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La ceremonia del té - Parte 2

Actualizado: 22 sept 2023

Después de darle una azotaina, Laura aprovecha el estado de sumisión de Cecilia para conseguir lo que siempre ha ansiado

Sexy blond woman playing with lesbian mistress in bed, BDSM
Shutterstock 355214423, by sakkmesterke.

Madrid, sábado 27 de enero, 1979

Cecilia se quedó jadeante, tendida bocabajo sobre el regazo de Laura, el culo pulsándole de dolor después de la tremenda azotaina que le acababa de dar con el cepillo del pelo.

La llenó de asombro la eficacia del castigo que acababa de recibir. Aparte de doloroso, la indignidad de tener que acusarse e insultarse había conseguido apaciguar todo resto de rebeldía.

‑¡Ay, me dijiste que no ibas a hacerme daño! ¡Has sido muy mala conmigo! ‑se quejó.

‑¿Cómo que mala? ¿Es que no vas a aprender nunca a tratarme con respeto?

Le propinó tres azotes despiadados y seguidos, que la hicieron patalear y revolverse.

‑¡Para ya, por favor! ¡Voy a ser buena!

‑¿De verdad? Bueno, mira, para que no se te vuelva a olvidar, a partir de ahora me vas a tratar de usted. Y también me vas a llamar “señorita”, como una buena criada. ¿Entendido?

‑¿Qué? ¿Lo dices en serio? ¡Pero si suena completamente ridículo!

‑Veo que tendré que convencerte.

Otra tanda de azotes le llovió sobre el trasero magullado.

‑¡Ay! ¡Lo que usted diga, señorita! ¡Pare, por favor!

‑¡Muy bien! Ya verás como enseguida te acostumbras a decirlo.

Le acarició las nalgas. Sus dedos se sentían suaves y frescos sobre la piel ardiente.

‑No soy mala, Cecilia, pero necesitabas que te diera una azotaina como ésta para ponerte en tu sitio. Además, con lo masoca que eres, seguro que la habrás disfrutado… ¿o no?

Se quedó pensando, desconcertada. Claramente, Laura se había aprovechado de la situación para castigarla por cosas con las que no podía estar de acuerdo. Sin embargo, más que indignación, sentía la misma dulce docilidad que Julio había despertado en ella esos meses pasados. Siempre había creído que se sometía a Julio por amor, pero ahora resultaba que, paradójicamente, descubría que el sentimiento de sumisión era igual de intenso hacia alguien a quien detestaba.

‑¿Qué, no vas a contestarme? ‑se impacientó Laura.

‑No lo sé… señorita ‑aventuró.

‑Pues hay una forma bien fácil de averiguarlo…

La mano de Laura le separó las nalgas, un dedo se deslizó entre los labios de su sexo. Sintió el contacto afilado de una uña, al tiempo que se daba cuenta de lo que Laura había encontrado allí.

‑¡Pero si estás empapada, chica! ¿Ves? ¿A que sí que has disfrutado con los azotes?

‑Sí… un poco ‑confesó avergonzada.

‑¿Ves como no soy tan mala? De todas formas, ya hemos terminado con tu castigo. Ahora te toca gozar. Así que venga, mastúrbate, que yo te vea.

‑Pero es que Julio no me deja… Hoy es sábado y no me toca.

‑No importa, tu rutina semanal no cuenta cuando estás conmigo. Lo que cuenta ahora es tenerme contenta, y yo quiero que ver cómo te corres mientras te pego en el culete.

Lo había hecho varias veces, con Julio y con Johnny. Pero la idea de masturbarse mientras Laura le pegaba se le antojaba insoportable. El placer completaría la labor del dolor, reduciéndola a la mansedumbre más completa.

‑¡Ay no, por favor, no me mande eso, señorita! ‑suplicó, sin olvidarse de las nuevas formalidades.

‑¿Por qué, Cecilia? ¿Qué tiene eso de difícil? No lo entiendo, la verdad. Después de todo lo que has aguantado, ¿no me vas a dar un poquito de tu placer?

¿Por qué? Pues porque el placer es lo más íntimo de mí y no quiero regalártelo a ti, Laura, porque tú no te lo mereces. El gozo es algo que no se da a quien quiere robártelo.

Pero no se lo dijo porque sabía que le iba a resultar inútil oponerse. Lo único que lograría sería más golpes de cepillo y que Laura la amenazara con decirle a Julio que la había desobedecido.

‑No, si ya lo hago. Mire, señorita…

Pasó la mano entre su vientre y el muslo de Laura, lo que la forzó a levantar aún más el culo. Entre los pliegues de su sexo, su dedo medio encontró el pequeño botón de carne donde anidaba su placer.

‑¡Muy bien, así me gusta! Abre más las piernas, que vea yo como trabaja ese dedito.

El placer la sedujo enseguida. Después del racionamiento de sexo al que la había sometido Julio, su deseo se despertó con enorme avidez. Entonces la invadió una sospecha.

‑No va a dejar que me corra, ¿verdad? ‑masculló.

La iba a dejar frustrada, como le gustaba hacer a Julio.

‑¡Qué va, al contrario! Precisamente quiero ver cómo te corres mientras te zurro… así.

Laura dejó caer el cepillo entre sus piernas y le dio un azote con la mano. Con la otra mano le acarició la piel dolorida. Repitió el proceso una y otra vez, alternando azotes y caricias. Era denigrante y excitante a la vez, sentir el contacto de las manos de Laura sobre sus nalgas bien maceradas por el cepillo, mezclándose con las deliciosas descargas que se provocaba ella misma con el dedo. El placer no eliminaba al dolor, sino que lo transformaba en una sensación picante, ambigua.

Pronto desistió de intentar frenar las reacciones de su cuerpo, dejó a un lado la vergüenza y se entregó sin reparos a mecerse en su regazo, acompañando los movimientos de su dedo con un menear del culo que Laura enseguida acompasó a los cachetes que le propinaba. Ese bamboleo indecente fue aumentando en ritmo y amplitud conforme se acercaba al clímax, que anunció con gemidos crecientes. Laura lo vio venir, pues sus cachetes se hicieron más enérgicos.

Cecilia gritó su orgasmo. Laura lo acompañó con una serie de azotes intensos, magníficos, que tiñeron su goce de indignidad y abyección.

Durante un rato sólo se oyó el respirar entrecortado de las dos.

Entonces Cecilia comprendió hasta qué punto había perdido la partida, y hasta se alegró de haberla perdido. No le quedaba ni un ápice de rebeldía. La mansedumbre la envolvía como un jarabe espeso, dulce y amargo a la vez. A Julio se sometía por amor, pero esto era distinto. Laura la había domado como se doma a las fieras en el circo, a base de látigo y golosinas.

‑¿Qué, a que no ha estado mal, eh? ‑le dijo Laura‑ ¿Ves? si te portas bien y me obedeces nos lo podemos pasar de puta madre.

‑¡Ay! ¡Tengo el culo ardiendo!

‑¡No te quejes, que acabas de tener un orgasmo mayúsculo! Venga, levántate y acaba de desnudarte.

Se puso en pie, aturdida por la paliza y el orgasmo, pero más que nada por la manera en que Laura había sabido apoderarse de ella. Descorrió la cremallera de la falda y la dejó caer al suelo. Se acarició el culo para aliviarse el escozor, pero la mirada desaprobadora de Laura la hizo desistir. Se sacó el suéter, se desabotonó la camisa, se la quitó y luego el sujetador, la mirada de Laura clavada todo el rato en ella.

El aire frío sobre su cuerpo desnudo la hizo sentirse aún más indefensa, más dócil. Se abrazó a sí misma, mirando tímidamente a su atormentadora. Lo único que le quedaba encima era su collar, que las dos sabían que simbolizaba su sumisión.

Laura le sonrió satisfecha.

‑¡Pero mira que estás buena, condenada! Cuando te zurran aún estás más guapa, con el culito colorado y esa carita de pena que se te pone. Venga, vamos a mi habitación. Ahora me toca gozar a mí.

* * *

La cogió de la muñeca y tiró de ella, como quien arrastra a una niña desobediente o a una prisionera. Empuñaba el temible cepillo en la otra mano. Era agudamente consciente de sus nalgas hinchadas, tan calientes que parecían iluminar el vestíbulo tras ella con una luz roja de hierro derretido.

En el cuarto reinaba la luz tenue y grisácea del atardecer. Laura se dirigió a la mesilla de noche y encendió la lámpara, dejando el cepillo sobre la cama. Un tono ambarino y suave, mucho más acogedor, bañó la habitación. En la pared vio la foto que habían hecho en el restaurante de París: Laura y Julio, con ella en medio. Empezó a sospechar por qué esa foto era tan especial para Laura.

‑Bájame la cremallera ‑dijo Laura, interrumpiendo sus pensamientos.

Deslizó la cremallera en la espalda del vestido y Laura se lo quitó. Debajo llevaba un sujetador blanco de encaje y braguitas a juego. Un liguero, también blanco, le sujetaba las medias.

Laura la agarró por la hebilla del collar, como hacía Julio, y la besó en los labios. Continuó besándola agresivamente, atrapándole los labios entre los suyos, metiéndole la lengua, mientras que con una mano le acariciaba la piel escocida y caliente del culo y con la otra le pellizcaba un pezón, retorciéndoselo, despertando su deseo con ese dolor tan dulce.

Cecilia se dejó hacer, prisionera de su mansedumbre, descubriendo que su cuerpo había escapado completamente a su control y respondía al manoseo al que la sometía Laura con esa familiar debilidad en las rodillas y humedad en el sexo. Juguetonamente, Laura la hizo retroceder hasta que sus piernas chocaron contra el borde de la cama y se cayó sobre ella de espaldas.

‑No te muevas de ahí ‑le advirtió Laura.

‑Sí, señorita ‑dijo Cecilia. El culo le quemaba en contacto con la colcha.

Laura se quitó las bragas, que había tenido el cuidado de ponerse sobre las ligas. La franja de encaje que le cruzaba el vientre y los elásticos que pinzaban las medias enmarcaban su pubis de rizos dorados. El collar y los pendientes de perlas resaltaban su piel blanca. No dejaba de sonreírle, sus ojos azules clavados en ella.

Era guapa, linda como una princesa.

No me extraña que Julio esté loco por ella, pensó, y los celos la espolearon una vez más, pero ahora ya no la llenaron de ira, sino de impotencia y rendición.

Laura era una diosa a quien nada se le podía negar. Que tuviera a Julio era la cosa más normal del mundo.

Con una risita, Laura se arrodilló en la cama sobre ella, las piernas abiertas, una rodilla a cada lado de sus muslos. Oyó caer al suelo sus zapatos de tacón. Los muslos enfundados en las medias de encaje formaban un vértice que apuntaba directamente al pubis de vellos dorados, que ahora se separaban para mostrar el surco húmedo entre ellos.

Laura fue dando pequeños pasos con las rodillas hacia ella. Su coño se volvió más y más amenazador.

Por favor, no me hagas eso. No me lo pongas en la cara.

‑¿Has comido un coño alguna vez? ‑le preguntó Laura, adivinándole el pensamiento.

‑No, señorita ‑la angustia en su voz revelaba sus reparos.

‑¡Pues ya va siendo hora! ¡Parece mentira, Cecilia, con lo experta que eres para todo lo del sexo! Venga, ya verás cómo te va a gustar.

Laura se acercó aún más, colocando su sexo a escasos centímetros de su cara. Pudo sentir su olor a pis y a almizcle.

‑¡Ay, no sé, señorita!

‑¡Pues lo vas a hacer, te guste o no! Y más te vale hacérmelo bien, si no quieres que te dé otro repaso con el cepillo.

‑Sí, señorita.

Su mansedumbre era un jarabe espeso, pesado, que le inmovilizaba el cuerpo contra la cama y le llenaba la boca con su sabor agridulce.

Los bucles rubios descendieron sobre su cara. Sacó la lengua dócilmente y la hundió entre el vello espeso, buscando la mucosa suave y húmeda enterrada en él. El sabor del coño de Laura le llenó la boca, reconoció en él el gusto de su sumisión. Notó un espasmo de placer recorrer el cuerpo de Laura, la oyó soltar una risita, la sintió mecerse sobre ella, moviendo su sexo sobre su lengua para dirigirla hacia donde quería sentirla.

‑¿Qué pasa, que tienes la lengua muy cortita? ‑jadeó Laura‑. ¡Venga, métemela bien adentro! ¡Dame gusto, tontita!

La cogió del pelo y dejó caer todo el peso sobre su cara. Cecilia hurgó con la lengua hasta encontrar la abertura de su vagina, hundiéndola lo más que pudo en ella.

‑¡Eso, cómeme el coño, guarra! ¡Ahí es donde me mete la polla tu querido Julio!

Los celos la volvieron a espolear, pero sólo sirvieron para agudizar su sensación de derrota. Laura le había ganado la partida. Ese coño de vellos rubios se había apoderado de la verga de Julio, y cuando él faltaba, ahí estaba ella con su boca para satisfacerlo.

Una perdedora y una guarra, eso es lo que era. Laura era una princesa y había que tenerla contenta.

Tenía que comerle el coño hasta que le doliera la lengua.

‑Ahora un poquito en el clítoris… ¿Sabes dónde está?

Fue separando los pliegues de delicada mucosa hasta encontrar el diminuto botón del placer. Entre sus párpados entrecerrados vio que Laura se arrancaba el sujetador y se apretaba sus pechos blancos y generosos, acariciándose los pezones sonrosados con los pulgares.

‑¡Así, qué gusto! Y ahora me vas a hacer otra cosita, para demostrarme lo sumisa que eres.

Laura se dio la vuelta. Sus nalgas redondas y blancas descendieron sobre su cara. Pudo haber girado la cabeza a un lado, porque sabía bien lo que se le exigía para completar su ritual de degradación.

Pero no lo hizo, siguió mirando fascinada mientras la raja se abría para revelar su secreto: el hoyo fruncido, color marrón claro. Lo contempló, tomando conciencia de lo que iba a hacer, de lo que significaba. Las nalgas frescas, blandas y suaves le rozaron las mejillas, se apretaron contra ella obligándola a cerrar los ojos. Su nariz entró en la raja; el olor era más sutil de lo que esperaba. Alzó la cara, estiró la lengua y le rindió a Laura el homenaje más envilecedor.

‑¡Eso lámeme bien el culo! ‑suspiró Laura‑. ¿Ya has comprendido que eres mía, verdad?

El ojete de Laura era un pozito estrecho y apretado en el que, sin embargo, lograba introducir la punta de la lengua. Ya no le importaba lo que hacía, la mansedumbre la derretía por dentro.

‑Ahora mi coñito otra vez. Venga, haz que me corra.

Laura basculó las caderas y se inclinó hacia delante. Obediente, pasó la lengua del ano a la vagina, intentando penetrarla también. El ojete se le quedó pegado a la punta de la nariz, como para no dejarla olvidar su ignominia. Dócilmente, con una avidez que hacía un momento le resultaba impensable, hurgó con la lengua entre los pliegues de carne viscosa con sabor a ostras, recorriendo una y otra vez el surco entre la vagina y el clítoris, mientras el flujo de Laura le encharcaba la cara y descendía en gruesos goterones por sus mejillas.

Se entregó a su labor con esmero, en ningún momento se le ocurrió escatimarle el placer a Laura. El goce de los demás era un deber sagrado para las que eran como ella.

Y entonces, inesperadamente, un contacto húmedo sobre su propio sexo le anunció que Laura iba a devolverle el favor. Laura le agarró los muslos y la obligó a levantarlos y abrirlos para ofrecerse mejor a las atenciones de su lengua. La lengua de Laura encontró su propio botón de placer, despertándole destellos de goce en todo el cuerpo.

Apasionadamente, se volcó en devolverle el favor. Su lengua ávida, ansiosa, volvió a encontrar el clítoris, lo rodeó, lo acarició, lo titiló y fue como si se lo hiciera a sí misma, porque Laura le correspondía inmediatamente con lo mismo. Laura se detuvo para emitir gemidos de placer que reverberaron dentro de su sexo, al tiempo que apretaba el pubis contra su cara. Haciendo caso omiso del cansancio de su lengua, Cecilia se esforzó por seguir estimulándola mientras Laura se corría.

Cuando cesaron las sacudidas del cuerpo de Laura, pensó que todo había acabado.

Pero se equivocaba. Laura se incorporó un poco, dejando de aprisionarle la cara con el pubis, y volvió de inmediato a trabajar sobre ella, lamiéndole el coño con el mismo esmero que antes había puesto ella. Sintió acercarse el clímax mientras contemplaba a un palmo sobre su nariz el coño y el ojete a los que acababa de rendir pleitesía.

Luego las oleadas de su propio orgasmo la hicieron cerrar los ojos y sacudirse en convulsiones de placer.

* * *

Laura gateó hasta su lado, se tumbó sobre ella metiendo una rodilla entre sus piernas, y la besó apasionadamente. Cecilia olió su propio coño en los labios de Laura. Le gustó, era un olor dulce, a canela. Estuvieron abrazadas un rato, recuperando la respiración. Luego Laura rodó a un lado con un suspiro de satisfacción y una risita de alegría.

‑Qué maravilla, ¿verdad? ‑le dijo.

No respondió. Se quedó mirando al techo, cada vez más asombrada al darse cuenta de lo que acababa de ocurrir.

Acabo de hacer el amor con Laura. ¡Increíble!

Laura se levantó de la cama. Llevaba sólo puestas las medias y el liguero. Le pareció más hermosa que nunca: las líneas rectas de su espalda, los hoyuelos en sus caderas, las nalgas blancas, redondas, enmarcadas por las tiras del liguero.

Laura encontró su bolso sobre la mesa de diseño, sacó de él una cajetilla verde de cigarrillos mentolados y un mechero. Encendió un pitillo mientras se volvía a acostar junto a ella. Tomó una calada profunda y lanzó una columna de humo hacia el techo.

‑¿A que ha estado bien, eh? ‑le dijo rodando a un costado para mirarla‑. ¿Ves? Ya te decía yo que nos lo íbamos a pasar pipa. Ahora seguro que volveremos ser amigas.

Eso la sacó de su estupor. Ella también se volvió de lado para mirar a Laura a la cara.

‑No, Laura, no volvemos a ser amigas ‑le dijo, irritada por su presunción‑. Me he sometido a ti por obedecer a Julio. No quieras ver nada más en lo que acaba de pasar.

La expresión risueña se borró del rostro de Laura como el sol que se esconde detrás de una nube. Volvió a ponerse de espaldas mirando al techo, dando un par de caladas lentas al cigarrillo.

‑¡Sí, claro, ya veo! Eso es lo que me dijiste al principio ‑dijo con voz calma pero no exenta de una cierta amargura‑. Que lo haces por Julio. ¡Siempre es por Julio!

Cecilia se arrepintió de haberle dicho eso, en ese tono. Laura seguía mirando el techo, pensativa.

Es verdad que me lo he pasado bien… ¡Qué pena! Teníamos buen rollito después de hacer el amor y ahora me lo he cargado.

‑Pero sí que es verdad que ha estado bien ‑dijo esbozando una sonrisa para intentar arreglar las cosas‑. Lo que no entiendo es… ¿a ti te gustan las tías, Laura?

Laura volvió la cara hacia ella mirándola severamente.

‑Pero bueno, ¿no te he dicho que me trates de usted y que te dirijas a mí como señorita?

Alargó la mano y le dio dos fuertes azotes en el culo, que la tomaron enteramente por sorpresa.

‑Como me vuelvas a faltar al respeto te daré un castigo mucho más severo ‑recalcó Laura.

Cecilia se frotó la nalga, más dolida por la crudeza del acto que por los golpes en sí.

‑Perdone, señorita ‑dijo frunciendo el ceño‑, pero es que pensé que ya habíamos terminado. Cuando acabo una sesión con Julio, volvemos a tratarnos de forma normal.

‑Aquí no hay sesión que valga. Todavía llevas puesto tu collar de sumisa ¿no? ¿O acaso te lo quitas después de follar con Julio?

‑Últimamente no. Soy su sumisa todo el tiempo.

‑Pues conmigo es lo mismo.

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