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Hermes Solenzol

La muerte no es nada para nosotros

La muerte significa perderlo todo. La muerte es la liberación del sufrimiento. La muerte es desaparecer en la nada.

Death-head moth
Death-head moth. Credit: Shutterstock 1175480044 by Pawel Kielpinski.

La muerte de mi padre

Escribí este artículo, en inglés, el día después de la muerte de mi padre. Él estaba en España y yo en California, a miles de kilómetros. Debido a las restricciones de viaje durante la pandemia del Covid-19, yo ya sabía que nunca lo volvería a ver.

No siento pena por él. Murió con 92 años. Yo soy el mayor de sus 9 hijos. Fue rector de la Universidad de Santiago y rector fundador de la UNED, la universidad más grande de España. Durante la Transición, fue elegido al Congreso de los Diputados. Fue una autoridad mundial en su campo académico y muchos de sus alumnos también tuvieron carreras de éxito.

¡Todos deberíamos tener esa suerte!

Pero la muerte nos llega a todos, y mi padre siempre le tuvo miedo de la muerte.

Recuerdo una vez que cené con él en un restaurante de Madrid, Los Borrachos de Velázquez. Su relación con sus hijos empeoró mucho cuando se divorció de mi madre, pero yo intentaba reestablecerla. Esta vez, él parecía genuinamente interesado en mi opinión sobre la religión. A los 15 años, yo había abandonado el catolicismo en el que él me había criado. Eso creó una brecha entre nosotros, que aún se hizo más grande a medida que yo desarrollaba mis ideas progresistas. Pero él también había cambiado sus ideas políticas, pasando de ser franquista durante la dictadura a convertirse en uno de los nuevos conversos a la democracia, si bien aún de derechas. En ese momento yo estaba en medio de mi fase Zen. Meditaba regularmente, asistía a sesshins (retiros) y me había convertido oficialmente al Budismo Zen.

Finalmente planteó la pregunta clave que quería hacerme: ¿qué sucede después de la muerte, según mi recién adquirida religión budista?

Le dije que muchos budistas creen en la reencarnación, pero que yo no. Para mí, la muerte era el final, mi completa extinción. Solo esperaba que el budismo me proporcionara la forma de aceptar esa idea, de desapegarme de mi yo para para poder ser feliz.

No le gustó nada esa respuesta. Nos fuimos cada uno por su lado.

A medida que se acercaba a la muerte, mi padre se volvió un católico más devoto. En sus últimos años, mientras pudo hacerlo, asistía a misa todos los días.

De nuevo, nos alejamos. Sentí que él tenía miedo de que yo desafiara su fe, y que no quería volver a hablar de eso.

Mi madre murió de forma consciente

Mi madre también era una católica devota, aunque su fe se vio debilitada por acontecimientos fuera de su control. Dedicó su vida a su matrimonio y a sus ocho hijos.

Por ponerlo de la mejor forma posible, mi padre no la trató bien. La engañó y, cuando ella se enteró, se divorciaron.

No contento con eso, mi padre usó sus conexiones políticas con la Iglesia Católica para anular el matrimonio.

Después de 22 años de matrimonio y de tener ocho hijos, a los ojos de la Iglesia, nada de eso había sucedido. La corrupción en la Iglesia que condujo a la Reforma protestante sigue vigente.

Mi madre siempre obedeció los mandamientos de la Iglesia. Nunca usó métodos anticonceptivos y tuvo un hijo tras otro. Después de tenerme a mí, pasó cinco años en un estado de embarazo casi permanente.

Y ahora la Iglesia la había traicionado, quitándole lo más valioso de su vida.

¿Por qué anuló mi padre el matrimonio? Él mismo me lo dijo. Para poder casarse con su tercera esposa por la Iglesia, para así poder tener sexo con ella sin cometer pecado. Así de retorcido se ha vuelto el catolicismo hoy en día. Divorciarte y tener sexo con tu nueva mujer es pecado. Pero no lo es renegar de tu mujer y de tus hijos.

Mi madre murió en el 2014. Durante sus últimos años, recapituló su vida y la dejó escrita en un libro para que la leyeran sus hijos y nietos. No se me ocurre mejor manera de prepararte para morir: repasar tu vida, reflexionando sobre todo lo que te pasó, mirando lo que has hecho, quién fuiste, quién eres.

Eso es lo que se llama morir de forma consciente.

Un par de semanas antes de su muerte, viajé a España para visitar a mi madre en el hospital. Pasamos largas horas recordando. Me dijo que los días más felices de su vida fueron cuando vivíamos en Roma, cuando yo era un bebé. Yo todavía conservaba muchos recuerdos de mi primera infancia en Roma. Siempre he llamado a mi madre mamma, en italiano, en lugar del español mamá. Le puse en mi iPod viejas canciones italianas de esa época, que solíamos escuchar cuando en casa cuando mis hermanos y yo éramos niños.

El aliento es lo último que te queda

En su canción How We’re Blessed (Lo que nos bendice), Daniel Cainer dice que el aliento es el primer regalo que recibimos cuando nacemos y lo último que nos queda cuando morimos.

Cuando hago meditación me concentro en mi respiración, el vínculo entre mi mente y mi cuerpo, porque respirar es algo que podemos hacer conscientemente e inconscientemente.

Cuando practico el buceo libre contengo la respiración. Eso hace que me sienta en paz y liberado, hasta que el ansia por respirar me llama de vuelta a la superficie.

“No puedo respirar” fue el lema del año 2020. Es lo que dijo George Floyd cuando la policía lo mataba, haciéndose eco de las palabras de Eric Garner, Javier Ambler, Manuel Ellis, Elijah McClain y muchos otros asfixiados por la policía.

“No puedo respirar” también es lo que sientes cuando te mueres de Covid-19, mientras el coronavirus termina de destrozarte los pulmones. Es lo que sintieron millones de personas cuando se vieron confinadas dentro de sus casas a causa de la pandemia.

La muerte significa perderlo todo

Cuando me muera, perderé el aliento y los latidos de mi corazón. Perderé la consciencia con la sequía mi respiración al hacer meditación.

La consciencia es tan frágil que desaparece todas las noches cuando duermo. Entonces, ¿cómo es posible que sobreviva a la destrucción de mi cerebro?

Cuando la consciencia desparece, todo desaparece. Tu pareja, tus hijos, tus parientes, tus amigos. Tu coche, tu casa, el dinero que tienes en el banco, todas tus posesiones. Todo eso se esfuma para siempre.

No es de extrañar que la muerte nos resulte tan aterradora. Especialmente en nuestra cultura, donde nos definimos a nosotros mismos por nuestras posesiones. Nos pasamos la vida tratando de acumular cosas. No solo objetos, sino también posesiones mentales: educación, sabiduría, autocontrol, la actitud correcta, virtud, experiencias maravillosas. Y, sin embargo, incluso los contenidos de nuestra mente desaparecen cuando nos morimos.

¿Cómo podemos, al final de nuestras vidas, hacer lo contrario de lo que hemos estado haciendo toda nuestra vida: soltarlo todo en vez de acumular?

La muerte es la liberación última

Erin fue mi amante poliamorosa durante los años 2012 y 2013. Nos conocimos en Fetlife.com y accedió a ser mi sumisa… Ese podría ser un buen tema para otro artículo, pero dejémoslo así. Había perdido la pierna izquierda, que le habían amputado por debajo de la rodilla después de un accidente de motocicleta cuando tenía 24 años. Erin había sido corredora, por lo que perder la pierna fue un duro golpe para ella. Tardé un poco en entender cuánto la había afectado eso.

Un día, bien avanzada nuestra relación, se me ocurrió ver con ella la película Mar Adentro. La película se rodó en Galicia, el país donde crecí. Erin tenía ascendencia irlandesa y yo quería mostrarle la cultura celta de Galicia.

En cambio, Erin se sintió profundamente conmovida por el tema del suicidio asistido. Basada en hechos reales, narra la lucha de Ramón Sampedro (interpretado por Javier Bardem) para que lo dejen morir. Ramón se había quedado tetrapléjico después de romperse el cuello al tirarse de cabeza al mar. Prefería morir antes que vivir así.

Poco después, Erin me dijo que había querido morir desde que perdió la pierna. Eso me impresionó. Estaba enamorado de ella y la idea de que se suicidara me aterrorizaba. También lo vi como un fracaso personal, porque la idea detrás de ser su dominante era darle direcciones para que ella pudiera organizar su vida. Su vida había sido una cadena de desastres. Había sobrevivido a un secuestro de 3 meses, había estado en la cárcel y estaba sin trabajo.

No era sólo que había perdido su pierna. Erin vivía en un estado de constante sufrimiento físico y mental, que ocultaba bajo una convincente fachada de alegría. Después de varias peleas, Erin logró comunicarme cómo, para ella, la muerte era una liberación. Sí, había cosas en la vida que la hacían feliz. Pero había tanto sufrimiento que el balance general era que su vida no valía la pena vivirla.

En junio de 2013, Erin me dejó por otro hombre que podía darle lo que yo no podía: una relación monógama. Era un tipo celoso y procedió a aislarla de mí y de todos sus amigos. A fines de noviembre, uno de ellos me envió un mensaje de texto diciéndome que Erin se había suicidado.

Me había dejado un precioso regalo de despedida. En lo profundo de mis huesos, ahora entendía que la muerte es la liberación definitiva.

No hay más preocupaciones, no más esfuerzo, no más miedo.

No más sufrimiento.

La muerte es la nada

Las personas religiosas se compadecen de los ateos porque no tenemos el consuelo de una vida después de la muerte, un lugar donde nos encontraremos con nuestros seres queridos y viviremos con ellos para siempre.

Yo creo que son ellos de los que hay que compadecerse, por sus creencias basadas en deseos y su falta de valor para enfrentarse a la verdad.

Cuando el cerebro se desintegra, nuestra mente desaparece.

Quizás algún día exista la tecnología que nos permita subir nuestra mente a un ordenador, como en el episodio de San Junipero de Black Mirror. Aun así, ¿seríamos nosotros mismos si no tuviéramos cuerpo? ¿Perderemos nuestra humanidad si nos convertimos en un programa de ordenador?

Yo creo que, como enseña el budismo, no tenemos un Yo inmutable, algo que permanece inalterable en medio del fluir de cambios en el mundo. No somos el niño, el adolescente o el joven que alguna vez fuimos. Hemos estado cambiando toda nuestra vida. La muerte es sólo el cambio final.

El precio que pagan los cristianos por creer en el Cielo es creer en el Infierno. Pasan su vida aterrorizados por la cuestión de si se encaminan a una eternidad de felicidad o a una eternidad de sufrimiento.

¿No sería mejor creer que simplemente dejamos de existir?

Esta vida es todo lo que tenemos, así que debemos aprovecharla al máximo.

Y luego están esas imágenes sombrías de ser enterrados en un ataúd claustrofóbico, como si de alguna manera todavía estuviéramos encerrados en nuestro cuerpo después de muertos, teniendo que sufrir las indignidades de ser comidos por gusanos y nuestra lenta descomposición. ¿Cómo llegamos a creernos eso?

Esas imágenes morbosas nos causan mucho sufrimiento al anticipar nuestra muerte.

En vez de eso, imagínate cómo eras antes de que nacer. ¿Que ves? ¿Cómo te sientes?

No hay nada.

Eso es la que es la muerte. Nada. Sin el frío del ataúd, sin echar de menos a los seres queridos, sin arrepentirnos de lo que pudimos hacer y no hicimos, de lo que pudimos ser y no fuimos.

No queda nadie que tenga que luchar. No queda nadie que pueda sufrir.

No es demasiado difícil llegar a comprender esto. Los filósofos antiguos, los Estoicos, los Epicúreos, los Cínicos, ya lo entendieron.

“La muerte no es nada para nosotros. Cuando existimos, la muerte no existe; y cuando la muerte existe, nosotros no somos. Toda sensación y conciencia termina con la muerte, y por lo tanto en la muerte no hay ni placer ni dolor. El miedo a la muerte surge de la creencia de que en la muerte hay conciencia”. Epicuro.

La ciencia lo confirma. Somos nuestro cerebro. Lo que le pase a nuestro cerebro, nos pasa a nosotros.

Si bebemos, nos emborrachamos.

Si tomamos una droga, nos colocamos.

Si el cerebro duerme, dormimos.

Si el cerebro está en coma, no sentimos nada.

Si el cerebro se muere, no somos nada.

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