Escena de mi nueva novela El rojo, el facha y el golpe de estado.
Lorenzo pasó la vista por el pequeño valle. Tras ellos, las casas del pueblo se apiñaban entre hierbas y maleza. Algunas aún tenían sus tejados, que estaban cubiertos de musgo y liquen. De otras sólo quedaban paredes de piedra encerrando una maraña de zarzas y helechos. Al fondo del valle había densos bosques de robles, hayas y castaños. La ladera que cortaba el camino estaba llena de tojos, punteados por sus brillantes flores amarillas.
-La verdad es que a Sabrina no la conozco de nada -dijo Cecilia-. Hablé con ella un par de veces cuando Julio estaba en Santiago haciendo la mili. Luego la conocí en nuestra boda.
-Sí, yo también la conocí en vuestra boda. No parece gran cosa. ¡Bueno, tía! Ya que hemos venido hasta aquí, no vamos a echarnos atrás, ¿no?
Cecilia se encogió de hombros y se puso en marcha frente a él. Se había puesto unos pantaloncitos cortos color crema que acentuaban sus muslos tostados.
El camino había sido de carros un tiempo atrás, pero ahora la maleza se había comido una de las roderas, dejando un sendero individual. En numerosos sitios se apreciaba como las zarzas y los helechos habían sido cortados con una guadaña o un machete. Si no, habrían cerrado completamente el sendero.
El aire era húmedo y el sol calentaba. Pronto estuvo sudando.
Al cabo de un rato, el camino se curvó alrededor del monte y perdieron de vista al pueblo. El fondo del valle se había elevado gradualmente hasta la altura del camino, y pronto se vieron rodeados de robles y castaños. Cerca de ellos se oía el ruido de un riachuelo precipitándose entre las rocas. Era un rumor tranquilo, mezclado con el arrullo de tórtolas, trinar de pájaros y el ulular ocasional de un búho.
Ninguno de los dos se atrevía a romper el silencio.
Llegaron a la aldea. Era sólo los muros de unas cinco o seis casas en ruinas. Doblaron una esquina y vieron una que había sido reconstruida, a juzgar por el cemento reciente que unía las piedras de sus muros, justo debajo del tejado de pizarra.
La rodearon y se encontraron con una anciana enjuta ocupada en regar unas plantas frente a la casa. Iba vestida de negro a la usanza de las viudas gallegas: falda hasta los pies, chal negro de punto, y un pañuelo cubriéndole el pelo.
-Perdone, señora -le dijo él-. Estamos buscando a una chica que se llama Sabrina. ¿Sabe usted dónde podemos encontrarla?
La vieja se volvió hacia él. Unos ojos verde oscuro brillaron bajo el negro velo. Su rostro era pálido, sin arrugas. Como por arte de magia, la anciana se había transformado en una joven. Bastante guapa, además.
* * *
-¡Sabrina! -exclamó Cecilia-. ¿Qué haces vestida así?
Sabrina se enderezó, escrutándolos.
-¡Ah, Cecilia! Me alegro que hayas venido. Ahora por fin vamos a tener tiempo de conocernos.
Hablaba con un melodioso acento gallego.
Él le extendió la mano.
-Hola, soy Lorenzo, un amigo de Cecilia, Julio y Laura. Nos conocimos en su boda, no sé si te acordarás.
Sabrina volvió la mirada hacia él, frunciendo levemente el ceño.
-Éste es mi lugar de retiro -le dijo-. Si queréis quedaros, tendréis que seguir mis normas.
-Bueno, vale. ¿Cuáles son tus normas? -dijo él.
-Para empezar, quitaos la ropa.
-¡Pero bueno! ¿Tú de qué vas, Sabrina? -le dijo Cecilia.
Sabrina se acercó a Cecilia hasta poner su cara a un palmo de la suya.
-Voy de meiga, ¿no te lo han dicho?
Cecilia le sostuvo la mirada.
-¡Ya, meiga! Y nos querrás hacer el mismo jueguecito que hiciste con Laura en Santiago, la noche de San Juan.
Lorenzo se les acercó, pero ellas siguieron mirándose fijamente.
-Sí, te pienso follar, como la follé a ella esa noche. Es algo que tengo ganas de hacer desde la primer vez que te vi, haciendo el amor con Julio en la playa de Barra.
-¿Y no preferirías follar con Julio, para que te dé una azotaina de esas que tanto te gustan?
-No. Por eso no quise que viniera. Quiero mucho a Julio, pero no quiero que traiga ese tipo de energía a este sitio.
-¿Y entonces qué tipo de energía quieres que haya?
-La de un retiro espiritual. He venido aquí a aprender cosas sobre los rincones más oscuros de mi mente. Vosotros deberíais hacer lo mismo. Si no, será que mejor que os marchéis.
-¿Un retiro espiritual? ¿No decías que me querías follar?
Algo extraño pasaba entre esas dos. Lo veía en la intensidad con que se miraban, en el énfasis que ponían a todo lo que decían, como si cada frase fuera un desafío. Era como si una corriente de alto voltaje corriera entre ellas.
-Las meigas usamos el sexo para aprender cosas y recoger poder personal. Pero tú eso ya lo sabes, porque eres medio bruja. Tienes mucho poder personal. Lo noto.
-¿Poder personal? ¿Como en los libros de Carlos Castaneda?
-Sí, claro. ¿Los has leído?
-Leí Las enseñanzas de don Juan mientras estaba encerrada en el sanatorio. Me pareció interesante, pero no creo que nada de eso sea verdad.
-¡Haces bien! Esas cosas no hay que creérselas hasta que las hayamos experimentado.
Lorenzo no entendía nada, pero no se atrevía a interrumpirlas. Parecían que hablaban de cosas importantes, demasiado místicas para que él las comprendiera.
Sabrina le acarició la mejilla a Cecilia. Llevaba puesto un anillo de metal oscuro, tan grande que abarcaba toda la falange del dedo. No llevaba ninguna piedra preciosa, ni parecía particularmente bonito. Se preguntó si sería un anillo de bruja.
-Quédate, Cecilia. Vas a aprender muchas cosas conmigo. Como las aprendieron Julio y Laura. ¿No te lo han contado?
-¡Sí, claro que me lo han contado! Laura no quiere ni oír mencionar tu nombre.
Sabrina retiró la mano y bajó los ojos.
-¡No me extraña! Fue culpa mía, pero yo no podía hacer otra cosa. Me cansé de decirles que se volvieran a Madrid, pero no me hicieron caso. Los honguitos le dijeron lo mismo a Julio, que se iba a ahogar en la mar, pero él siguió por ese camino. ¡Menos mal que salieron vivos! Ellos también tienen mucho poder personal.
-¿Pero de qué demonios estáis hablando? -exclamó él finalmente-. ¿Qué honguitos? ¿Qué coño es el poder personal? Nosotros sólo queremos que nos pongas en contacto con los contrabandistas.
-Vas a cometer el mismo error que Julio y Laura -dijo Sabrina volviéndose hacia él-. Te quieres adentrar por un camino peligroso, sin saber a dónde te va a llevar. Yo, desde luego, no os pienso decir nada sobre los contrabandistas hasta ver si estáis preparados.
-¿Y cómo vas a saber si estamos preparados? -dijo Cecilia.
-Lo sabréis vosotros, si os quedáis aquí y hacéis lo que yo os diga. Haremos un ritual para que los honguitos os guíen sobre lo que debéis hacer en el futuro.
-Ya, las setas alucinógenos que le diste a Julio y Laura… Pues no veo que a ellos les sirvieran de mucho.
-¡Pues claro que les sirvieron! A Julio le avisaron que corría peligro de ahogarse. Y también le dijeron cómo encontrarte.
-¡Qué dices! -dijo él-. Julio no lo supo hasta que se lo dijo Beatriz.
-Bueno… Julio me dijo que vio a Beatriz en una visión que tuvo cuando se tomó los hongos -ponderó Cecilia-. Y, por lo visto, ya también me le aparecí en esa visión. Le dije dónde estaba: en Grijalba. Pero él no consiguió recordar ese nombre hasta que se lo dijo Beatriz. Entonces supo que era verdad.
Sabrina volvió a mirarla a los ojos.
-¿Lo ves? Sabes que te estoy diciendo la verdad. Los honguitos te lo confirmarán.
-¿Entonces, si no aceptamos tomarlos, no nos vas a poner en contacto con los contrabandistas? -dijo Cecilia.
-Éste es un sitio mágico donde se viene a aprender. Siempre he sabido que un día vendrías aquí, Cecilia, y así lo has hecho. Pero ahora debes de tomar una decisión importante: ¿quieres aprender sobre lo que hay en tu mente y liberarte de tus cadenas internas, o no? Si lo haces, sabré que puedo confiar en ti y te diré lo que quieres saber.
-Pero es que no hemos venido aquí para eso. Vine sólo para ayudar a mi amigo Lorenzo con su trabajo.
-Pues si Lorenzo quiere que lo ayude, tendrá que hacer lo mismo. Si quieres, puedes marcharte y dejarlo aquí para que yo le enseñe.
¡Por favor, Cecilia, no me dejes aquí con esta bruja!
-He venido aquí con él y no lo pienso abandonar ahora. -Cecilia se volvió hacia él-. Es tu decisión, Lorenzo. ¿Nos quedamos o nos vamos?
-Pues ya que hemos montado toda la movida de venir hasta aquí, no nos vamos a rajar ahora, ¿no?
-Pues entonces, denudaos.
-¿Y por qué tenemos que desnudarnos? -preguntó él-. ¿Qué coño vamos a hacer? ¿Una orgía, o algo así? ¿O es que tiene que ser una sorpresa?
-¡Tranquilízate, chaval! -le dijo Sabrina-. Déjate llevar. Quiero que me demostréis vuestro compromiso con el aprendizaje. Que os volváis vulnerables a él. Desnúdate, para que este sitio mágico se te meta por la piel.
-Lo que quiere es verme en pelotas porque la pongo cachonda, ¿no lo ves? -dijo Cecilia con la mirada clavada en Sabrina-. ¡Pues nada! ¡Aquí me tienes!
Sin apartar la mirada de Sabrina, Cecilia se desabrochó los short y los dejó caer al suelo. También se bajó las bragas. Sabrina dio un paso atrás. Cecilia se sacó los pantalones y las bragas de los pies. Se sentó en el suelo para quitarse los tenis y los calcetines.
-No te burles de esto, Cecilia. Es muy serio, ya lo verás. Saldréis de aquí transformados.
-Yo todo me lo tomo muy en serio -Cecilia se sacó la camiseta por la cabeza-. Y cuanto más en serio me lo tomo, más me burlo. A fin de cuentas, todo es una gigantesca broma cósmica. ¿O no?
-Bueno, eso ya lo veremos.
Sabrina se dio la vuelta y desapareció por unas escaleras que bajaban hacia la huerta y el riachuelo.
Cecilia se quitó el sujetador, la última prenda que le quedaba, y lo dejó caer sobre el montón de ropa a sus pies. Estaba preciosa, desnuda al sol.
-Enróllate, Lorenzo -le dijo Cecilia-. ¿Qué nos va a hacer? Somos dos contra una, y sabemos artes marciales.
-Ya, pero esta tipa es una bruja.
-La brujería no existe, Lorenzo.
-¿Ah, no? Pues hace un momento bien que te vendió la moto hablándote de las visiones que había tenido Julio y todas las movidas esas…
-Son hongos alucinógenos, tío. Desde que Julio y Laura me contaron sus experiencias, tengo ganas de tomarlos. Pero, por lo que he leído, no basta con comértelos. Hace falta un ambiente y una preparación adecuados. Sabrina parece ser un buen guía, así que, si hace falta quedarse en pelotas, yo me desnudo. Te aconsejo que hagas lo mismo.
-Pues yo no sé si me voy a tomar la mierda esa de setas…
Resignado, se sentó en el suelo y se puso a desatarse las cletas.
Cuando volvió Sabrina, ya estaba desnudo. Ella traía saco, en el que metió su ropa y la de Cecilia. Lo ató con una cuerda, murmurando una especie de conjuro.
-Esperadme aquí -dijo Sabrina, y se volvió a ir con el saco.
-¡Estupendo! Ahora no nos podremos pirar hasta que nos devuelva la ropa y los zapatos. ¿A ti todo esto te parece normal?
-De momento, me gusta este juego. Y a ti también, por lo que veo.
Cecilia señaló con el mentón a su polla, que se había puesto en atención. Se preguntó si sería por verla desnuda o por estar desnudo él mismo. O quizás por la comedura de tarro que les estaba haciendo Sabrina.
Cuando volvió, Sabrina se había quitado el velo y el chal. Tenía una bonita melena dorada y lacia. Le sonrió a Cecilia.
-¡Estás tan buena como decía Julio! Y tu amigo tampoco está mal. Un pelín esmirriado.
Lo dijo con aire desenfadado, muy distinto del tono portentoso con el que hablaba antes.
-Se llama Lorenzo. Y está cachas. ¡Tendrías que verlo escalar!
Sabrina se encogió de hombros.
-Venid que os enseñe la finca.
Siguieron a Sabrina, bajando los peldaños de piedra de la escalera hasta el huerto y un pequeño prado junto al arroyo. Atado a un árbol con una larga cuerda de cáñamo, había un burro gris con el hocico y el vientre blancos. Sabrina se acercó a él y lo acarició detrás de las orejas.
-Éste es Faixiño. ¿A que es riquiño? Me ayuda a subir comida desde el pueblo.
Un ala de la casa estaba construida sobre el arroyo. Sabrina les hizo entrar a un amplio recinto con paredes y suelo de piedra. En él, el arroyo se precipitaba en una cascada dentro de un canal de piedra.
Sabrina se quitó los zuecos de madera que calzaba y los dejó junto a la puerta.
-¿Siempre entras a la casa por aquí? -le preguntó él.
-Sí, antes había otra puerta en el piso de arriba, pero la tapiamos para evitar que se meta nadie. Esto era antes un muiño, donde se molían el maíz y los cereales. El arroyo que pasa por el pueblo no tiene suficiente fuerza para mover la piedra de un molino, así que la gente tenía que subir hasta aquí para moler su grano. El agua movía unas palas que hacían girar esta piedra.
Sabrina apuntó con un pie a una gran rueda de granito que había en el suelo.
-Yo ahora lo uso como cuarto de baño. Este cubo es para hacer mis necesidades. El pipí va al río y la caca a la huerta, como abono. Con este otro cubo saco agua del río para lavarme. Os podéis lavar los pies con él.
Eran dos cubos de madera con cuerdas en el asa. Sabrina tiró uno al arroyo para coger agua. Lorenzo metió un pie en él.
-Está fría. En invierno estará helada.
-¡No, hombre! En invierno me voy a estudiar a Santiago. Aquí sólo vivo en verano. A veces vengo un día los fines de semana a cuidar mis honguitos. Venid a que os los enseñe.
Cuando acabaron de quitarse el barro de los pies, Cecilia y él la siguieron a través de una puerta a un sótano sin ventanas. Sabrina cogió una linterna que había al lado de la puerta y la encendió.
-Aquí no hay electricidad ni agua corriente, por eso me viene bien el arroyo. El agua es potable, ya que no hay casas más arriba.
A lo largo de las paredes había varios maceteros alargados con pequeñas setas creciendo en ellos. Sabrina les fue señalando las distintas variedades.
-Estos son Psylocibe cubensis, los hongos mágicos normales. Ésta variedad es mi favorita, el Maestro Dorado. Estos son más potentes, los Psylocibe semilanceata. Estos son los mejicanos… los traje de Estados Unidos.
-¿Has ido a Estados Unidos? -le preguntó Cecilia.
-Sí, el verano pasado. Fui a Los Ángeles, buscando a Carlos Castaneda.
-¡A Carlos Castaneda! ¿Y lo encontraste? -dijo Cecilia, excitada.
-Sí, claro… ¡Pero, mira! ¿No tenéis hambre? Ayer hice una fabada riquísima. La iba a calentar para el almuerzo.
-¡Fabada, qué rica! -dijo él-. La verdad es que el paseo me ha dado gazuza.
-Pues entonces vamos para arriba. Seguidme.
* * *
La siguieron escaleras arriba hasta una trampilla que daba a la parte principal de la casa.
Era una única habitación, con una gran cocina de hierro en el centro y una mesa con tres sillas desparejas. Ventanas en todas las paredes dejaban entrar la luz del sol. La cama era una plataforma de madera junto a la pared con un colchón de matrimonio y un edredón. Enroscado encima había un gato enrome, gris atigrado, que bostezó cuando los vio entrar, pero no se movió.
-¡Ay, tienes un gato! -dijo Cecilia-. ¿Lo puedo acariciar?
-Mejor déjalo estar. Lo llamo Silvestre, porque es asilvestrado. Apareció por aquí un día y lo dejé entrar en casa para que corriera a los ratones. En unos días desaparecieron todos, así que le doy de comer para que se quede. Pero no le gusta que lo toquen. Ya me llevé algún zarpazo.
Lorenzo se acordó de su gato Lenin. Esperó que estuviera bien. Les había encargado a los vecinos que le dieran de comer y le limpiaran su caja.
De las vigas sobre la cocina colgaban un jamón, un lacón, chorizos y morcillas. Todo alrededor de la habitación, las paredes estaban cubiertas de manojos de hierbas, setas secas y otras cosas que no supo identificar. Cecilia se acercó a verlas.
-¿Qué son? ¿Sapos resecos?
-Sí. Hay sapos que tienen psicodélicos en la piel. Creí que podría encontrar alguno en Galicia, pero hasta ahora he probado varias especies y no he dado con ninguno.
-¿Te los comes? -preguntó él-. ¿No tienes miedo a envenenarte?
-Voy con cuidado. Vaporizo la piel o hago pomadas para untármelas. Hasta ahora, no he visto ningún efecto, ni bueno ni malo.
Sabrina abrió una de las compuertas de la cocina de hierro. Dentro brillaban unas brasas. Echó dentro un par de troncos de una pila de madera que había al lado de la cocina. Luego movió un pesado pote de barro sobre uno de los fogones.
-¡Cuéntame sobre Carlos Castaneda! -dijo Cecilia-. ¡Me muero de curiosidad!
Se sentaron en torno a la mesa. Sabrina trajo un botijo y sirvió tres vasos de agua.
-¡Bueno, pues nada! Estuve preguntando en la Universidad de California en Los Ángeles… UCLA, la llaman allí. Al final, di con él. Al principio no quiso hacerme mucho caso… Tuve que usar mis artes de seductora.
-¡No me digas que te acostase con Carlos Castaneda!
-Bueno, puede que me acostara con él, puede que no. Esas cosas no se cuentan. El caso es que me llevó al desierto, a un sitio que llaman Joshua Tree por unos árboles muy raros que hay. Son como yucas pero mucho más altos, con los troncos retorcidos. También hay montañas y enormes bloques de rocas. Es un sitio tan lleno de misterio como el desierto de Sonora donde Carlos Castaneda tuvo sus aventuras. Bueno, pues allí conocí a Mezcalito.
-¿Quién es Mezcalito? -preguntó él.
-No es una persona. Quiere decir que Carlos Castaneda le dio peyote, un cactus alucinógeno -le explicó Cecilia.
-Mezcalito es una entidad que habita en el peyote. Cuando lo tomas, te encuentras con él.
-¿Y qué te enseñó Mezcalito? -dijo Cecilia.
-¡Ay, muchas cosas! Me explicó el significado de mi relación con Julio. Julio fue quien abrió mi sexualidad, mi primera fuente de poder personal de. A base de azotainas, me enseñó a hacerme vulnerable y a no temer al dolor. De hecho, el dolor es una gran fuente de poder personal. Pero Mezcalito me hizo comprender que esa etapa ya había terminado. Que tenía que dejar a Julio atrás si quería seguir el camino del guerrero.
-¿Sí? ¿Entonces, por qué te volviste a acostar con él cuando te encontraste con Laura y con él en Santiago? -dijo Cecilia.
-No fue por acostarme con él. Lo hice por Laura. La vi en un estado muy delicado. ¡Pobriña! Estaba sufriendo mucho por haberte perdido, y luego encima perder al hijo que esperabais. Y ella y yo teníamos un tema pendiente que había que terminar. Así que hice el amor con ella… ¡Y, claro, a Julio no lo iba a echar de la cama!
-¿Y qué tema tenías pendiente con Laura? -dijo Cecilia.
-Cuando la conocí, había una gran corriente de energía entre nosotras, pero ella la cortó enseguida. Esa noche de San Juan conseguí reestablecerla, y con eso aumentar mi poder personal. Laura también. Salió del estado de depresión en que estaba y encontró su centro de gravedad. Si no, no hubiera salido viva de su aventura.
-Laura te culpa a ti de lo que les pasó -dijo él-. Dice que tú los traicionaste.
-Yo sólo les dije dónde encontrar a Fandiño y al padre de Cecilia, que es lo que ellos querían saber. Como tú ahora, que me vienes preguntando cómo contactar con los contrabandistas. Si te lo digo y te matan, ¿acaso voy a tener yo la culpa? ¡Entonces mejor que no te diga nada!
-Lo siento, Sabrina, pero yo no creo en corrientes de energía, ni nada de eso -dijo Cecilia-. Soy científica.
-¿Y qué te piensas, que yo no lo soy? Este curso acabo la carrera de farmacia. Y luego voy a hacer una tesis doctoral sobre plantas medicinales de Galicia. Ya tengo un catedrático que me la va a dirigir. ¡Pero, mira! Tú sabes que pasan cosas en el cerebro que aún no se pueden explicar. Como cuando tomamos psicodélicos. Y también se pueden alcanzar esos estados de consciencia a través de la meditación, o el dolor, o el sexo.
-Es verdad. Yo he tenido algunas experiencias así, con el sadomasoquismo. Y mi amigo el Chino a veces parece que tiene poderes paranormales. Es porque es un monje Zen, y ha hecho mucha meditación.
-Tú también eres meiga, ya te lo dije. Tienes mucho poder personal. Y entre nosotras siempre hubo una corriente de energía… Incluso antes de conocernos. ¡No me digas que no lo notas!
-Sí, algo sí que noto. Pero quizás es porque me estás sugestionando.
Él sí que lo notaba. Le estaba poniendo carne de gallina.
-Cuando hacía el amor con Julio, siempre notaba tu presencia. Él me hablaba mucho de ti. A través de él, descubrí mi sexualidad siguiendo tus mismos pasos. Por eso quiero hacer el amor contigo, para cerrar ese ciclo. Eso aumentará nuestro poder personal. Ya lo verás.
-¿Y Lorenzo? ¿También él va adquirir poder personal?
Sabrina lo miró, entrecerrando los ojos.
-No sé… Tu amigo me tiene un poco despistada. Hay algo que necesita encontrar desesperadamente.
-¡Claro, no te jode! ¡Los putos contrabandistas!
-No, es algo mucho más básico. Pero no te preocupes. Cuando empecemos el ritual, se nos revelará.
Eso también le dio escalofríos.
Se oyó borbotear del agua de la pota.
-Ya está lista la fabada - dijo Sabrina-. Vamos a comer.
(Parte 2)
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