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Amor a la pata coja

La belleza de salir con una amputada

Woman asleep with leg over a pillow
Erin durmiendo. Foto del author.

Debo confesar que la primera vez que vi su muñón me dio algo de asco. Tenía la piel floja, arrugada, llena de cicatrices. Era blando al tacto y emitía un vago olor enfermizo, quizás por ir enfundado todo el tiempo en la vaina de goma de su pierna ortopédica.

De todas formas, hicimos el amor. Y es que Erin, a pesar de tener amputada la pierna izquierda por debajo de la rodilla, es una mujer hermosa y sexy. Tiene el cuerpo esbelto y cimbreado de una adolescente, músculos bien marcados en los brazos, los hombros y la espalda, el vientre plano, los pechos pequeños y deliciosos, y un culo exquisito.

Pronto pude comprobar que Erin es una gran experta en los artes eróticos. Su deseo se enciende con facilidad y entonces se abandona completamente a ti, a todo lo que quieras hacerle, abriéndote todo su cuerpo con un entusiasmo fogoso, febril, sin miedos ni traumas.

Rodamos en la cama probando todas las posturas, todas las perversiones, nuestros cuerpos desnudos cubiertos en una pátina de sudor que no sabíamos si era suyo o era mío.

Le había puesto como condición para nuestra relación una rigurosa honestidad: no aguanto las mentiras, y secretos, los justos. Así que al día siguiente no le quise ocultar lo que había sentido. “Tuve algo de problema con tu muñón”, le confesé. Su respuesta fue completamente inesperada: “¿Y qué te crees? ¿Que yo no? Hace más de veinte años que perdí la pierna y aún no me he acostumbrado a verlo”.

Eso me conmovió. Si no me gustaba su muñón yo tenía la opción de dejarla. Pero ella no, ella siempre tendría que hacer el amor levantando en el aire un solo pie, intentando no mirar el muñón, confiando en que al amante de turno no le importara demasiado su cuerpo incompleto.

Creo que fue entonces cuando empecé a enamorarme de Erin.

Poco a poco, en citas sucesivas, Erin me fue contando su historia. De adolescente siempre le había gustado mucho correr. Se pasaba horas y horas trotando entre los chalets de Burbank, justo al pie de las empinadas montañas de San Gabriel que perfilan el horizonte de Los Ángeles. Corrió varios maratones y ganó algunas medallas. Tenía unas piernas preciosas, fuertes y estilizadas. Cuando le hizo falta algo de dinero se apuntó a exhibirlas en un club de strip-tease, donde tuvo mucho éxito.

Tenía veinticinco años cuando ocurrió el desastre. Un día de septiembre, al ponerse el sol, una amiga le pidió que la llevara a su casa en su scooter. El coche salió de la nada en una intersección, haciendo un giro ilegal a la izquierda, y se las llevó por delante. Erin se encontró tirada en mitad de la calle con el pie izquierdo destrozado, escupiendo sus dientes sobre el asfalto. Su amiga salió ilesa del accidente.

Estuvo hospitalizada casi hasta navidad. Los médicos hicieron todo lo posible por salvarle el pie, pero no hubo manera. Erin le dijo a su madre que no dejara que le cortaran la pierna, que prefería morirse a no volver a correr.

Fue el olor de la gangrena lo que la hizo cambiar de opinión, un olor indescriptiblemente asqueroso, que la acompañaba día y noche hasta hacerla enloquecer, sobre todo a sabiendas que provenía de su propio cuerpo.

Un día el médico entró en su cuarto y se quedó mirándola, sin decir nada. “La voy a perder, ¿verdad?”, le dijo Erin. El médico asintió. La cosa no terminó ahí: la pierna cercenada seguía gangrenándose, y los médicos tuvieron que seguir cortando una y otra vez, cada vez más arriba, cada vez más cerca de la rodilla, extirpándole completamente el peroné y dejando sólo un breve trozo de tibia.

Para recubrirle el muñón le quitaron piel de la parte delantera de los muslos, donde aún ahora le quedan dos parches blancuzcos de forma rectangular, como remiendos en los pantalones de un pobre. Un día, bromeando, le dije que me recordaba a un espantapájaros, y a partir de entonces empezó a firmar así sus e-mails: “tu espantapájaros”.

Erin no tenía dinero para comprarse una pierna ortopédica, así que ella misma se hizo una pata de palo, como la de un pirata, que se ataba al muñón con correas de cuero. Sus compañeros de trabajo le dieron chapas y pegatinas, que ella fue poniendo sobre su pata de palo hasta que la madera quedó completamente recubierta.

Woman with glasses
Erin mirando a su ordenador el día que nos conocimos. Foto porErin.

Ahora tiene una buena pierna ortopédica que la permite andar normalmente. Un día la llevé a la playa y la convencí de correr conmigo por la orilla del mar. Sí, Erin aún puede correr, pero no lo hace porque con el impacto repetido se le puede resquebrajar el plástico de su pierna ortopédica y no tiene dinero suficiente para remplazarla.

Nunca me imaginé que iba a acabar con una amante con el cuerpo destrozado. Nunca me imaginé que me iba a gustar tanto. ¿Qué es, en definitiva, la belleza? Hay una belleza fácil, que te entra por los ojos, la que te inculcan las películas, las revistas, los anuncios. La piel suave, impecable; el cuerpo simétrico; los músculos bien formados, recubiertos por esa fina capa de grasa que lima las esquinas del cuerpo femenino. Ese tipo de belleza no es más que un reflejo animal: al final todo se resume en la atracción hacia todo lo que hable de salud, en la repulsión hacia todo signo de enfermedad.

Pero hay otro tipo de belleza exclusivo de los seres humanos: la belleza de hacer algo bien, de vivir de forma adecuada. La belleza de una historia que te llega muy adentro.

Eso es lo que veo en el cuerpo mutilado de Erin: su historia, el coraje que necesitó para enfrentarse a no poder volver a correr y verse condenada a arrastrar toda la vida una pierna de plástico y metal.

Ahora, cuando hacemos el amor le beso las cicatrices, le acaricio el muñón. Ella me dice que es muy sensible, pues todos los nervios que antes iban al pie terminan forzosamente allí.

Erin es hermosa, y no sólo por su cuerpo cimbreado de adolescente, por su vientre plano y su culo exquisito. Es hermosa por la pierna que le falta, por los parches rectangulares de piel blancuzca en sus muslos, por sus cicatrices. Esas son cosas que hablan de su historia, de su sufrimiento y de su capacidad para superarlo. De que su buen humor y su sonrisa fácil son sus conquistas, su triunfo sobre la mala suerte. De que posee una fortaleza que pocos de nosotros llegaremos nunca a tener.

Escribí este artículo en el 2013, cuando todavía salía con Erin. A ella le encantó y se lo enseñó a todos sus amigos.

Erin me dejó en junio de ese año. Poco después, en noviembre, se quitó la vida. Por lo visto, lo que le dijo a su madre en el hospital iba en serio: era demasiado doloroso para ella vivir sin su pierna.

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