos renunciado. Los practicantes del BDSM con suficiente experiencia a veces eligen afrontarlos en una sesión profunda de mind-fucking con un dominante de confianza. El mind-fucking profundo sería participar en un juego que intencionalmente sacaría a la luz nuestros demonios para que podamos exorcizarlos. Un dominante en una relación prolongada con una sumisa puede tener un conocimiento tan íntimo sobre ella que sabe dónde encontrar a sus demonios interiores. Es posible que los dos hayan creado un espacio íntimo donde se sientan seguros para explorar estos rincones peligrosos de la mente. Desde fuera, los factores desencadenantes no parecen gran cosa: una cierta postura, ponerse una prenda de ropa particular, pretender ser alguien, una frase pronunciada de cierta manera. A veces, es lo desconocido. Sabemos que hay algo ahí, acechando en los oscuros rincones de nuestra mente, pero no sabemos qué es. Esto requiere mucha atención y habilidad por parte del dominante. Necesita mantener una profunda empatía con la sumisa a lo largo de toda la sesión, tirando de sus hilos emocionales, listo para sacarla si hay problemas. Si se tiene éxito, este tipo de sesión puede conducir al autodescubrimiento y la auto-transformación. El mind-fucking es BDSM extremo Excepto en sus formas más leves y de corto plazo, el mind-fucking debe considerarse un juego extremo. Debe hacerse después de una cuidadosa negociación y con buen conocimiento de la salud mental de la sumisa. En el próximo artículo, exploraré en detalle los temas de consentimiento y seguridad en el mind-fucking. Copyright 2023 Hermes Solenzol.
- Mi niñez bajo el Opus Dei durante la dictadura franquista
A veces el privilegio y la opresión se combinan de forma extraña Como mi padre me arrastró pataleando al Opus Dei Cuando tenía siete años, mi padre me arrastró, llorando y pataleando por las escaleras, a un club infantil del el Opus Dei. Eran siete pisos, sin ascensor. Era como si mi persona progresista actual se hubiera encarnado en mi cuerpo infantil y se resistía a ir allí. Bueno, en realidad lo que pasó fue que había escuchado a mis padres decir que el Opus Dei me haría un niño bueno, y yo no quería ni oír hablar de eso. ¿Acaso no era ya lo suficientemente bueno? La rabieta se me pasó en el momento en que abrieron la puerta y me encontré cara a cara con Elías, un chaval de mi clase que se había convertido en mi mejor amigo. Y me hacían falta amigos, ya que un par de años antes mi familia se había mudado de Tenerife a Santiago de Compostela, después de pasar mis primeros cinco años en Roma. Con tanto cambio, estaba un poco desubicado. Así que dejé de llorar, me tranquilicé y le eché una ojeada al sitio. Esa fue la única vez que vi a Elías en aquel club del Opus Dei, el Club Senra. Supongo que sus padres no eran tan conservadores como los míos. El Opus Dei Mi padre sabía perfectamente qué era el Opus Dei: una organización católica conservadora que había adquirido un gran poder político en el régimen fascista del general Francisco Franco. Mi tío José Luís, el hermano menor de mi padre, era miembro numerario del Opus Dei y vivía en la sede de la organización en Roma. Los miembros numerarios deben vivir en castidad (es decir, no se les permite casarse ni tener relaciones sexuales), pobreza (dan sus ganancias a la organización) y obediencia (siguen las instrucciones de la organización transmitidas a través de su director espiritual). Sin embargo, lo hacen como un contrato con el Opus Dei y no como votos, como hacen los frailes. Mi padre era miembro supernumerario del Opus Dei, una categoría creada para personas casadas. Viven en castidad “dentro de su matrimonio”, pagan tributo a la organización y obedecen a su director espiritual, aunque con más libertad que los miembros numerarios. Ah, y tienen que ofrecer en sacrificio a su hijo mayor. Que en este caso era yo. Bueno, es broma. Lo que realmente sucede es que tienen que meter a sus hijos en clubes como el Senra, donde se los prepara y adoctrina. Luego, cuando cumplen los 14 años, se les pide que se unan al Opus Dei. Mis hermanos menores no escaparían a ese destino. Mis dos hermanos pronto se unirían a mí en el Club Senra. Mi hermana seguiría un camino diferente, ya que en el Opus Dei hay una estricta separación entre hombres y mujeres. Con el tiempo se convirtió en miembro numeraria, aunque no duró mucho dentro de la organización. La carrera de mi padre Ser miembro del Opus Dei le vino muy bien a mi padre. Era catedrático de Derecho Romano en la Universidad de Santiago. Para cuando me llevó al Club Senra, en 1964, ya era decano de la Facultad de Derecho. Tenía sólo 36 años. En 1968, las manifestaciones estudiantiles que comenzaron con los disturbios de mayo del 68 en París sacudieron a Santiago de Compostela, una ciudad pequeña llena de estudiantes. Por aquel entonces no era la capital de Galicia, sólo se sustentaba de su famosa catedral y de la universidad. Un grupo de estudiantes se encerró dentro del rectorado, negándose a salir a menos que se cumplieran sus demandas. Franco decidió que el rector de la universidad era demasiado blando. Era necesario poner a un hombre duro en su lugar. Ese hombre duro era mi padre. Mucho más tarde, mi padre me contó que su manera de lidiar con ese problema no fue enviar a la policía, como Franco esperaba, sino ofrecer a los estudiantes un lugar para reunirse en el Burgo de las Naciones, un conjunto de barracones que se había construido para albergar a los peregrinos durante aquel Año Santo. Yo tenía once años. Ser hijo del rector de la universidad me plantó de lleno en la clase alta de esa ciudad de provincias. Antes de mudarnos a Santiago, habíamos vivido con bastante humildad, primero en Roma y luego en La Laguna, en Tenerife. Pero ahora vivíamos sin pagar alquiler en un lujoso apartamento en el campus, rodeado de jardines y a pocos pasos de los bosques de pinos y robles de las afueras de la ciudad. El Club Senra Irónicamente, pertenecer al Club Senra era uno de mis mayores privilegios. En teoría, la función del era que los niños participaran en actividades como aeromodelismo, fotografía, montañismo, química, dibujo y electrónica. Las clases las impartían estudiantes universitarios e incluso uno de los profesores de mi colegio. Disfruté mucho haciendo aviones y saliendo al campo a volarlos. Al final acabé participando en todas las actividades. A medida que crecí, me invitaron a ir allí todos los días después del colegio para estudiar y hacer los deberes. Esas sesiones diarias de estudio eran interrumpidas por media hora de meditación, que consistía en la lectura de puntos de Camino, con largas pausas silenciosas entre punto y punto. Camino es un libro escrito por Monseñor Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei y ahora un santo. Consta de 999 puntos o párrafos cortos. Los más controvertidos (puntos 387-400) alientan a los miembros a practicar la “santa intransigencia” (una exhortación al dogmatismo), la “santa coerción” (“usar la fuerza […] para salvar la vida de aquellos que estúpidamente persisten en cometer suicidio del alma ) y la “santa desvergüenza” (poder declarar con valentía que uno es católico religioso). Esto os puede dar una idea de la naturaleza militante de la organización. De hecho, Camino se parece bastante al Libro Rojo de Mao, con sus 427 puntos. Una vez a la semana tenía que acudir a una entrevista con mi director espiritual, quien era miembro del Opus Dei, pero no sacerdote. La confesión con un sacerdote se hacía por separado. Si bien la confesión se mantiene estrictamente en secreto, el director espiritual tenía libertad para comunicar todo lo que yo le dijera a la jerarquía del Opus Dei. ¡Pero la sala de estudio era genial! Me encantaba la disciplina y el silencio estricto. Estaba rodeado de estudiantes universitarios a los que podía pedir ayuda sobre cualquier tema. Matemáticas, química, física… fuera lo que fuese pase, siempre tenía un experto a mano. Mis notas, que ya eran bastante buenas, mejoraron. Mi colegio, y problemas en la calle Sólo tenía un rival para ser el primero de la clase: mi amigo Elías. Era el favorito de mis compañeros: inteligente, deportista y un pelín rebelde. Yo era un empollón y un enchufado, el epítome del privilegio de la clase política. Todos vitoreaban a Elías cuando me ganaba. A mí no me importaba demasiado. A mí también me caía bien Elías, pero yo no podía ser como él, por mucho que me empeñara. No entendía nada de lo que pasaba a mi alrededor. Mis compañeros hablaban en clave de temas políticas que escapaban a mi comprensión. Los estudiantes luchaban en las calles con la policía. Durante la noche aparecían banderas rojas en los árboles, que quitaban enseguida. También borraban enseguida las pintadas con oscuros lemas políticos. Y mi padre hablaba por teléfono todas las noches, gritando órdenes sobre cómo controlar a los estudiantes. Algunos de mis compañeros me despreciaban, otros me adulaban, pero todos me temían a causa de mi padre. Incluso mis profesores. A mis compañeros de clase les pegaban regularmente, pero nadie se atrevía a tocarme. Yo vivía en un mundo de fantasía, leyendo ciencia ficción sin parar y enamorándome de la ciencia. Me empezaron a llamar el científico en el colegio. Improvisé un laboratorio de química en el desván, donde fabricaba bombas fétidas y algunos explosivos reales. Sabía lo suficiente de química y era lo suficientemente estúpido como para representar un peligro real. Afortunadamente, no llegó a pasar nada. Educado por el Opus Dei Pero el verdadero peligro, sin que yo lo supiera, era el Opus Dei. A medida que me acercaba a los 14 años, mi director espiritual comenzó a apretarme los tornillos. Me advirtieron que tuviera cuidado con los libros que leía, lo que hizo saltar mis alarmas. Me encantaba la lectura, que se había ampliado de novelas (Julio Verne, H. G. Wells, E. R. Burroughs, Lovecraft, Isaac Asimov) a libros ficción sobre ciencia y temas esotéricos. Los del Opus también me invitaron a participar en retiros religiosos. Fui a uno en Portugal, y a otro durante el verano en un colegio de Vigo. Luego a un viaje a Roma para conocer a Monseñor Escrivá de Balaguer, el Padre. Los retiros incluían largas horas de oración, pero también paseos, natación y otras actividades. La oración silenciosa concordaba con mi naturaleza introvertida y comencé a hacerla diariamente. También me atraía el misticismo. Sin embargo, nunca pude conectar con el amor católico por la Virgen y los santos. La liturgia me parecía incomprensible. El Rosario me aburría. Por otra parte, yo era católico hasta la médula: había nacido en Roma, donde mi padre me hizo bautizar en la basílica de San Pedro del Vaticano. Y ahora estaba viviendo en Santiago de Compostela, el legendario lugar de enterramiento del apóstol Santiago y el segundo destino de peregrinación católica más importante en el mundo, después de Roma. Mi confesor, que no era del Opus Cuatro cosas prepararon mi salida de la tutela del Opus Dei. El primero fue don Aurelio, un sacerdote que daba clases de religión en mi colegio. Alguna vez escuché a Elías decir que en su apartamento daba confesiones y consejos a los alumnos, incluso dándoles una copa de vino de misa. Pensé que eso sonaba bien, así que lo intenté. Me gustó don Aurelio, así que decidí convertirlo en mi confesor habitual. En el Opus Dei me habían aconsejado tener un confesor habitual, pero no les gustó nada cuando les dije que había elegido a don Aurelio. Sin embargo, como se trataba de un sacerdote católico, no tenían ningún argumento para oponerse. En secreto, mi decisión se basó en querer tener un asesor que no tuviera relación con mi padre y con el Opus Dei. Estaba comenzando la pubertad y, como era de esperar, tenía problemas con el sexo. Estaba en una escuela sólo para chicos, por lo que tenía poco contacto con las chicas. Mi hermana y sus amigas parecen vivir en una realidad aparte. El sexo me daba miedo, no sólo porque vivía en una sociedad profundamente represiva, sino también porque tenía fantasías sadomasoquistas que encontraba profundamente inquietantes. No era cuestión de hablarles de eso a la gente del Opus, cuyas prácticas religiosas incluían la autoflagelación y el uso del cilicio. Don Aurelio no sabía mucho sobre sadomasoquismo, pero me explicó muchas otras cosas sobre el sexo y me dijo que no me preocupara. Era un sacerdote progresista que celebraba misa acompañado de batería y guitarras eléctricas. Me animó a empezar a salir con chicas. ¡Incluso me presentó a una! También señaló algunas cosas a tener en cuenta en el Opus Dei, como la forma en que utilizan los empleos y otros beneficios para manipular a la gente. El retorno de los brujos Lo segundo que me alejó del Opus fue leer el libro El retorno de los brujos. Nuevamente, fue mi amigo Elías quien lo recomendó. Fue el primer libro de no ficción que leí. Despertó mi interés por los extraterrestres, los antiguos astronautas, la alquimia, la magia y todo tipo de cosas esotéricas que luego caerían bajo la etiqueta de New Age. Pero lo que realmente capturó mi imaginación fue la posibilidad de tener experiencias místicas que pudieran revelar conocimientos ocultos sobre el Universo. Eso me llevó a interesarme por el yoga y el budismo, creando una salida para mi misticismo que competía con el catolicismo. El apostolado sale al revés El tercer factor que me alejó del cristianismo fue el propio Opus Dei. A medida que avanzaba en mi práctica religiosa, empezaron a animarme a hacer apostolado, es decir, a tratar de convertir a su rama conservadora del cristianismo a algunos de mis compañeros de clase. Pero no podía ser cualquiera. La estrategia del Opus Dei es reclutar sólo a tipos con éxito, inteligentes, ricos, con influencias y guapos. Así que me enviaron tras algunos de mis compañeros de clase más inteligentes y sofisticados. Eso les salió por la culata. Cuando le dije a mi compañero Ramón que quería hablar con él de cosas importantes, se entusiasmó. No me di cuenta de que sabía mucho de filosofía y política, materias en las que yo tenía grandes lagunas. Pero había leído lo suficiente como para interesarme profundamente en lo que él me tenía que contar. Pasamos una tarde paseando por el jardín de La Herradura bajo el húmedo clima gallego, profundamente inmersos en nuestra conversación. Las semillas que plantó en mi mente tardaron en germinar. Pero al final lo hicieron. Mis nuevos vecinos La cuarta cosa que me influyó fue que nos mudamos a un nuevo apartamento, también en el campus universitario, donde había nuevos vecinos. Gabriel era un año mayor que yo y José un año menor, pero los dos hermanos encajaron bien con mis dos hermanos mayores y conmigo. Nos gustaba la ciencia, el ajedrez, los acuarios y deambular por los bosques. Me introdujeron a la música, poniendo a The Beatles y a Simon & Garfunkel sin parar cuando estábamos juntos. Su padre era profesor de química en la universidad y Gabriel estaba tan fascinado por la ciencia como yo. Eventualmente vendría conmigo a algunos retiros del Opus Dei y supuestamente era un objetivo de mi apostolado, pero la influencia fue casi siempre al revés. Nos mudamos a Madrid Entonces sucedió algo que marcaría el fin de mis despreocupados años de infancia en Santiago. Ascendieron a mi padre. En principio, le dieron un puesto de Director General en el Ministerio de Educación y Ciencia, pero eso era sólo en preparación para un objetivo más audaz. Se iba a convertir en el rector fundador de una nueva universidad que abarcaría todo el territorio de España: una universidad por correo siguiendo el modelo de la Open University británica. Hoy en día, la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), fundada por mi padre, es la universidad más grande de España. Tuve que despedirme de mis nuevos amigos Gabriel y José, de mi consejero intermitente Elías y de la sabia guía de don Aurelio. Me enfrentaba a nuevos retos en la gran ciudad de Madrid. Sin saberlo, también tendría que afrontar mi creciente disonancia cognitiva entre las enseñanzas conservadoras del Opus Dei y mis nuevas ideas sobre ciencia y misticismo.
- La muerte no es nada para nosotros
La muerte significa perderlo todo. La muerte es la liberación del sufrimiento. La muerte es desaparecer en la nada. La muerte de mi padre Escribí este artículo, en inglés, el día después de la muerte de mi padre. Él estaba en España y yo en California, a miles de kilómetros. Debido a las restricciones de viaje durante la pandemia del Covid-19, yo ya sabía que nunca lo volvería a ver. No siento pena por él. Murió con 92 años. Yo soy el mayor de sus 9 hijos. Fue rector de la Universidad de Santiago y rector fundador de la UNED, la universidad más grande de España. Durante la Transición, fue elegido al Congreso de los Diputados. Fue una autoridad mundial en su campo académico y muchos de sus alumnos también tuvieron carreras de éxito. ¡Todos deberíamos tener esa suerte! Pero la muerte nos llega a todos, y mi padre siempre le tuvo miedo de la muerte. Recuerdo una vez que cené con él en un restaurante de Madrid, Los Borrachos de Velázquez. Su relación con sus hijos empeoró mucho cuando se divorció de mi madre, pero yo intentaba reestablecerla. Esta vez, él parecía genuinamente interesado en mi opinión sobre la religión. A los 15 años, yo había abandonado el catolicismo en el que él me había criado. Eso creó una brecha entre nosotros, que aún se hizo más grande a medida que yo desarrollaba mis ideas progresistas. Pero él también había cambiado sus ideas políticas, pasando de ser franquista durante la dictadura a convertirse en uno de los nuevos conversos a la democracia, si bien aún de derechas. En ese momento yo estaba en medio de mi fase Zen. Meditaba regularmente, asistía a sesshins (retiros) y me había convertido oficialmente al Budismo Zen. Finalmente planteó la pregunta clave que quería hacerme: ¿qué sucede después de la muerte, según mi recién adquirida religión budista? Le dije que muchos budistas creen en la reencarnación, pero que yo no. Para mí, la muerte era el final, mi completa extinción. Solo esperaba que el budismo me proporcionara la forma de aceptar esa idea, de desapegarme de mi yo para para poder ser feliz. No le gustó nada esa respuesta. Nos fuimos cada uno por su lado. A medida que se acercaba a la muerte, mi padre se volvió un católico más devoto. En sus últimos años, mientras pudo hacerlo, asistía a misa todos los días. De nuevo, nos alejamos. Sentí que él tenía miedo de que yo desafiara su fe, y que no quería volver a hablar de eso. Mi madre murió de forma consciente Mi madre también era una católica devota, aunque su fe se vio debilitada por acontecimientos fuera de su control. Dedicó su vida a su matrimonio y a sus ocho hijos. Por ponerlo de la mejor forma posible, mi padre no la trató bien. La engañó y, cuando ella se enteró, se divorciaron. No contento con eso, mi padre usó sus conexiones políticas con la Iglesia Católica para anular el matrimonio. Después de 22 años de matrimonio y de tener ocho hijos, a los ojos de la Iglesia, nada de eso había sucedido. La corrupción en la Iglesia que condujo a la Reforma protestante sigue vigente. Mi madre siempre obedeció los mandamientos de la Iglesia. Nunca usó métodos anticonceptivos y tuvo un hijo tras otro. Después de tenerme a mí, pasó cinco años en un estado de embarazo casi permanente. Y ahora la Iglesia la había traicionado, quitándole lo más valioso de su vida. ¿Por qué anuló mi padre el matrimonio? Él mismo me lo dijo. Para poder casarse con su tercera esposa por la Iglesia, para así poder tener sexo con ella sin cometer pecado. Así de retorcido se ha vuelto el catolicismo hoy en día. Divorciarte y tener sexo con tu nueva mujer es pecado. Pero no lo es renegar de tu mujer y de tus hijos. Mi madre murió en el 2014. Durante sus últimos años, recapituló su vida y la dejó escrita en un libro para que la leyeran sus hijos y nietos. No se me ocurre mejor manera de prepararte para morir: repasar tu vida, reflexionando sobre todo lo que te pasó, mirando lo que has hecho, quién fuiste, quién eres. Eso es lo que se llama morir de forma consciente. Un par de semanas antes de su muerte, viajé a España para visitar a mi madre en el hospital. Pasamos largas horas recordando. Me dijo que los días más felices de su vida fueron cuando vivíamos en Roma, cuando yo era un bebé. Yo todavía conservaba muchos recuerdos de mi primera infancia en Roma. Siempre he llamado a mi madre mamma, en italiano, en lugar del español mamá. Le puse en mi iPod viejas canciones italianas de esa época, que solíamos escuchar cuando en casa cuando mis hermanos y yo éramos niños. El aliento es lo último que te queda En su canción How We’re Blessed (Lo que nos bendice), Daniel Cainer dice que el aliento es el primer regalo que recibimos cuando nacemos y lo último que nos queda cuando morimos. Cuando hago meditación me concentro en mi respiración, el vínculo entre mi mente y mi cuerpo, porque respirar es algo que podemos hacer conscientemente e inconscientemente. Cuando practico el buceo libre contengo la respiración. Eso hace que me sienta en paz y liberado, hasta que el ansia por respirar me llama de vuelta a la superficie. “No puedo respirar” fue el lema del año 2020. Es lo que dijo George Floyd cuando la policía lo mataba, haciéndose eco de las palabras de Eric Garner, Javier Ambler, Manuel Ellis, Elijah McClain y muchos otros asfixiados por la policía. “No puedo respirar” también es lo que sientes cuando te mueres de Covid-19, mientras el coronavirus termina de destrozarte los pulmones. Es lo que sintieron millones de personas cuando se vieron confinadas dentro de sus casas a causa de la pandemia. La muerte significa perderlo todo Cuando me muera, perderé el aliento y los latidos de mi corazón. Perderé la consciencia con la sequía mi respiración al hacer meditación. La consciencia es tan frágil que desaparece todas las noches cuando duermo. Entonces, ¿cómo es posible que sobreviva a la destrucción de mi cerebro? Cuando la consciencia desparece, todo desaparece. Tu pareja, tus hijos, tus parientes, tus amigos. Tu coche, tu casa, el dinero que tienes en el banco, todas tus posesiones. Todo eso se esfuma para siempre. No es de extrañar que la muerte nos resulte tan aterradora. Especialmente en nuestra cultura, donde nos definimos a nosotros mismos por nuestras posesiones. Nos pasamos la vida tratando de acumular cosas. No solo objetos, sino también posesiones mentales: educación, sabiduría, autocontrol, la actitud correcta, virtud, experiencias maravillosas. Y, sin embargo, incluso los contenidos de nuestra mente desaparecen cuando nos morimos. ¿Cómo podemos, al final de nuestras vidas, hacer lo contrario de lo que hemos estado haciendo toda nuestra vida: soltarlo todo en vez de acumular? La muerte es la liberación última Erin fue mi amante poliamorosa durante los años 2012 y 2013. Nos conocimos en Fetlife.com y accedió a ser mi sumisa… Ese podría ser un buen tema para otro artículo, pero dejémoslo así. Había perdido la pierna izquierda, que le habían amputado por debajo de la rodilla después de un accidente de motocicleta cuando tenía 24 años. Erin había sido corredora, por lo que perder la pierna fue un duro golpe para ella. Tardé un poco en entender cuánto la había afectado eso. Un día, bien avanzada nuestra relación, se me ocurrió ver con ella la película Mar Adentro. La película se rodó en Galicia, el país donde crecí. Erin tenía ascendencia irlandesa y yo quería mostrarle la cultura celta de Galicia. En cambio, Erin se sintió profundamente conmovida por el tema del suicidio asistido. Basada en hechos reales, narra la lucha de Ramón Sampedro (interpretado por Javier Bardem) para que lo dejen morir. Ramón se había quedado tetrapléjico después de romperse el cuello al tirarse de cabeza al mar. Prefería morir antes que vivir así. Poco después, Erin me dijo que había querido morir desde que perdió la pierna. Eso me impresionó. Estaba enamorado de ella y la idea de que se suicidara me aterrorizaba. También lo vi como un fracaso personal, porque la idea detrás de ser su dominante era darle direcciones para que ella pudiera organizar su vida. Su vida había sido una cadena de desastres. Había sobrevivido a un secuestro de 3 meses, había estado en la cárcel y estaba sin trabajo. No era sólo que había perdido su pierna. Erin vivía en un estado de constante sufrimiento físico y mental, que ocultaba bajo una convincente fachada de alegría. Después de varias peleas, Erin logró comunicarme cómo, para ella, la muerte era una liberación. Sí, había cosas en la vida que la hacían feliz. Pero había tanto sufrimiento que el balance general era que su vida no valía la pena vivirla. En junio de 2013, Erin me dejó por otro hombre que podía darle lo que yo no podía: una relación monógama. Era un tipo celoso y procedió a aislarla de mí y de todos sus amigos. A fines de noviembre, uno de ellos me envió un mensaje de texto diciéndome que Erin se había suicidado. Me había dejado un precioso regalo de despedida. En lo profundo de mis huesos, ahora entendía que la muerte es la liberación definitiva. No hay más preocupaciones, no más esfuerzo, no más miedo. No más sufrimiento. La muerte es la nada Las personas religiosas se compadecen de los ateos porque no tenemos el consuelo de una vida después de la muerte, un lugar donde nos encontraremos con nuestros seres queridos y viviremos con ellos para siempre. Yo creo que son ellos de los que hay que compadecerse, por sus creencias basadas en deseos y su falta de valor para enfrentarse a la verdad. Cuando el cerebro se desintegra, nuestra mente desaparece. Quizás algún día exista la tecnología que nos permita subir nuestra mente a un ordenador, como en el episodio de San Junipero de Black Mirror. Aun así, ¿seríamos nosotros mismos si no tuviéramos cuerpo? ¿Perderemos nuestra humanidad si nos convertimos en un programa de ordenador? Yo creo que, como enseña el budismo, no tenemos un Yo inmutable, algo que permanece inalterable en medio del fluir de cambios en el mundo. No somos el niño, el adolescente o el joven que alguna vez fuimos. Hemos estado cambiando toda nuestra vida. La muerte es sólo el cambio final. El precio que pagan los cristianos por creer en el Cielo es creer en el Infierno. Pasan su vida aterrorizados por la cuestión de si se encaminan a una eternidad de felicidad o a una eternidad de sufrimiento. ¿No sería mejor creer que simplemente dejamos de existir? Esta vida es todo lo que tenemos, así que debemos aprovecharla al máximo. Y luego están esas imágenes sombrías de ser enterrados en un ataúd claustrofóbico, como si de alguna manera todavía estuviéramos encerrados en nuestro cuerpo después de muertos, teniendo que sufrir las indignidades de ser comidos por gusanos y nuestra lenta descomposición. ¿Cómo llegamos a creernos eso? Esas imágenes morbosas nos causan mucho sufrimiento al anticipar nuestra muerte. En vez de eso, imagínate cómo eras antes de que nacer. ¿Que ves? ¿Cómo te sientes? No hay nada. Eso es la que es la muerte. Nada. Sin el frío del ataúd, sin echar de menos a los seres queridos, sin arrepentirnos de lo que pudimos hacer y no hicimos, de lo que pudimos ser y no fuimos. No queda nadie que tenga que luchar. No queda nadie que pueda sufrir. No es demasiado difícil llegar a comprender esto. Los filósofos antiguos, los Estoicos, los Epicúreos, los Cínicos, ya lo entendieron. “La muerte no es nada para nosotros. Cuando existimos, la muerte no existe; y cuando la muerte existe, nosotros no somos. Toda sensación y conciencia termina con la muerte, y por lo tanto en la muerte no hay ni placer ni dolor. El miedo a la muerte surge de la creencia de que en la muerte hay conciencia”. Epicuro. La ciencia lo confirma. Somos nuestro cerebro. Lo que le pase a nuestro cerebro, nos pasa a nosotros. Si bebemos, nos emborrachamos. Si tomamos una droga, nos colocamos. Si el cerebro duerme, dormimos. Si el cerebro está en coma, no sentimos nada. Si el cerebro se muere, no somos nada.
- A la caza del poder personal
Cómo tomar las riendas de tu vida ¿Qué es el poder personal? Poder personal consiste en tener la fortaleza psicológica para vivir una vida llena de sentido y de felicidad. Significa ser energético, motivado, ético, honesto, de fiar, autosuficiente, eficaz, alegre, resistente al trauma, resiliente y generoso. El poder personal no significa adquirir poder a expensas de otros. No es ser manipulador, egoísta y explotador. Hay una energía psicológica que podemos adquirir viviendo de la manera correcta. Cuando tenemos esa energía, ese poder, somos capaces de transmitirla a los demás. A lo largo de mi vida, he estudiado diferentes tradiciones espirituales que incluyen al yoga, el Siloísmo, el Zen y la Senda del Guerrero. Siempre usando el pensamiento crítico y el conocimiento científico para alejarme de los falsos gurús y para seleccionar cuidadosamente entre sus enseñanzas. Lo que aprendí es que no hay superpoderes, ni atajos mágicos a la felicidad, ni iluminaciones repentina. Sólo queda realizar trabaja interno en nuestra vida ordinaria, superándonos poco a poco con honestidad y compromiso. Solo a través del esfuerzo se puede llegar a un estado en el que vivir bien resulta natural. Y entonces el mundo te lanza un nuevo desafío en forma de un accidente, una enfermedad u otro tipo de desgracia. Tienes que estar preparado y capear la tormenta lo mejor que puedas. Sabes que, al final, vas a perder. Todos vamos a morir algún día. Tienes que aprender a reconciliarte con eso. Practica la compasión por ti mismo Ir a la caza del poder personal puede sonar egoísta y arrogante. Sin embargo, no es egoísta porque sólo teniendo energía podemos dársela a los demás. Sólo encontrando sentido podemos iluminar la vida de los demás. Sólo siendo felices podemos hacer felices a los demás. No es arrogante porque el poder personal debe construirse en base a una evaluación honesta de nuestras capacidades y deficiencias. La compasión es la capacidad de sentir el sufrimiento de los demás, lo que nos motiva a hacer algo para aliviarlo. La compasión por uno mismo es la capacidad de ser conscientes de nuestro propio sufrimiento, lo que nos motiva a encontrar la manera de ser felices. Sin embargo, lo que hacemos normalmente es enmascarar nuestro dolor, negarlo distrayéndonos con mi cosas que nos vuelven inconscientes. Pero, cuando no somos capaces de enfrentarnos a nuestro sufrimiento, nos engañamos a nosotros mismos, creyendo que podemos evitarlo desando cosas que no necesitamos. La compasión por uno mismo es distinta de la autocompasión, que consiste en echarle la culpa de nuestro sufrimiento a cosas que están fuera de nuestro control. Conduce a la resignación y la esperanza, a creer que sólo cambios en el mundo externo pueden rescatarnos de nuestro sufrimiento. Esto nos quita el poder. La neurociencia ha demostrado que el sufrimiento producido por cosas que no podemos controlar induce indefensión aprendida, que constituye la base del trauma psicológico (Maier and Seligman, 2016). Por lo tanto, debemos adquirir todo el control posible sobre nuestro entorno, y hacernos conscientes de ese control. Para cultivar la compasión por nosotros mismos, debemos ser conscientes de los mecanismos que producen nuestro sufrimiento. Lo que significa conocernos a nosotros mismos. Conócete a ti mismo a través de la meditación y la atención plena Podemos conocernos a nosotros mismos a través de la meditación y la atención plena (mindfulness). Para mí, la meditación no es buscar un estado alterado de consciencia, nirvana, iluminación o una revelación esotérica sobre la naturaleza de la consciencia. Es simplemente sentarme en silencio mientras observo cómo funciona mi mente. Las percepciones, los pensamientos y las emociones emergen de mi inconsciente hacia la consciencia y desaparecen nuevamente en la inconsciencia. Es ilusorio creer que existe una barrera entre el inconsciente y el consciente. Aunque este fluir de la mente es lo que soy, hay formas sutiles en las que se puede dirigir este fluir, en las que mi función ejecutiva cognitiva puede dirigir suavemente a la mente en una dirección más racional. Así mismo, la atención plena es prestar atención al fluir de la mente mientras nos movemos en el mundo. Sin juzgarnos, tomamos conciencia de cómo las sensaciones, los recuerdos y los pensamientos entran y salen de la consciencia. La meditación y la atención plena sirven para crear la meta-atención. Ésta consiste en ser consciente de a qué le estamos prestando atención en cada momento. Volviendo a la mente más flexible, la meta-atención extiende gradualmente el alcance de la conciencia hacia el inconsciente. Necesitaremos la meta-atención para controlar nuestras emociones y rescatarnos de los bucles destructivos del pensamiento, la rumiación y el catastrofismo. Sin embargo, no está mal, de vez en cuando, divagar y soñar despiertos. Especialmente cuando hemos desarrolla la meta-atención. A veces necesitamos dejar que nuestra mente sea ella misma, que manifieste lo que quiera. De lo contrario, nuestra voluntad se puede convertir en una cárcel. Si destruimos nuestra imaginación, nos cortamos las alas. Sólo liberándola podemos ser creativos. Cultiva la fluidez mental Últimamente he estado leyendo sobre la fluidez mental (flow, en inglés) y me he dado cuenta de que es incluso mejor que la meditación para promover la salud mental y el poder personal. El flow es un estado mental definido en la década de los 70s por Mihaly Csikszentmihalyi como “un estado óptimo de conciencia en el sacamos lo mejor de nosotros mismos y nos ejecutamos una tarea de forma ideal”. Le dio las siguientes seis características: Atención enfocada en una tarea. Fusión de acción y consciencia. Disminución de la consciencia del yo. Alteración de la percepción del tiempo, que se acelera o se ralentiza. Sensación de control total. Emociones positivas como alegría, placer, euforia, sentido y propósito. También se ha definido la fluidez mental como esfuerzo sin esfuerzo. La fluidez mental se da en deportes que requieren mucha habilidad como la escalada, el esquí o las artes marciales; o en artes como tocar música, bailar, pintar o escribir. Sin embargo, la fluidez no consiste en dejarse llevar, o en usar la memoria muscular para realizar una acción con mínimo esfuerzo. Sólo se logra después de un arduo entrenamiento en un deporte o un arte. En cada sesión, suele haber un período inicial de esfuerzo hasta que el ejecutante es capaz de entrar en ese estado. Un excelente artículo de revisión de la neurofisiología de la fluidez mental (Kotler et al., 2022) explora la diferencia entre la fluidez mental y el trauma, ambos inducidos por un suceso peligroso y atemorizante. Los autores llegan a la conclusión de que la fluidez mental se induce al involucrarse de forma proactiva en este suceso, lo que recluta la respuesta de lucha (fight) de los circuitos cerebrales de estrés. Por el contrario, el trauma emocional se induce cuando no nos enfrentamos al suceso peligroso, lo que inicia la respuesta de inmovilidad (freezing) frente al estrés. Mientras que el trauma emocional causado por el estrés repetido en ausencia de control conduce a la indefensión aprendida (learned helplessness), la fluidez mental habitual induce una resiliencia al trauma que Kotler et al. han llamado empoderamiento aprendido. Al leer esto, concluí que cultivar sistemáticamente el estado de fluidez mental, podría crear el hábito de entrar en él. Esto conduciría al empoderamiento aprendido, que es lo mismo que el poder personal. Cierra las fugas de energía Otra forma de aumentar el poder personal es evitar perderlo. Esto se puede hacer identificando las cosas en nuestra vida que nos quitan el poder y nos dejan agotados. Las más obvias son aquellas cosas que impactan negativamente en nuestra salud: fumar, el alcohol, el abusar de las drogas, alimentos poco saludables, la falta de sueño, la falta de ejercicio, la falta de sexo, la falta de amor y el aislamiento social. Menos obvios son los hábitos mentales que drenan nuestra energía mental. A menudo se cita el soñar despiertos pero, como dije anteriormente, esto no es insalubre por sí mismo. Acompañado por la meta-atención, sirve para generar imaginación y creatividad. Es necesario para una mantener sana nuestra mente. Lo que no son saludables son estados mentales de falta de atención que permiten que las emociones tomen el control de nuestra mente y nuestro comportamiento. Por ejemplo, el hablar sin ton ni son, sin darnos cuenta del efecto de nuestras palabras. Peor aún es la rumiación: cuando nuestra mente se obsesiona con algún suceso de nuestra vida, típicamente una interacción social negativa. No podemos quitárnoslo de la cabeza, repesando constantemente lo que dijimos, lo que deberíamos haber dicho y lo que vamos a hacer para remediarlo, por improbable que sea. La rumiación se debe a que perdimos el control en el pasado, y busca fútilmente recuperar ese control en nuestra imaginación. Se alimenta principalmente de la ira, pero también del miedo, los celos y la vergüenza. También está el catastrofizar: imaginar algo terrible que nos va a pasar. El miedo descontrolado hace volar nuestra imaginación, alimentando el miedo con escenas de eventos horribles en un bucle sin fin. Debajo de todo esto, existe la creencia de que hemos perdido el control sobre nuestro entorno y nuestra vida. Esta creencia es consecuencia de la indefensión aprendida. Hay muchas otras distorsiones cognitivas, muchas de las cuales provienen de la excesiva influencia de emociones negativas en nuestra forma de ver el mundo. La rumiación, el catastrofismo y otras distorsiones cognitivas se convierten rápidamente en hábitos mentales. Sin embargo, es posible evitarlas utilizando la meta-atención para tomar conciencia de lo que está sucediendo, etiquetarlo y proporcionar imágenes positivas y aportes cognitivos. De esta manera, podremos romper esos hábitos mentales. Evita las emociones negativas Se ha puesto de moda en estos días decir que las emociones negativas están bien; que deberíamos dejarlas en paz. Eso es una tontería. Es el resultado de una comprensión deficiente de la mente por parte de una parte de la psicología construida sobre evidencia deficiente e ideología. Como señalé anteriormente, la neurociencia muestra las consecuencias negativas de dejar que estados como la indefensión aprendida y la rumiación se apoderen de nuestra mente. Antiguas tradiciones filosóficas como el estoicismo y el budismo también nos aconsejan evitar las emociones negativas. Es imposible vivir de forma ética sin controlar las emociones negativas. Si le das rienda suelta a la ira, inevitablemente harás daño a los demás. La ira te ciega, distorsionando tu visión del mundo y llevándote a acciones irracionales. Lo mismo puede decirse de los celos, la causa que no se quiere reconocer de la violencia contra las mujeres (Puente and Cohen, 2003; Pichon et al., 2020). En cuanto al miedo, a menudo te impide hacer lo que debes. Por supuesto, las emociones han evolucionado por algo. Lo que pasa es que los seres humanos evolucionamos en un entorno en el que vivíamos en tribus de cazadores-recolectores, que es muy diferente a la sociedad moderna. Como resultado, muchas de nuestras respuestas emocionales no son adaptativas. Las principales emociones de las que nos debemos cuidar son la ira y el miedo. La vergüenza y la culpa son emociones sociales que pueden volverse bastante dañinas (Lester, 1997; Lee et al., 2001). La tristeza, la envidia y los celos también pueden ser problemáticos. Lo peor de todo es cuando la ira, el miedo y la vergüenza se vuelven crónicos, formando el trasfondo de nuestro estado mental. La ira crónica la sentimos como una impaciencia, frustración e irascibilidad constantes que pueden escalar rápidamente a la rabia, como en la ira al volante y las peleas de pareja. Sin embargo, cuando la iras se combina con una sensación de impotencia, puede hervir a fuego lento durante años, destruyendo lentamente nuestro cuerpo y nuestra mente. Una de las señales de que esto está sucediendo es la rumiación. El miedo crónico es ansiedad, un vago sentimiento de que algo anda mal, de que algo terrible está por suceder. Puede manifestarse como catastrofismo. La vergüenza crónica se convierte en baja autoestima, un sentimiento que nos paraliza, especialmente en las interacciones sociales. Evoca ansiedad social y provoca la rumiación y el catastrofismo. La mejor manera de combatir las emociones negativas es cortarlas de raíz. La meta-atención puede hacer darnos cuenta de que emoción está empezando a germinar. Por ejemplo, la ira a menudo comienza como impaciencia y frustración. Debemos contrarrestarlo invocando la paciencia y centrándonos en la tarea que tenemos entre manos. El hábito de entrar en la fluidez mental puede ayudar mucho, porque la fluidez mental va acompañada de emociones positivas como la alegría y la curiosidad, y es incompatible con emociones negativas como la ira y el miedo. Si la ira se ha instalado ya en tu mente, lo mejor que puedes hacer es evitar que tome el control de tu comportamiento. Para mí, la lectura es una actividad que me calma y que me saca de la ira. Otras personas pueden dar un paseo, practicar un deporte, escuchar música o ver una película. Es importante usar la atención plena para observar lo que la ira le está haciendo a tu mente. Enfréntate a tus miedos El miedo es una emoción difícil de manejar. A veces aparece a causa de un peligro real. Pero hay dos posibles respuestas al miedo. Una es tomar medidas para evitar que el peligro nos cause daño, tomando todo el control de la situación como podemos. Si logramos sentirnos en control, esto conducirá a un empoderamiento aprendido. El segundo conjunto de respuestas al peligro implica la pérdida de control. Podemos quedarnos inmovilizados (freezing), o podemos caer en el pánico. En ambos casos, la sensación de pérdida de control conduce a la indefensión aprendida (Maier and Seligman, 2016; Kotler et al., 2022). Esto crea un trauma que perdura como ansiedad crónica. En mi experiencia, es bueno entrenar nuestras respuestas al miedo exponiéndonos regularmente a situaciones atemorizantes en formas que minimicen el peligro real y nos permitan mantener el control. Por ejemplo, yo practico escalada en roca, un deporte en el que las respuestas de inmovilidad y pánico son bastante obvias. Otros deportes en los que podemos enfrentarnos al miedo son el esquí, el surf y las artes marciales. Para los que son menos aventureros, las montañas rusas y las películas de terror pueden ponerlos en contacto con sus miedos. Sin embargo, es más difícil sentirse en control en esas situaciones, en las que somos espectadores pasivos. Otra cosa que nos puede ayudar es hablar de nuestros miedos con nuestros amigos o en terapia. Sobre todo si buscamos la manera en que podemos llegar a controlarlos. Asume responsabilidad por tus acciones Como ves, volvemos siempre al tema de tomar las riendas de lo que sucede en tu vida. Por supuesto, hay muchas cosas que escapan a nuestro control. Sería una tontería pretender que tenemos superpoderes y somos capaces de imponer nuestra voluntad al mundo. La clave aquí no es el control real que tenemos, sino el sentirnos en control. Esto significa ser proactivos en lugar de pasivos. Una enseñanza importante de las tradiciones espirituales es que debemos desapegarnos de los resultados de nuestras acciones. Lo hacemos lo mejor que podemos y aceptamos el hecho de que no siempre vamos a ganar. El deseo excesivo por un resultado en particular nos lleva a una ansiedad muy poco saludable. También mina nuestra capacidad de concentrarnos en realizar nuestra tarea lo mejor posible. El estado de fluidez mental consiste en estar completamente enfocados en lo que estamos haciendo mientras que nos olvidamos de nosotros mismos. En la fluidez mental, la atención está en lo que estamos haciendo en el presente, y la meta solo se tiene en cuenta como un parámetro más para dirigir la acción. Precipitarnos a la meta de nuestra actividad nos saca de la fluidez mental. Asumir la responsabilidad de nuestras acciones, por lo tanto, consistiría en dos cosas: evitar anhelar un resultado particular y aceptar el resultado final con ecuanimidad. Esto significa no castigarnos si fallamos, pero tampoco enorgullecernos demasiado si tenemos éxito. Asumir la responsabilidad de nuestras acciones no es culparnos ni avergonzarnos. Por supuesto, si hicimos algo poco ético, debemos tomar las medidas adecuadas para que no vuelva a suceder. No te veas como víctima Otro aspecto de asumir la responsabilidad de nuestras acciones es no buscar excusas en circunstancias externas. Por supuesto, existen numerosos factores fuera de nuestro control que afectan al resultado de nuestras acciones. Sería tonto no reconocerlo. Sin embargo, “encontrar excusas” significa dejar de centrarnos en nuestra capacidad de control para fijarnos en cosas que están fuera de nuestro alcance. Esto es una fuga de energía porque, por definición, no podemos cambiar las cosas que están fuera de nuestro control. Centrarse en el control que tenemos, sea poco o mucho, es mucho más efectivo. Hoy vivimos en una cultura de victimismo, especialmente en círculos progresistas. La ideología posmoderna ve el mundo como una lucha de poder entre los oprimidos (negros, mujeres, homosexuales, transgénero, trabajadores, países pobres, etc.) y los opresores (blancos, hombres, heterosexuales, cisgénero, capitalistas, países occidentales, etc.). La política, entonces, se concibe como una lucha para empoderar a los oprimidos y eliminar a los opresores. Por lo tanto, si puedes identificarte con uno de los grupos oprimidos, sientes que perteneces al grupo de las “buenas personas” y puedes beneficiarte de los privilegios que se les otorgan. De lo contrario, eres un opresor y un enemigo. Eso lleva a que todo el mundo intente demostrar que ellos también son víctimas. Últimamente, incluso los conservadores están adoptando esta estrategia. Y así, los hombres y los incels son víctimas del feminismo. Los blancos son víctimas de la acción afirmativa y la cultura de cancelación.. Dejando de lado las ideologías políticas, lo que intento decir es que verse a uno mismo como víctima no es saludable psicológicamente. Es lo opuesto a asumir responsabilidad por tus acciones. Verte como víctima pone el foco en tu desempoderamiento, culpando al mundo por tu situación. Puede que sea verdad que perteneces a un grupo oprimido, pero el victimismo no ayuda a nadie. Si quieres privilegios porque eres una víctima, ¿no es eso ser egoísta? Mejor sería centrar tu lucha política en ayudar a los demás. Eso enfatizaría la medida de control que tienes. Eso sería empoderador. No dejes que te culpen o te avergüencen También vivimos en una cultura en la que culpar y avergonzar se utilizan como armas políticas. Hasta cierto punto, esto es legítimo. Si alguien se comporta de manera poco ética, explotando y oprimiendo a otros, esa persona merece ser culpada y avergonzada. Lo que no es ético es culpar y avergonzar a las personas por pertenecer a un cierto grupo que ha sido etiquetado como opresor. Por ser blancos, o judíos, o hombres, o vivir en un país rico. Esto niega la agencia individual y la libertad. Las personas son responsables de lo que hacen, no de lo que son. Culpar y avergonzar está tan extendido que se han convertido en un reflejo. Completos extraños se te acercan y te culpan y te avergüenzan por cosas que no tienen nada que ver con tus actos. Especialmente en la internet. Hay que tratar a estas personas como tóxicas. Aléjate de ellas. Bloquearlos en la internet. No los tengas como amigos. Tratan de robar tu poder personal. Sin embargo, si un amigo o alguien que te conoce bien te ofrece consejo y critica tus acciones, escúchalo. Recuerda, el saber es poder, y el conocerse a una mismo lo es doblemente. Y no tú puedes verte bien desde dentro. Asumir responsabilidad por tus acciones y la ecuanimidad deben ser su guía en este caso. Seguir un camino con corazón En una perspectiva amplia, necesitas vivir una vida que tenga sentido. Cada uno de nosotros tiene que encontrar lo que eso significa por sí mismo. Probablemente implica una combinación de tener experiencias que te hacen feliz, lograr un crecimiento personal y contribuir al mejoramiento de la sociedad y el mundo. Un camino con corazón es aquel que te hace sentir feliz y realizado mientras lo recorres. Cada paso a lo largo del camino aumenta tu poder personal. Solo estar en ese camino debería bastarte, porque todos los caminos conducen a ninguna parte. Todos viajamos del nacimiento a la muerte. Si tu vida es vacía y miserable, si no encuentras sentido ni propósito, eso quiere decir que tu camino no tiene corazón. Necesitas encontrar uno mejor. El poder personal te impulsa por el camino con un corazón que es tu vida. Referencias Kotler S, Mannino M, Kelso S, Huskey R (2022) First few seconds for flow: A comprehensive proposal of the neurobiology and neurodynamics of state onset. Neuroscience & Biobehavioral Reviews 143:104956. Lee DA, Scragg P, Turner S (2001) The role of shame and guilt in traumatic events: a clinical model of shame-based and guilt-based PTSD. Br J Med Psychol 74:451-466. Lester D (1997) The role of shame in suicide. Suicide Life Threat Behav 27:352-361. Maier SF, Seligman ME (2016) Learned helplessness at fifty: Insights from neuroscience. Psychol Rev 123:349-367. Pichon M, Treves-Kagan S, Stern E, Kyegombe N, Stöckl H, Buller AM (2020) A Mixed-Methods Systematic Review: Infidelity, Romantic Jealousy and Intimate Partner Violence against Women. International journal of environmental research and public health 17. Puente S, Cohen D (2003) Jealousy and the meaning (or nonmeaning) of violence. Personality & social psychology bulletin 29:449-460.