Una sumisa novata. Un Dominante experto. Un cuarto de hotel.
Estás hecha un flan, no cabe la menor duda. Te has parado en mitad de la habitación del hotel, sin saber qué hacer, sin saber a dónde ir. Me miras con esa mirada entre temerosa y suplicante. Sé que estás pensando en salir corriendo y no volver a verme, lo que sería una auténtica pena. Te voy a hacer pasar una tarde maravillosa, una tarde que no olvidarás en tu vida, en la que todas tus fantasías se harán realidad, te he prometido. ¿Y si no puedo cumplir esa promesa tan arrogante? Porque, en realidad, depende también de ti. Y tú estás hecha un flan.
Dejo mi bolsa de viaje en el suelo y me acerco a ti, deslizando la mano suavemente bajo tu melena, masajeándote el cuello con creciente energía, al tiempo que te atraigo hasta mí hasta que consigo abrazarte.
-Ven, vamos a jugar a un juego. Ya verás como te va a gustar.
No dices nada, pero dejas que te conduzca delante del espejo.
-Mírate. Quiero que te veas en el espejo, pero no con tus ojos, sino con los míos. Quiero que veas tu cuerpo desnudo por primera vez, como voy a verlo yo por primera vez.
Asientes, pero te has puesto aún más nerviosa. Tú corazón late a mil. Te recojo el pelo dentro de mi mano en un haz apretado, del que tiro suavemente para obligarte a levantar el mentón. Con la otra mano desabrocho el primer botón de tu blusa. Luego el siguiente.
-¿Estás mirando como yo te dije? -te susurro al oído.
-Sí… Bueno, creo que sí.
He llegado al último botón. Tiro de tu blusa para sacártela de la falda y te la termino de quitar. Tus ojos recorren tu piel blanca en el espejo, como lo hacen los míos. Estás siendo obediente. Te gusta ser obediente. No te desabrocho el sujetador sino que te bajo una tira por el hombro. Tu pecho es tan perfecto como me lo imaginaba, ni grande ni pequeño, coronado por un pezón sonrosado que ya se empieza a despertar. Paso por él la yema del dedo, suavemente, casi sin rozarlo, y se arruga y se estira como buscando el contacto con mi dedo.
-¿Lo estás viendo, ratoncito? ¿Estás viendo lo bonita que eres?
-Por favor… -dices, y tú misma no sabes qué es lo que me pides, que siga o que me detenga. Tus manos se abren y se cierran a los lados de tu cuerpo.
Me pregunto si de verdad eres capaz de verte como te veo yo, tan bella, tan inocente, tan joven. Llevo meses deseándote en mis sueños y ahora por fin te voy a tener. Quiero verte desnuda, expuesta a mi mirada codiciosa. Quiero pasar las yemas de mis dedos por cada centímetro de tu piel. Pero eso no me basta. Quiero meterme en tu mente, hacer que sientas lo que quiero que sientas: confianza y miedo, placer y dolor.
Mientras pienso todo eso he acabado de quitarte el sujetador. Pero tú, rebelde, te has puesto las manos sobre los pechos.
-Eso no puede ser, ratoncito. Voy a tener que tomar mis medidas para que esto no vuelva a ocurrir.
Lo he dicho con voz suave, que sé que es la que más asusta. Alarmada, apartas las manos de tus pechos, aunque sabes que ya es demasiado tarde. Tus ojos nerviosos me persiguen. Abro mi bolsa de viaje y saco una cuerda de cáñamo, roja, muy suave, que desprende ese olor casi obsceno. Te cojo las manos y te junto las muñecas detrás del cuello. La cuerda forma un bucle que las rodea rápidamente, luego los extremos corren en direcciones opuestas, trepando por tus antebrazos. Hago un nudo y luego te paso los dos lados de la cuerda entre los brazos, entre las manos, dando vueltas en dirección perpendicular a la anterior. Cuando acabo tienes los brazos sólidamente unidos.
Tus pechos se han levantado orgullosos. Planto mis manos sobre ellos y te los sobo sin miramientos. Ahora son míos. Te pellizco los pezones, los acaricio, los retuerzo. Tú quieres encorvarte, pero yo no te dejo.
-Mírate, ratoncito -te susurro al oído-. Mira lo que hago contigo.
Bajo la cremallera lateral de tu falda, que cae al suelo y se arremolina a tus pies. No has podido hacer nada por impedirlo. Tus piernas son blancas como dos columnas de mármol. Tu pubis es una sombra oscura bajo la tela de tus bragas. Te miras al espejo con mis ojos y estás nerviosa intentado averiguar dónde voy a tocarte a continuación. Pero yo te cojo en vuelo y me siento en la cama contigo en mi regazo, haciéndote un ovillo entre mis brazos. Te doy un beso, el primero, labios que apenas se rozan.
-Te voy a dar una azotaina -anuncio-. No te preocupes, que no te va a doler… Al menos al principio. Luego te gustará que te duela. Querrás que te duela. Mientras te azote te explicaré cosas que sólo se pueden entender cuando estás atravesada en el regazo de un hombre, con el culo en pompa, sintiendo el picor de los azotes. Cuando termine volveré a llevarte frente al espejo y te enseñaré lo rojo que te habré puesto el culo. ¿Tienes miedo?
-Sí -confiesas-. Bastante.
-Bueno, ya verás que no es para tanto. ¿Empezamos?
Sin esperar a tu respuesta te doy la vuelta de repente. Lo he hecho muchas veces, con mujeres más corpulentas que tú. Cuando te quieres dar cuenta estás bocabajo sobre mis piernas cruzadas, la cara apoyada en la cuerda que une tus brazos.
-He cruzado las piernas para obligarte a poner el culo en pompa, así que sé buena y relaja esa espalda… ¡Así! Puedes levantar más el culo, que no te dé vergüenza…
Tu respiración se ha vuelto entrecortada. Estás hecha un flan. Esperas el primer azote, pero yo alargo la mano y te vuelvo a masajear el cuello, luego la espalda, hasta que empiezas a relajarte. Tu pompis se arquea sobre mis muslos, ofreciendo su curva insolente. Llevas puestas unas braguitas blancas de algodón, muy discretas, pero que no esconden la fina arruga que marca la frontera entre el muslo y el culo, y la piel blanca de la asentadera justo por encima de ella. Es ahí donde te doy el primer azote, flojito. Tú lo acusas con una sacudida que te recorre el cuerpo y con una súbita inspiración. Tu cuerpo se relaja enseguida y yo sé lo que estás pensando… que no te ha dolido… que te ha gustado… que casi hubiera sido mejor que te hubiera dolido, porque que te gusten mis azotes te vuelve aún más vulnerable. Quiero aprovechar tu confusión, así que te doy otro azote igual en tu nalga izquierda, la que está pegada a mí. Luego te doy más azotes sobre la tela blanca de las bragas, alternando entre una nalga y otra.
-Déjame que te explique una cosa, Beatriz -digo mientras prosigo con los azotes con un ritmo constante que te dice que no pienso parar por un buen rato-, algo que de lo que no te he hablado todavía. La sumisa debe entregarse al dominante… ¿sabes lo que quiere decir eso?
No respondes. No quieres hablar conmigo mientras te azoto, es demasiado humillante. Te propino un par de azotes fuertes, para que comprendas que no me voy a andar con bromas.
-Te he hecho una pregunta, Beatriz. Respóndeme.
-¡Ay! ¡Sí! ¡Pues claro que sé lo que quiere decir! Quiere decir que tengo que obedecerte… Y es lo que estoy haciendo, ¿no?
-No exactamente, ratoncito -digo mientras prosigo con los azotes al ritmo de antes-. Entregarte a mí quiere decir que te pones a mi disposición, que me das tu cuerpo para que yo disfrute de él. Hasta ahora no te he pedido que hagas nada por mí, todo ha sido para que tú aprendas a disfrutar de ti misma, porque te tengo muy consentida… Debes de ser la sumisa más mimada del mundo -te doy un par de azotes más fuertes para acentuar lo que acabo de decir-. Hasta te he dejado tus bragas puestas, porque sé lo que te altera ir sin ellas. Pero ahora ha llegado el momento de que te quedes completamente desnuda para mí. ¿Entiendes?
-Sí -te apresuras a responder antes de que te castigue por no hacerlo-. Supongo que ahora es cuando me las vas a quitar…
-No… Te las vas a quitar tú. Te voy a desatar los brazos para que seas tú misma la que me enseñes ese pompis tan bonito que tienes.
-¡Ay!
Hundes la cabeza entre los brazos para ocultar tu vergüenza. Yo aprovecho para deshacer las cuerdas que unen tus antebrazos. Cuando termino los estiras para desentumecerlos, pero sigues ocultando tu cara en la colcha.
-¿Estás lista?
Tuerces un poco la cara y veo que te has puesto muy colorada.
-¡Por favor, no me pidas eso! Quítamelas tú, por favor.
-No, Beatriz… ¿No dices que eres tan sumisa, tan obediente? Pues obedéceme. La obediencia se demuestra haciendo cosas que cuesta trabajo hacer.
No te mueves. Yo vuelvo a pegarte, haciendo que cada azote sea ligeramente más fuerte que el anterior, para que comprendas que no vas a poder postergar lo inevitable. Por fin, tus manos temblorosas bajan por tus costados, agarran el elástico de la cintura de las bragas y lo empujan hasta tus muslos. En el proceso has tenido que arquear las caderas, sacando más el culo y mostrándome el botoncito marrón de tu ano. Te das cuenta y para esconderlo aprietas las nalgas, que han adquirido un precioso color sonrosado. Las acaricio. Los azotes han calentado tu piel, volviéndola suave como el terciopelo.
-¡Así me gusta, ratoncito! Has sido una chica buena y obediente, yo ahora puedo disfrutar viéndote el culito, acariciándotelo… y azotándotelo -digo, reanudando la azotaina.
Tú respondes moviendo las caderas al ritmo de los golpes. Estás muy excitada, lo sé. Pero tú te das cuenta del espectáculo que ofreces y vuelves a apretar las nalgas.
-¡Mira, Beatriz, ya está bien de tonterías! Eres una mujer adulta, así que no pasa nada porque te vea el culo. Ya te he explicado que para ser sumisa tienes que ofrecerte a mí.
-Perdona… Es que yo… no lo puedo evitar. Me da mucha vergüenza.
-¡Pues te aguantas! Se acabaron las contemplaciones,
Agarro las bragas y te las saco por los pies.
-Abre bien la piernas. Quiero verte bien.
-¡No, por favor!
Sujetándote bien la cadera con mi brazo izquierdo, te levanto el culo y empiezo a propinarte azotes de los de verdad. Alarmada, levantas la cara de donde la escondías en la colcha.
-¿Qué? Pican, ¿a que sí? Pues si quieres que pares ya sabes lo que tienes que hacer.
Tus muslos se abren de par en par. Tu coño también está abierto, los labios mayores hinchados mostrando la humedad en tu interior. Los dos estamos jadeando. Puedo olerte. Tu culo está tan caliente que lo noto en la cara.
-Así me gusta -digo con voz entrecortada.
Mis dedos recorren tu trasero ardiente y no se detienen, rozan tu ano y se sumergen en la humedad de tu sexo. Cuando la punta de mi dedo llega a tu clítoris separas aún más las piernas y arqueas las caderas todo lo que puedes, ofreciéndote completamente a mí.
-¡Muy bien! Por fin se descubre la verdad: eres una guarra. Quieres que siga, ¿no?
-¡Por favor…! ¡Por favor…! -gimes.
-Pues no. Vas a seguir tú.
-¿Qué?
-Lo que oyes. Ponte el dedito en el clítoris y acaríciate.
-¡No, por favor! ¡Eso sí que no puedo hacerlo! -dices con voz de pánico.
Sé que estoy muy cerca del límite… Estás a punto de decir tu palabra de seguridad y eso romperá el hechizo, ahora que estamos tan cerca. Vuelvo a acariciarte tu botón del placer hasta que noto tu cuerpo relajarse de nuevo.
-No pasa nada, ratoncito… Entrégate… Déjate llevar.
-¡Sí! ¡Si es lo que quiero hacer! -dices con voz lastimera.
-Pues entonces obedéceme. Quiero que me des tu placer, el placer que tú misma te das. Has llegado muy lejos, no me defraudes ahora.
Vuelves a enterrar la cara en la colcha. Pero tu mano se desliza bajo tu vientre hasta que tu dedo medio se aloja entre los labios de tu coño. Tímidamente al principio, luego con más decisión, empiezas a estimular tu clítoris con movimientos circulares.
-¡Muy bien, ratoncito! Ahora no pares. Y no cierres las piernas, quiero ver cómo mueves ese dedito.
Sueltas un gemido por toda repuesta. Has ladeado la cabeza sobre la cama para poder respirar mejor. Tienes los ojos cerrados y las mejillas encendidas.
Reanudo los azotes. En cuanto los sientes te pones a temblar de placer. Tu dedo se mueve con más avidez.
-¿Qué? Ahora te gustan los azotitos, ¿a que sí?
Te estoy pegando flojito deliberadamente. Resoplas de frustración.
-Por favor… -te quejas.
-¿Por favor… qué?
-Por favor… ¡más fuerte!
-¡Ah! ¡Acabáramos, Beatriz! Tú lo que necesitas es que te peguen una buena paliza mientras juegas contigo misma, porque eres una chica muy salida, que se pasa todo el día mojada… ¿Verdad?
Te estoy dando fuerte, buscando el punto que te satisfaga sin hacerte demasiado daño, pero tú gruñes y bamboleas las caderas con el ritmo con que gira tu dedo. Ajusto los golpes al mismo compás y nos ponemos a danzar los dos la danza del placer y del dolor. Mi verga lleva mucho tiempo erguida y quiere frotarse contra tu cadera, pero renuncio a darme ese placer porque quiero disfrutar más plenamente del tuyo.
-¡Por favor! ¡Por favor! … ¿Puedo correrme ya?
-¡Claro que sí, ratoncito! Córrete por mí… ¡Venga!
Mientras te acercas al clímax te doy golpes cadenciosos, enérgicos, levantando mucho la mano para aumentar el dramatismo. Chillas, y no se sabe si es de dolor o de placer. Tú misma no lo sabes. Tu dedo ha adquirido un ritmo frenético, salvaje. Llegas, por fin, gritando y apretando tu vientre contra mis muslos. No dejo de azotarte hasta que tu cuerpo flácido sobre mi regazo me anuncia que tu orgasmo ha llegado a su fin.
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