Escena de mi novela Juegos de amor y dolor. Camino de España después de esquiar en los Alpes, Cecilia y Julio se ven obligados a compartir cuarto de hotel. Cecilia es religiosa y remilgada, pero durante su conversación íntima, Julio y ella descubren que comparten fantasías eróticas de una índole muy especial.
La idea que empezaba a formarse en su cabeza la aterraba, pero la tentación era irresistible.
-Pero si a mí me gusta, no tendría por qué ser nada malo.
El corazón le latía con fuerza. Seguía con la vista clavada en el techo; no se atrevía a mirar a Julio.
-Pero bueno, ¿qué me quieres decir con todo esto? -dijo Julio, tirándole del brazo para hacer que lo mirara-. ¿Que quieres que te pegue? ¡Me dejas alucinado, Cecilia!
Sintió que se ruborizaba. Rodó hacia un lado, dándole la espalda para que no le viera la cara.
-¡Soy idiota! No debería haberte contado nada.
Julio la agarró por el hombro y la sacudió ligeramente.
-Perdona, lo último que quiero es que te avergüences de lo que me has contado. Me he alegrado mucho de que lo hicieras, de verdad. Pero es que no entiendo lo que quieres… Antes de venir conmigo a esta habitación me dejaste muy claro que no querías que te tocara… ¿Y ahora quieres que te pegue?
-¿A ti te gustaría?
-¡Pues claro que me gustaría! Pero pensaba que era imposible. Nunca se me ocurrió que encontraría a una mujer que se prestara a eso.
-Pues ahora me has encontrado a mí.
-¿Estás segura, Cecilia? ¿No crees que sería pecado?
-Si me duele, si no siento placer, ¿por qué iba a ser pecado?
-Mira, Cecilia, lo que estás haciendo es darle vueltas a la cabeza intentando encontrar excusas. Yo me muero de ganas también, te lo aseguro. Pero te prometí que esta noche no intentaría nada contigo, así que no te voy a engañar. Lo que decidas lo tienes que decidir tú, no me vengas luego diciendo que yo te comí el coco.
Era verdad. Sus propios argumentos no acababan de convencerla. El deseo y la culpa se entremezclaban dentro de ella.
-Es que si no es ahora no podrá ser nunca -gimió-. Cuando volvamos a Madrid ya no te volveré a ver nunca más.
-¿Y por qué no? ¿Por qué no íbamos a poder seguir siendo amigos? Quizás sea mejor que te lo pienses con calma.
Sabía que no era así, que si dejaba pasar esa oportunidad ya no se volvería a presentar. Para ninguno de los dos. Probablemente ella nunca encontraría ese marido que la sabría disciplinar con cariño. Y Julio nunca encontraría otra masoca que se dejara dar azotes. Eso la hizo decidirse. Quería hacerle un regalo, dejarle un recuerdo inolvidable, como el que le dejó Laura aquella noche bajo el póster de la Sagrada Familia.
-Sólo unos cuantos azotes, encima del pijama, ¿vale?
Julio la miró con una mezcla de excitación y temor.
-Vale… Si quieres que pare, me lo dices y en paz, ¿de acuerdo?
-De acuerdo.
No podía creerse lo que estaba a punto de suceder.
Julio se sentó en medio de la cama, la espalda muy derecha, apoyada en una almohada y la cabecera. Dejó las piernas bajo las mantas, tirando de ellas para cubrirse también el regazo.
-Échate encima de mis piernas -le dijo.
Cecilia se levantó y fue a arrodillarse en la cama a su derecha. Vaciló un instante, y por un momento sus miradas se encontraron. El rostro de Julio reflejaba deseo y una cierta ansiedad. Ahora ya no iba a volverse atrás. Se dejó caer sobre su regazo. Las piernas cruzadas de Julio la hacían levantar el culo en una postura obscena. Sentía su calor, su olor la intoxicaba. Oleadas de excitación le recorrían el cuerpo.
Julio le pegó una palmada en el trasero. La tela espesa del pijama absorbió casi toda la fuerza del golpe, así que sólo sintió un impacto sordo, nada doloroso.
-¿Qué tal? -le preguntó Julio.
-No me ha dolido nada. Pégame más fuerte.
-A ver así…
Con el rabillo del ojo, vio a Julio levantar la mano, que cayó sobre ella con fuerza. Pero, una vez más, el golpe no le hizo efecto ninguno. Julio le pegó un par de veces más, con el mismo resultado. Era frustrante.
Fue una decisión súbita, inconsciente. Metió las manos bajo el elástico del pijama y se bajó los pantalones de un tirón.
* * *
Julio se quedó atónito al ver que Cecilia se había bajado los pantalones. Estuvo a punto de hacerla levantarse de su regazo, de decirle que eso había ido demasiado lejos. Le había prometido que no se aprovecharía de ella y él se tomaba muy en serio sus promesas. Pero cuando vio en el trasero que Cecilia le ofrecía ya no pudo resistir la tentación. A menudo había reparado en esa redondez insolente que le abultaba el mono de esquiar, intentando imaginarse su forma bajo la ropa. Ahora sus nalgas se le ofrecían casi desnudas porque las braguitas se le habían apelotonado entre ellas. La piel que dejaban al descubierto parecía increíblemente suave. Su color pálido lo retaba a convertirlo en rosa a base de azotes.
Tomó aliento profundamente, presa de la indecisión.
-¿Qué pasa? -le preguntó Cecilia con voz temblorosa.
-Nada… que tienes un culo precioso. ¿Te lo puedo tocar?
No esperó a que le respondiera. Su mano pareció alargarse por sí sola para tocar esa redondez exquisita. La piel era tan suave como se la había imaginado, y enseguida se erizó en piel de gallina.
-¡No, no! -protestó Cecilia-. Sólo pégame.
Estaba claro que ella no iba a aceptar caricias, sólo azotes en los que el dolor compensara cualquier placer que pudiera sentir. Si vacilaba ahora se rompería la magia de ese instante. Levantó la mano en el aire y la hizo descender con fuerza sobre la nalga izquierda. El azote restalló como un petardo por toda la habitación. Cecilia contrajo el culo un poco, pero no se quejó. Enseguida le pegó en la nalga derecha. Al tercer golpe ella no pudo evitar mover el culo para esquivarlo.
-¿Qué, ahora sí que duele, eh? -le dio con una sonrisa maliciosa.
-Sí… claro que sí -dijo Cecilia con voz entrecortada-. ¡Sigue!
La excitación era tan intensa que se le subía a la cabeza como una especie de borrachera. Su verga, bien oculta bajo la manta, estaba dura como una piedra. Su mente se disparó en un torrente de imágenes de castigo. Cecilia había sido una chica muy mala. Había montado un buen pollo en el autobús, haciéndolo avergonzarse de ella. Desde luego, se había ganado una buena azotaina. Decidió que tenía que decírselo. El castigo no sería completo sin una buena regañina.
-¡Ah! ¿Te crees que esto es muy divertido, eh? -le dijo en tono autoritario-. Mira, Cecilia, ya va siendo hora de que alguien te dé tu merecido. Normalmente eres muy buena, pero de vez en cuando se te cruzan los cables y te dan rabietas tontas como la que te dio hoy en el autobús. No me podía creer que pudieras ser tan egoísta y arrogante. Desde luego, hay que bajarte un poco los humos. Voy a tener que ponerte el culo como un tomate, ¿no te parece?
Era increíble que sintonizara tan bien con él. Se preguntó si la idea del castigo la excitaba tanto como a él. Como respondiendo a su pregunta, Cecilia empinó el trasero, ofreciéndolo mejor a sus azotes.
* * *
La regañina que le acababa de dar Julio la hizo sentirse humillada y un poco asustada. La voz de Julio sonaba muy severa.
-Sí, me merezco un buen castigo. Por lo del autobús y también por ponerme tan borde contigo cuando me ofreciste compartir habitación. Tú no te cortes un pelo, Julio.
-¿Ah, sí? ¡Pues ya te puedes ir preparando! ¡Te vas a enterar lo que vale un peine!
Como para enfatizar lo que decía, Julio le agarró la cadera con una mano mientras que con la otra le propinó una rápida serie de azotes, alternando entre las dos nalgas. Los golpes eran lo suficientemente severos para no dejarla pensar en otra cosa. De todas formas, los destellos de dolor que despertaba cada azote tenían una innegable cualidad placentera, que se unía al goce perverso que le producía la postura humillante en que la mantenía Julio y la idea de que estaba siendo castigada como una niña chica. Al poco tiempo empezó a menear el culo de un lado para otro, arriba y abajo, su cuerpo intentando fútilmente esquivar los golpes. Era una danza obscena que bailaba al ritmo de los azotes que le marcaba Julio, un ritmo monótono de metrónomo, que avisaba con perfecta precisión cuando el siguiente cachete la iba a alcanzar. Las punzadas de dolor adquirieron la inevitabilidad del destino. Ninguno de los dos decía nada; cada cual estaba completamente inmerso en su tarea: castigar y ser castigada. Sólo se oían los suspiros de Cecilia y sus ocasionales gemidos, que no sabía si eran de dolor o de placer, mezclados con el aliento entrecortado de Julio. Los azotes sí que sonaban fuertes, restallando contra la piel de su trasero y luego reverberando en las paredes de la habitación, pequeñas explosiones que a Cecilia se le antojaban tan alarmantes como los propios golpes.
* * *
Muchas veces Julio había fantaseado con una situación así, pero la realidad superaba con creces a su imaginación: los movimientos sensuales del cuerpo de Cecilia en respuesta a cada cachete; la manera en que contraía las nalgas y luego las levantaba para volver a ofrecerse a su mano; sus gemidos, sus quejidos… Y sobre todo el precioso color sonrosado que iba adquiriendo su piel, con un calorcillo que se le pegaba a la mano con cada azote. Todas esas sensaciones lo sumían en una nube embriagadora en la que el placer se confundía con la fantasía, haciéndolo desear que ese juego apasionante no terminara jamás. Sin embargo, su cuerpo tenía otros planes. Repentinamente su verga pareció cobrar vida propia y empezó a contraerse en espasmos increíblemente placenteros.
Alarmado, Julio se dio cuenta de que había llegado demasiado lejos: su eyaculación completaba el acto sexual que le había prometido a Cecilia que no realizaría. Lo único que se le ocurrió fue ocultarle lo que acababa de ocurrir. Horrorizado, apartó a Cecilia de su regazo de un empujón y se levantó de un salto de la cama. Ajeno a su desasosiego, su pene continuaba bombeando semen en la delantera de su pijama. Apretándolo en un puño para ocultarlo, salió corriendo y se encerró en el cuarto de baño.
* * *
Cecilia se quedó tendida bocabajo en la cama, sin preocuparse siquiera de subirse el pantalón. El corazón le latía en los oídos. Temblaba. El contraste entre la intensidad de su interacción con Julio y su repentina soledad la llenó de desconcierto. Se sintió abandonada, rechazada en ese acto tan íntimo al que se había entregado tan completamente. Sin saber muy bien por qué, se echó a llorar.
Al salir del cuarto de baño, Julio la miró sorprendido desde la puerta.
-¡Estás llorando! ¿Qué te pasa?
En dos zancadas se acercó a la cama. Se echó a su lado y la abrazó por detrás.
-Perdona, no quería hacerte tanto daño -farfulló.
-No es eso… -dijo ella, con la voz babosa del llanto-. ¿Por qué te has ido, tan de repente?
-¡Ah, es eso! Verás… bueno, es que yo… ya no podía más… Me metí en el cuarto de baño para que no me vieras.
Cecilia se incorporó, dándose la vuelta para mirarlo.
-¿Quieres decir que te has…? ¿Qué has eyaculado?
-Un poco…
Cecilia se echó a reír. Se le saltaron más las lágrimas.
-O sea, que te has excitado un montón.
-Creo que es lo más excitante que he hecho en mi vida.
-¿Más que hacer el amor con Laura?
-Sí, aún más.
Eso la hizo sentirse orgullosa. Pero enseguida la invadió una sensación de culpa aplastante.
-¡Ay, Julio! ¿Qué hemos hecho?
-Nada, tía, tu tranquila… ¡Si tú, lo único, es que te has llevado una señora paliza!
-No, Julio, no lo puedo negar: yo he disfrutado tanto como tú.
-Bueno, pues te confiesas y en paz.
-¡Ay, por favor! ¿Y qué le voy a decir a don Víctor? “Un chico me azotó y a mí me gustó mucho”. ¡Si llevo años intentando no contarle mis fantasías! Sólo me confesaba de tener pensamientos impuros. Él nunca me pidió detalles.
Julio la volvió a abrazar. Notó un contacto húmedo en el trasero, destacándose sobre el ardor de su piel. Alargó la mano para subirse el pantalón.
-Espera, por favor -le dijo Julio.
-Es que deberíamos…
-Sólo un segundo.
Ella se quedó inmóvil mientras él le pasaba la mano por las nalgas, haciéndola sentir el calor y el escozor que habían dejado sus azotes. Sabía que debía negarse, hacer que parara, pero sentía una blandura por dentro, una docilidad que le hacía imposible negarse a sus deseos.
-Se te ha quedado la piel muy suave -le Julio dijo al oído.
-Sí. Me has pegado muy fuerte.
Deseaba que continuara tocándola, que se atreviera a más. Lo dejaría hacer, le gustaba demasiado lo que estaba pasando. Sin embargo, él mismo le subió el pantalón del pijama.
-Perdona, creo que me he pasado.
-¡Qué va, tonto! Yo también he disfrutado mucho. Me gusta mucho el calorcito que me has dejado en el culo.
-Ha sido la cosa más maravillosa del mundo. Espero que mañana no te arrepientas.
-No sé lo que pensaré mañana…
-Es tardísimo, será mejor que nos durmamos. ¿Te importa si apago la luz?
-No…
Julio rodó por la cama para apagar la luz de la mesilla de noche.
-Buenas noches, Cecilia.
-Buenas noches, Julio.
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