Retazo de mi novela Desencadenada
Lentamente, con un gesto dramático, Luis se desabrochó el cinturón y se lo fue sacando de las hebillas de su pantalón.
Cecilia tragó saliva.
¡Vale, pues que me azote! Total, a eso ya estoy acostumbrada, después de las palizas que me han dado Julio y Johnny. Menos mal que Luis no lo sabe, que si no vete a saber qué otro castigo habría elegido. Sólo tengo que montar mucha comedia, dar muchos gritos y esperar a que se canse. ¡A lo mejor hasta disfruto y todo!
-¡Enhorabuena! -le dijo-. Por fin vas a cumplir tu deseo. ¡Te debes sentir muy satisfecho!
-Yo, que tú, dejaría de hablarme en ese tono. Muy pronto vas a suplicarme que pare de pegarte. ¡Venga, vamos!
La agarró con una mano por las esposas, con la otra por la nuca, y la empujó hacia la mesa de despacho. Dio un traspié, los tobillos enganchados en los shorts que se terminaron de romper, liberándole las piernas. Luis apartó de un manotazo las plumas, abrecartas, fotos enmarcadas y demás enseres que había sobre el escritorio. La empujó hasta dejarla recostada sobre él, las caderas dobladas sobre el borde.
-¡No se te ocurra moverte, o será mucho peor!
Cecilia se aferró con las manos esposadas al borde opuesto del escritorio, sin osar resistirse. Juntó las piernas y apretó el culo, en un vano intento de cubrir su intimidad.
¿Para qué? Mejor que me vea bien, a ver si, con un poco de suerte, se le pone dura y le da por violarme. Así cuando se corra se le pasarán las ganas de torturarme. ¿Qué más da que sea incesto? La culpa será suya, no mía.
Se relajó, dejando que se le separaran algo los muslos.
-¡Eso, enséñame bien tus vergüenzas! Si hasta te afeitas el coño para que te lo vean mejor, ¿eh? ¡Menudo panorama, hermanita! ¡Voy a disfrutar de lo lindo castigándote!
-¡Pues nada, por mí no te prives! -dijo con sarcasmo-. Para eso estoy: para servirte.
-¿Ah, sí? ¡Pues a ver si es verdad! Cántame un poquito, para poner ambiente. Cántame tu canción, la que puse aquel día que te zurré, cuando eras pequeña… Seguro que te acuerdas, ¿verdad?
-¿Qué? -Debía haber entendido mal.
-¡Que cantes he dicho, coño! ¿O voy a tener que convencerte?
-No, si yo por cantar que no quede.
A ver si así me oyen los vecinos y me sacan de ésta.
Empezó a cantar la canción Cecilia lo más alto que pudo. Sólo entonces se dio cuenta de lo humillante que era el verse obligada a hacerlo, pero ya no se atrevió a parar. Se acordó de los cautivos en la canción Rivers of Babylon, a los que también habían obligado a cantar. Apenas oyó el zumbido del cinturón cuando le fustigó el culo, despertando una quemazón que le resultaba harto familiar. El segundo golpe decididamente le gustó.
Esto va a ser divertido.
El siguiente, el cinto cayó de canto, sin producirle más dolor que un impacto sordo en el músculo.
¡Pero qué patoso eres, Luis!
Pero él la golpeaba con todas sus fuerzas. Veía la sombra del cinturón levantarse alto en el aire antes de aterrizar sobre su trasero. El tener que cantar no la dejaba concentrarse, haciendo que el dolor la pillara desprevenida. Aunque algunos golpes fallaban, otros le restallaban contra las nalgas creando un considerable aguijonazo. Se puso a gritar con cada azote, lo que le daba una disculpa para interrumpir su canción. Quizás alguien la oyera y acudiera en su ayuda, aunque a Luis eso no parecía preocuparle lo más mínimo. ¿Y si no vivía nadie en esa casa?
El dolor fue en aumento a medida que los golpes caían sobre la piel ya lacerada, hasta que sus gritos empezaron a ser completamente genuinos. Ésta no era una de las palizas cariñosas que le habían dado Julio y Johnny, sino un auténtico castigo infligido por alguien que tenía toda la intención de hacerle daño de verdad. El dolor había pasado de placentero a desagradable y llevaba camino de volverse intolerable. Había subestimado la crueldad de su hermano. Lo que le faltaba en habilidad lo suplía con creces en brutalidad. El verse completamente a su merced, impotente de detener el castigo, la puso furiosa. Gritó y gritó, con tanta rabia como dolor, a medida que fue comprendiendo que, lejos de disfrutarlo, iba a ser incapaz de soportar ese castigo tan atroz. Luis se debió de dar cuenta de su estado, pues redobló sus esfuerzos y sus jadeos se mezclaron con gruñidos de satisfacción. Al poco rato, ella ya no pudo contener las lágrimas y su ira se fue ablandando, hundiéndosele dentro del cuerpo. Algún día pagaría lo que le estaba haciendo, algún día se vengaría de él, pero ahora ya sólo podía sentir lástima de sí misma, y un deseo pertinaz de que terminara su dolor y su humillación. Lloraba y berreaba, y al final acabó por suplicar. Cualquier cosa para que se diera por satisfecho y terminara su tormento.
-¡Por favor, para ya! … ¡Por favor, te lo suplico! ¡Ay, ay! ¡Basta! ¡Me duele mucho! ¡Au!
Los golpes cesaron. Empezó a levantarse del escritorio, pero él se lo impidió, sujetándola contra la superficie de madera con una mano en la espalda.
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