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  • Dominando a Marcos

    Pasaje de mi novela Desencadenada Afuera reinaba una luz gris de atardecer. El cielo se había encapotado con nubes oscuras y altas que anunciaban tormenta. Las golondrinas surcaban veloces el cielo, celebrando la primavera con sus chillidos. -No te creas nada de lo que te digan esas -dijo Marcos, ajustando su paso al suyo-, sobre todo esa Carolina. ¡No sé por qué me ha cogido tanta tirria, coño! -¿Entonces no es verdad que tienes eyaculación precoz? -¡Qué va! Lo que pasa es que Carolina tiene trucos para hacer que te corras a destiempo. Así luego no tiene que poner el culo. -¿Y Verónica también? -¡Verónica es una calientapollas! El otro día estuvimos hablando casi una hora. No dejaba de inclinarse hacia delante para que le viera las tetas. Pero luego, nada, no quiso venirse conmigo al hotel. Marcos siguió charlando entre calada y calada que le daba a su cigarrillo. Cecilia dejó de prestarle atención, enfrascada en planear lo que le iba a hacer. Nada más entrar en la habitación del Hotel Los Ángeles, Marcos encendió otro cigarrillo. Se puso a danzar una especie de baile nervioso. -Apágalo -le dijo Cecilia. -¿Qué? -la miró, incrédulo. -Que apagues el cigarrillo y te desnudes. -Serás tú la que te tienes que desnudar, que para eso te pago. Cecilia se le acercó despacio. Los tacones de las botas la hacían tan alta como él. Se paró muy cerca de él, sin tocarlo. Sin dejar de mirarle a los ojos, le quitó el cigarrillo de entre los dedos y lo aplastó en el cenicero. Marcos la dejó hacer, fascinado. Cecilia lo agarró suavemente de las solapas y lo atrajo hacia sí. -Creo que no has entendido bien lo que te dijo el Chino -le dijo sin subir la voz-, tienes que hacer todo lo que yo te diga. Y aguantar todo lo que yo quiera hacerte, lo que te será aún más difícil. Si te portas como un valiente tendrás tu recompensa. ¡Te lo vas a pasar de puta madre, ya lo verás! -Ya, porque tú lo digas… -dijo, escéptico. -Confía en mí. Venga, bájate los pantalones. Él dio un paso atrás, mirándola con sospecha. -Antes dime qué me vas a hacer. -Mira, me estoy cansando de tus tonterías. Voy a contar hasta tres, y si no te has bajado los pantalones, me piro. Uno… Marcos se desbrochó el cinturón, se bajó la cremallera y dejó caer los pantalones al suelo. -Eso está mejor. Ahora quítate la chaqueta. Marcos tiró la chaqueta sobre la cama. -No seas desordenado. No querrás que te doble yo la ropa, ¿no? Venga, ponla en esa silla. Marcos recogió la chaqueta de la cama. Fue a llevarla a la silla que ella le indicaba, pero se dio cuenta de que los pantalones le impedían andar. Se quedó dudando si quitárselos. -¡Venga, que no tenemos toda la noche! Marcos fue hasta la silla dando traspiés. Colgó la chaqueta en el respaldo. No estaba tan mal, ahora que se había quitado su estúpida indumentaria. Tenía las piernas bonitas, musculosas, y cara de niño caprichoso. -Ahora bájate los calzoncillos. -¿Y tú cuándo te vas a desnudar? -Cuando me salga de las narices -dijo tranquilamente-. ¿Qué pasa, que tengo que volver a contar? Marcos se bajó los calzoncillos de un tirón. Su expresión oscilaba entre el temor y la ira. Cecilia se le volvió a acercar. Esta vez le dio un besito en los labios. -¡Eso está muy bien! ¿Ves? creo que nos vamos a entender muy bien, tú y yo. Le cogió el pene suavemente entre los dedos. En un segundo lo tuvo completamente duro. Lo soltó de inmediato. Marcos resopló, impaciente. Afuera se oyó un trueno, retumbando entre los edificios. -No te muevas, ahora mismo vuelvo. Sacó del bolso una cuerda fina y suave. Con ella en la mano, se arrodilló delante de él. Marcos le puso la mano en el pelo, sin duda esperando una felación. Ella se la apartó de un cachete. Le acarició los huevos, rodeándole el escroto con los dedos y estirando hacia abajo como le había enseñado Johnny. Le pasó la cuerda por detrás de los testículos. -¡Pero qué coño haces! ¿Te has vuelto loca? Marcos la apartó de un empujón, haciéndola caerse de culo en el suelo en una postura muy poco digna, enseñando las bragas. Tuvo que apoyarse en la cama para volver a ponerse en pie. No era fácil, con esos tacones tan altos. Se ajustó la minifalda. Volvió a oírse un trueno, como una advertencia de que ese tipo de juegos podían resultar peligrosos. Metió la cuerda en el bolso y se dirigió a la puerta. ¡Todo esto ha sido una estupidez, diga lo que diga el Chino! Es una pena, me estaba poniendo muy cachonda. -¡Espera, no te vayas! -le suplicó Marcos. -Lo siento, Marcos, creo que todo esto no ha sido una buena idea -le dijo con franqueza-. El Chino te devolverá el dinero. -Perdona, tía… ¡Perdóname, joder! Es que me asusté. No me di cuenta de lo que hacía. Sonaba como un niño atemorizado delante de la maestra. -Muy bien, si no quieres que me vaya tendrás que aceptar un castigo. -¿Qué castigo? -dijo alarmado. -Unos buenos azotes en el culo. No va a aceptar eso ni borracho. ¡Mejor, así terminamos de una vez con esta farsa! La polla de Marcos, que había empezado a flaquear, se volvió repentinamente rígida como una estaca. -¿Me vas a hacer mucho daño? ¡Vaya, si te tengo en mi poder! ¿Así que eres un pelín masoca, eh Marcos? -¡Pues claro que te voy a hacer daño! Si no, no sería un castigo. -No se lo irás a decir a las otras ¿no? -Lo que pase hoy en esta habitación no lo sabrá nadie, te lo prometo. Entonces, ¿aceptas tu castigo? -Bueno -dijo con voz casi imperceptible. -Ponte a gatas en la cama. Esta vez Marcos la obedeció sin rechistar. Poniendo una rodilla sobre la cama, Cecilia apoyó su mano izquierda sobre la cadera de Marcos, subiéndole la camisa para descubrirle bien el trasero. Tenía un culo estrecho, de nalgas alargadas, la piel muy blanca, casi sin vello. Empezó a pegarle flojito, pero enseguida arreció los golpes. Quería oírlo quejarse y lo consiguió. La piel blanca pronto adquirió un bonito tono sonrosado, volviéndose suave y cálida al tacto. Tuvo que obligarse a parar; hubiera seguido azotándolo durante horas, pero Marcos no era Johnny. -Espero que esto te sirva de lección. Si no te portas bien, te volveré a pegar. Ahora túmbate bocarriba. Él hizo lo que le pedía. Tenía el rostro ruborizado, la polla muy tiesa. Cecilia sacó del bolso la cuerda, el lubricante y los guantes de látex. Mejor que Marcos supiera lo que se avecinaba, para que no hubiera más sorpresas. -Ahora escúchame -le dijo sentándose en la cama a su lado-. Te voy a atar los cojones con esta cuerda. No te preocupes, que no te va a hacer daño. Es para que no te corras antes de tiempo. Ya se lo he hecho antes a otros tíos y no ha pasado nada. -Y los guantes, ¿para qué son? -Para darte un masaje anal-. Él abrió los ojos, asustado. Se apresuró a seguir, para tranquilizarlo-. Luego vamos a follar, largo y tendido, y tú no te vas a correr hasta que yo te lo permita. ¡Verás lo que vas a disfrutar! Deseó poder estar tan segura como sonaba. -¿No me vas a dejar que te toque? -Si te portas bien y te dejas hacer lo que te he dicho, podrás tocarme todo lo que quieras mientras follamos. Ahora estate quietecito. Nada de empujones, ¿eh?, o te ato las manos y te vuelvo a zurrar. -No me moveré, te lo prometo-. Metió las manos bajo la nuca para que viera que era verdad. Los testículos se le habían apretado contra el cuerpo. Tuvo que estar un rato estirándole y masajeándole el escroto para ablandárselo. Lo rodeó con varias vueltas de cuerda, dejándole los huevos apretados al extremo de un largo pedúnculo de piel. -¿Ves como no duele? Marcos se incorporó para examinar su faena -Me da un poco de miedo. ¿Estás segura de que no me va a pasar nada malo? -Lo único que te va a pasar es que no te vas a poder correr hasta que te quite la cuerda. -¿Entonces, para qué me vas a… hacerme lo otro? -Porque te va a poner en el estado de ánimo en el que yo te quiero. Y además te va a gustar, ya lo verás. -Creo que me voy a morir de vergüenza. Cecilia le sonrió. Sabía perfectamente cómo se sentía. Se tumbó sobre él y lo besó en los labios con ternura. -Es lo normal -le susurró, acariciándole la cara y mirándolo a los ojos-. Pero no voy a dejar que me folles si antes no te follo yo a ti. Ya sé tus secretos. Te gustó que te pegara, ¿a que sí? Pues esto aún te va a gustar más. Voy a ser tu maestra, la que te va a descubrir todos los misterios de tu cuerpo. Tendrás que compartir todas tus intimidades conmigo. Y si te da vergüenza, pues peor para ti. Él asintió levemente. Cecilia le desabotonó la camisa con gestos juguetones. Se la abrió y le acarició los pezones hasta que se le pusieron duros. A continuación se arrodilló a su lado, se puso un guante en la mano derecha y se untó el dedo índice con lubricante. -Vuélvete -le ordenó. Marcos gimió como un crío cuando se sintió penetrado. Su cuerpo se tensó. Cecilia le dio un par de azotes con la mano izquierda, al tiempo que se abría camino más profundamente con la derecha. Él pareció resignarse, pero su respiración seguía siendo agitada. Le costó un buen rato alcanzar el bulto redondo que Johnny le había enseñado que era la próstata. Se la empezó a masajear. -¿Qué, te gusta esto? -Me hace sentirme muy raro. Me dan ganas de mear. Eso no era lo que se esperaba. Recordó que Johnny le había dicho que el tío tenía que estar excitado para que diera resultado. -¿Ves? A esto le llaman ir a por lana y salir trasquilado -empezó a decirle con su voz más seductora-. Querías follarme y soy yo la que te follo. Luego te dejaré que me la metas. Pero antes me tendrás que comer bien el conejito. Porque no querrás metérmela a palo seco, ¿no? El cuerpo de Marcos dio una sacudida, empezó a mecerse al compás del movimiento de su dedo. -¿Ves? Ya te decía yo que te iba a gustar. Si es que estabas muy nervioso. Esto te va a dejar más suave que un guante. Tan suave como mi conejito por dentro. Verás lo que vas a disfrutar, follándolo largo y tendido. Continuó su tratamiento un buen rato, hasta que él empezó a gemir y a suspirar de placer y ella empezó a sentir la urgencia de su propio deseo. Se incorporó y se quitó el guante. Se metió los dedos de las dos manos en el pelo, peinándoselo hacia atrás, sacudiendo la melena. -Quítate la camisa, pero déjate los pantalones y los calzoncillos en los tobillos. Se desnudó ante él, sin dejar de sonreírle, contoneándose en un pequeño striptease. Él la miraba, embelesado. Su verga se irguió rápidamente. Cecilia se sentó en la cabecera de la cama, abriendo mucho las piernas. -Cómeme -le ordenó. Aunque Marcos no era tan experto como Johnny, no le faltaba entusiasmo. La hubiera llevado hasta el orgasmo con su lengua, pero ella no se lo quiso permitir. -Y ahora, por fin ha llegado el momento que has estado esperando. Marcos hizo ademán de incorporarse, pero ella le puso la mano en el pecho y lo hizo volver a echarse sobre la cama. Su polla había recuperado toda su gloriosa rigidez. Le puso un condón y se colocó a horcajadas sobre él. -Coge aire y contén la respiración -le dijo. Marcos la miró sorprendido, pero hizo lo que le pedía. Ella le agarró la verga y se penetró con ella hasta quedar sentada sobre su pelvis, completamente empalada. Se relajó, buscando reducir el abrazo de su vagina sobre el pene. -Ya puedes respirar… Respira hondo y despacio. -¿No me vas a dejar que me mueva? -No, me voy a mover yo. Quieres que dure, ¿no? Alargó la mano, buscando la cuerda con la que le había atado los cojones. Se puso a deshacer el nudo. Era complicado hacerlo sin mirar, pero no quería interrumpir su penetración. -¿Sientes que te vas a correr? Él negó con la cabeza. Cecilia apoyó las manos sobre su pecho para empezar un movimiento de vaivén suave, subiendo y bajando en torno a su pene. Marcos alargó una mano y le acarició una teta, con la otra le estrujó el culo. -Bueno, tú verás lo que haces… -le dijo con picardía. -No me voy a correr. Todavía no. -¿Vamos, entonces? -¡Venga! Lo cabalgó cada vez más rápido, apretándole el pene con la vagina en las subidas, abriéndose a él en las bajadas. Para su sorpresa, aun con eso Marcos no eyaculó. Aguantas, ¿eh? ¡Pues a tomar por saco! Cerró los ojos y se abandonó a su placer, siguiendo el ritmo que le pedía el cuerpo. Las manos de Marcos le estrujaban la teta y el culo. Empezó a gemir, a gritar. -¡Ahora, Marcos, ahora! -rugió cuando sintió que el clímax era ya inevitable. En medio de las oleadas del orgasmo sintió vagamente las pulsaciones del pene de Marcos bombeando semen dentro de ella. Quiso dejar de gritar. Apretó los labios, pero los alaridos continuaron. No salían de su boca, sino de la de Marcos.

  • Náufragos en la isla de Onza

    Pasaje de mi novela Para volverte loca. Continuación de Capturados por los narcos gallegos. -¡Vamos, Laura! -le dijo Julio-. Ahora viene lo más difícil. Tenemos que llegar a la isla. Por primera vez, Laura notó lo fría que estaba el agua. La isla se veía lejana, pero no debía estar a más de dos o tres kilómetros de distancia. Había nadado trechos más largos en Mallorca. El problema iba a ser la hipotermia. Dio un par de brazadas tentativas. -La ropa no me deja nadar -le dijo Julio-. ¿Me la quito? -Sí, mejor nos quedamos en ropa interior. La ropa mojada no nos protegerá del frío. -Vale, pero no te quites los zapatos. Nos harán falta para andar por la isla. Laura se quitó la camisa y la dejó hundirse en el mar. Julio le sostuvo las zapatillas mientras se quitaba los pantalones. Se volvió a calzar los tenis, anudándolos bien fuerte para que no se le cayeran al nadar. Luego ella sostuvo los botines de Julio mientras él se desnudaba. En sujetador y bragas podía nadar tan libremente como con un traje de baño. Se impuso un ritmo firme pero pausado. El ejercicio la ayudaría a entrar en calor. * * * Nadar a crawl contra las olas no era fácil, pero Julio sabía que era manera más rápida y eficaz de moverse. Ninguna energía se malgastaba en mantener la cabeza fuera del agua, el cuerpo ofrecía la menor resistencia posibles, y brazos y piernas trabajaban con su mejor rendimiento. Aun así, cuando giraba la cabeza para tomar aire, a veces se le metía agua en la boca, rompiendo el ritmo de su respiración. Las olas chocaban contra sus brazos cuando los movía hacia delante, minando su inercia. Le parecía estar siempre en el mismo sitio. Bajo él, la negrura de las profundidades amenazaba con tragárselo. Las olas chocaban contra él una y otra vez. Dentro de su cabeza sonaba burlona la canción que habían cantado en la fiesta del bautizo: ¡Ondiñas veñen, ondiñas veñen, ondiñas veñen e van! ¡Non te vayas Rianxeira, que te vas a marear! Estaba tan exhausto, tan concentrado en mantener el ritmo de sus brazos nadando al crawl, que no podía evitar que esa estrofa se repitiese machaconamente, hasta que parecía que las propias olas la cantaban al chocar contra su cuerpo. Volvió a tragar agua y esta vez no tuvo más remedio que detenerse, tosiendo y jadeando. La isla parecía imposiblemente lejos. No se veían más que olas rompiendo contra los acantilados. Aunque consiguieran llegar, morirían pulverizados contra las rocas. Nunca había pensado que fuera a morir así, ahogado en el mar. Ahora sí que no volvería a ver a Cecilia. Al menos no moriría solo. Tendría a Laura a su lado. La vio esperándolo unos metros más adelante. Le dio alcance y se abrazó a ella. -¡Calma, calma! No… me… ahogues -dijo ella entre un castañeo de dientes. -Sólo quiero… abrazarme a ti. Quiero que… muramos juntos. -¡No digas tonterías! Vamos… a llegar a la isla. No vamos… a morir. -¡Ya no puedo más! No tengo fuerzas… en los brazos y las piernas. Ella le cogió la nuca, acercando su cara a la suya. -¡No digas tonterías, Julio! Eres mucho más fuerte que yo. -Sí, pero no soy tan buen nadador. Y… este agua… tan fría. -Sí… es la hipotermia… le quita fuerzas a los músculos… La única solución es moverse… Seguir generando calor. -Pero… no hay más que rompientes. Moriremos destrozados… en las rocas. -Hay una playa… Se ve un poco de la arena. Era verdad: se veía una mota blanca entre las rocas. Se imaginó una playa soleada, invitándolo a echarse en la arena a dejar que el sol le desentumeciera los huesos. Eso lo animó. -¡Es verdad! -¡Tenemos que llegar, Julio! Aunque le parecía imposible, consiguió dar una brazada. Luego otra, y otra. Los brazos le pesaban como si fueran de plomo. Le parecía que sus piernas habían dejado de moverse, que se arrastraban en el agua tras él. Pasó una eternidad. La playa se veía ahora claramente, la arena blanca resplandeciendo bajo el sol. Le pareció ver manchas marrones bajo él, en el fondo del mar. Laura se había detenido otra vez a esperarlo. -Se ve… el fondo… Son algas. ¡Lo vamos a conseguir, Julio! La manchas marrones eran algas. No tenía fuerzas para contestarle. Metió la cabeza en el agua y se esforzó en levantar el brazo una vez más. Y otra. Y otra. * * * Laura sintió crecer la esperanza en su corazón. Estaban al pairo de la isla, ya no había olas. El viento rizaba apenas el agua. Hacía tiempo que Julio se había vuelto incapaz de hablarle, pero seguía nadando, despacio, mecánicamente, pero sin detenerse. A la izquierda apareció un espigón de rocas que ofrecía una salida del agua, pero habría mejillones que podían cortarlos. Mejor seguir un poco más en el agua y salir por la arena. Apenas se lo pudo creer cuando al fin sus dedos se enterraron en la arena de la orilla. Intentó ponerse en pie, pero la cabeza le daba vueltas. A su lado, Julio salió del agua a gatas. Lo imitó. Se arrastraron como pudieron sobre la arena húmeda de la bajamar, luego sobre arena seca que le quemaba las manos. Julio se desplomó a su lado. Lo sacudió. Estaba inconsciente. Vagamente se dio cuenta de la amenaza que representaba quedarse dormidos, casi desnudos, bajo el sol fulgurante de principios de verano. Se puso a cubrir el cuerpo de Julio con arena. El estar bocabajo le protegería la cara de las quemaduras. Luego se acostó también y se enterró como pudo. * * * El sol estaba en el cenit cuando Julio se despertó. Tenía arena en la boca y la nariz. Se levantó, escupiendo y resoplando, dejando que la arena que lo cubría se escurriese a su alrededor. Laura estaba a su lado, medio cubierta de arena. Le cogió la mano y le tomó el pulso. Su corazón latía con regularidad. Tenía los tobillos y los hombros enrojecidos donde no se los cubría la arena. Se puso a enterrarla sistemáticamente hasta que no quedó nada de ella expuesto al sol, salvo la melena rubia que le tapaba la cara. ¿Qué hacer ahora? Para llegar a la isla de Ons tendrían que atravesar la isla de Onza en toda su longitud y luego nadar otro buen trecho. No estaban en condiciones de hacerlo. Por la noche haría frío y estaban prácticamente desnudos. Tenía que hacer fuego. Se puso en pie trabajosamente. Tenía agujetas en los brazos, pero sus piernas parecían haber recobrado las fuerzas. En las rocas que separaban la cala del mar abierto encontró varios trozos de madera que había traído el mar, así como redes, bolsas de plástico, y botellas de plástico y de vidrio. Una de ellas atrajo su atención: era una botella de vidrio claro, de ginebra Larios. Lo importante es que tenía los lados curvados. La llevó a la orilla de la playa y se puso a quitarle la etiqueta con arena. -¿Qué haces con esa botella? Levantó la mirada hacia Laura. Se puso en pie y la abrazó. -¡Lo conseguimos, Laura! ¡Hemos sobrevivido! -Sólo si conseguimos salir de este puto islote. -¿Ahora te vas a poner de mal humor? Has nadado como una campeona. El que casi se ahoga fui yo. -Te quedaste inconsciente en cuanto llegamos a la playa. ¿No sabes que es peligroso quedarse dormido al sol? -Perdona. Se me olvidó traerme la crema solar. Eso consiguió arrancarle una sonrisa. -Te enterré para que no te quemaras. Pero yo no conseguí enterrarme tan bien, y ahora tengo un horrible dolor de cabeza. -A lo mejor un bañito te sentaría bien. -¡Tonto! -Le dio un empujón cariñoso-. ¡He tenido baño suficiente para todo el verano! -Tenemos que prepararnos. Se nos echa la noche encima y va a hacer frío. -¿No deberíamos seguir? La isla de Ons está habitada. -Sí, pero para llegar hasta allí tenemos que cruzar esta isla y luego atravesar el estrecho a nado. Estamos demasiado débiles. Mejor lo intentamos mañana. -Pero si nos quedamos aquí nos vamos a debilitar aún más. Aquí no hay comida, ni agua. -Hay mejillones en las rocas. Son muy nutritivos y nos ayudarán a quitarnos la sed. -O sea, que quieres que juguemos a los Robinsones… Aún no me has dicho qué estás haciendo con esa botella. ¿Es que has encontrado una fuente? -No, la estoy limpiando para hacer un fuego. -¿Con la botella? Lo que hay que hacer es frotar dos palitos, como los salvajes. -¡Tú has visto muchas películas, Laura! ¡Lo de frotar palitos es un curre que no veas! Creo que la botella dará mejor resultado. Tú puedes ayudarme juntando madera. He visto unos buenos trozos en las rocas. Y en el monte hay tojos secos. Acabó de limpiar la botella, la llenó de agua del mar y la llevó al final de la playa, donde Laura había juntado varios trozos de madera. -Lo de los tojos secos no ha podido ser. Intenté subir al monte, pero hay demasiada maleza. Me arañé las piernas. Julio suspiró. No se le podía pedir que evolucionara de pija a Robinson Crusoe en un par de horas. -Lo haré yo. Tú ponte a coger mejillones, antes de que suba más la marea. Laura tenía razón: la isla estaba cubierta de altas matas de tojos que le impedían el paso. Pero al secarse dejaban unos troncos resecos que arderían bien. Con un poco de estoicismo y alguna que otra maldición consiguió arrancar un par de matorrales resecos, con la mayor parte de sus hojas de púas. Se pasó un buen rato juntándolo todo y llevándolo a la esquina al fondo de la playa donde planeaba pasar la noche. Vio con satisfacción que Laura había juntado varias tablas y troncos. Había incluso una caja de las de fruta, que vendría de maravilla para empezar el fuego. Miró al sol. Mejor poner en marcha su plan mientras estaba alto. Laura se acercó trayendo una red rota y una bolsa de plástico llenas de mejillones. -La marea está subiendo a toda pastilla, será mejor que me ayudes a coger más mejillones. -Ahora lo urgente es encender el fuego, antes de que baje más el sol. Ayúdame. Dispuso la mata de tojos secos con algunos troncos a su alrededor. Tapando la boca de la botella con la mano para que no se saliera el agua, la inclinó de tal manera que enfocaban la luz del sol sobre el tojo seco. -¡Ah, has hecho una lupa! ¡Eres un genio, Julio! Él no estaba tan seguro. En vez de concentrar la luz en un punto, la botella creaba una línea brillante que no conseguía prender los pinchos secos del tojo. -¿Por qué no pruebas con esto? Laura le ofrecía un trozo del cartón que formaba el fondo de la caja de fruta. ¡Buena idea! El color oscuro ayudaría a absorber el calor del sol. Mantuvo la botella sobre el cartón, haciendo un esfuerzo para mantener el foco concentrado sobre el mismo sitio. No era fácil. Tenía los brazos tan cansados que le temblaban las manos y el brillo del sol enfocado sobre el cartón le hacía llorar los ojos. Estaba a punto de darse por vencido cuando vio salir humo. Al cabo de un rato más se formaron unos pequeños puntos rojos. Pero no conseguía hacer llamas. La mano de Laura se acercó, temblorosa, sosteniendo un trozo de una bolsa de papel. -Es el único papel que he conseguido encontrar -murmuró. Julio sopló con cuidado. El papel se oscureció, luego salió un pequeña llama. -¡Los tojos, rápido! En un momento la mata de tojos secos chisporroteaba alegremente. Julio fue añadiendo troncos de tojos, luego dispuso varias tablas alrededor del fuego. -Tenemos que mantenerlo hasta la noche sin gastar demasiada madera. -¡Estoy muerta de sed, Julio! ¿No has visto agua por ningún sitio? -No, la isla es demasiado pequeña para tener ningún riachuelo. Voy a coger más mejillones, nos ayudarán a calmar la sed. -¿Tú crees? Ha llovido un montón durante el mes de junio. Tiene que haber algo de agua en la isla, por pequeña que sea. -Vale, pues a ver si la encuentras -le dijo con escepticismo.

  • Primordial

    El juego es más excitante cuando las posibilidades de ganar y perder están igualadas Alberta se despertó en cuanto oyó la alarma, un débil zumbido en la cabecera de su cama. Bien entrenada, en una fracción de segundo pasó del sueño profundo a un estado de máxima alerta. Cogió las esposas que guardaba bajo la almohada, metió la almohada bajo las mantas y en dos zancadas se colocó tras de la puerta de su dormitorio, completamente desnuda. El corazón le latía deprisa. ¿Dónde demonios estaba? Hizo un esfuerzo por escuchar, pero sólo se oía el rumor lejano del tráfico. ¡Ahí! El crujir de la baldosa suelta de la cocina… ¿Qué coño hacía en la cocina? Estaría curioseando en su apartamento, pensando que estaba dormida. Demasiado confiado. Con movimientos lentos, felinos, contrajo y estiró los músculos de las piernas y los brazos, calentándolos como le había enseñado su maestro de artes marciales. Era aquel chico joven, guapillo… ¿Cómo se llamaba? Pablo… La había llamado cuando leyó su artículo en Magazine Malicieux sobre los juegos de violación. En la entrevista no le pareció un contrincante a su altura, pero al final acabó por darle su dirección y la llave. Prefería hombres fuertes. El juego era más excitante cuando las probabilidades de ganar y de perder estaban igualadas. Cuando ganaban ellos se pasaban la noche haciéndole perrerías, hasta que se cansaban, la follaban y se iban. No le importaba… En realidad, le gustaba. Ese era el ese castigo que se merecía por haberse dejado vencer. Además, le gustaba la violencia, aunque fuera dirigida contra ella. ¡Ah, la dulce, embriagadora violencia! ¡Por fin! ¡Aquí estaba! El haz de luz roja de una linterna bailó un instante sobre la puerta del baño antes de iluminar el dormitorio. Usaba luz roja para ver mejor en la oscuridad; una ventaja menos para ella. El haz rojizo se detuvo sólo un instante en el bulto de la almohada bajo las mantas. Se había dado cuenta. Como una pantera, Alberta le saltó encima sin apenas hacer ruido. Cayeron juntos al suelo. La linterna rodó sobre la moqueta trazando círculos rojos en la pared. Alberta logró ponérsele encima, cogerle la muñeca derecha y cerrar sobre ella una de las esposas. Luego él contraatacó, derribándola de un manotazo. Ella aterrizó sobre las manos y lo golpeó con los pies juntos para impedirle que se levantara. Sin darle un respiro, volvió a agarrarlo. La lucha cuerpo a cuerpo le resultaba más ventajosa. Él intentaba agarrarla por los brazos, pero se le escurrían entre las manos como serpientes delgadas y resbaladizas. -Esto no es en lo que habíamos quedado -dijo él entre jadeos-. Me dijiste que querías que te violara. -¿Y qué pensabas, que me iba a dejar? Si me dejo, ya no es violación. Consiguió ponérsele encima otra vez, atrapando sus piernas en un cerrojo de las suyas. Se apoderó de su brazo izquierdo, pero cuando intentó agarrarle el derecho él lo apartó bruscamente Las esposas le dieron un fuerte golpe en la sien. No sentía ningún dolor, pero pronto un líquido viscoso empezó a bajarle por la mejilla. Eso le dio fuerzas renovadas. Consiguió agarrarle el brazo derecho y doblárselo tras la espalda. Retorciéndoselo, lo obligó a ponerse bocabajo. A caballo sobre su trasero, luchó por apoderarse de su mano izquierda, pero él movía el brazo sin parar para impedírselo. -¡Suéltame! ¡No tienes derecho a hacerme esto! -¿Qué pasa? ¿Ya te has cansado de jugar? -Sí… Déjame. -¿Así que, como las cosas no han salido como tú quieres, quieres parar? Pero si hubiera sido al revés habrías disfrutado de mí a tu antojo. Es un poco injusto, ¿no te parece? -¿Qué me quieres hacer? -Lo mismo que tú a mí: violarte. -¡Estás loca! ¡Estás como un puto cencerro! -¡Ah! ¿Y tú no? Donde las dan, las toman, Pablito. Es demasiado tarde para volvernos atrás. Si te suelto ahora, seguro que me atacarías. -¡No, te lo prometo! ¡Sólo quiero irme! -¡Venga! Ya verás como al final no es tan malo como piensas. Quizás fue él, que se dio por vencido; quizás fue sólo suerte, pero al fin consiguió atraparle el brazo izquierdo y cerrar las esposas sobre su muñeca. Lo dejó que ponerse trabajosamente en pie mientras ella encendía la luz. Tenía la cara y la camisa llena de churretes de sangre. Juguetona, hizo que se acercaba a él para besarlo. Con un par de movimientos rápidos, le desabrochó los pantalones y se los bajó de un tirón hasta los tobillos. Danzó hasta la cómoda y sacó una tijeras de un cajón. Él la miró aterrorizado. -Tranquilo, que no es lo que piensas. Sólo quiero esto… Con un par de tijeretazos rápidos le cortó los laterales de los calzoncillos y se los arrancó. Los guardó, junto con las tijeras, en el cajón de los trofeos. Estos completaban la media docena. Sonriente, se masturbó delante de él hasta que su polla se puso en atención. De un empujón, lo arrojó bocabajo sobre la cama. Él intentó incorporarse, pero ella le saltó encima y empezó a propinarle sonoros azotes en su trasero blanco y redondo. Sólo se detuvo cuando la piel cambió de color a un bonito sonrosado y Pablo ya no pudo contener sus quejas. La contempló alarmado mientras se ajustaba el arnés a las caderas. Escogió uno de los consoladores más pequeños. No quería hacerle daño, probablemente sería la primera vez. Hicieron falta unos cuantos azotes más para convencerlo de que su mejor opción era quedarse quietecito y dejarse hacer. Con la ayuda de un poco de lubricante, la penetración resultó menos traumática de lo esperado. Alberta se echó sobre su espalda, dejándolo acostumbrarse a la sensación. Alargó la mano bajo él y le cogió la polla. Estaba dura como una piedra. -Ves, ya te dije que no iba a ser tan malo como pensabas. La historia se basa en una modalidad de BDSM llamada “primal” en Estados Unidos y que yo he traducido como "primordial". Consiste en que los participantes revierten a un estado primitivo, primordial, en el que se acechan y se atacan como animales carnívoros. El que gana somete al vencido, apareándose con él o con ella como le place. Quizás este juego primordial deriva de otra modalidad de BDSM, la del secuestro y la violación simulada, que está mucho más extendida. La diferencia es que en el secuestro quién va a hacer de víctima está pactado de antemano y en el juego primordial no.

  • Castigo con el cinturón

    Retazo de mi novela Desencadenada Lentamente, con un gesto dramático, Luis se desabrochó el cinturón y se lo fue sacando de las hebillas de su pantalón. Cecilia tragó saliva. ¡Vale, pues que me azote! Total, a eso ya estoy acostumbrada, después de las palizas que me han dado Julio y Johnny. Menos mal que Luis no lo sabe, que si no vete a saber qué otro castigo habría elegido. Sólo tengo que montar mucha comedia, dar muchos gritos y esperar a que se canse. ¡A lo mejor hasta disfruto y todo! -¡Enhorabuena! -le dijo-. Por fin vas a cumplir tu deseo. ¡Te debes sentir muy satisfecho! -Yo, que tú, dejaría de hablarme en ese tono. Muy pronto vas a suplicarme que pare de pegarte. ¡Venga, vamos! La agarró con una mano por las esposas, con la otra por la nuca, y la empujó hacia la mesa de despacho. Dio un traspié, los tobillos enganchados en los shorts que se terminaron de romper, liberándole las piernas. Luis apartó de un manotazo las plumas, abrecartas, fotos enmarcadas y demás enseres que había sobre el escritorio. La empujó hasta dejarla recostada sobre él, las caderas dobladas sobre el borde. -¡No se te ocurra moverte, o será mucho peor! Cecilia se aferró con las manos esposadas al borde opuesto del escritorio, sin osar resistirse. Juntó las piernas y apretó el culo, en un vano intento de cubrir su intimidad. ¿Para qué? Mejor que me vea bien, a ver si, con un poco de suerte, se le pone dura y le da por violarme. Así cuando se corra se le pasarán las ganas de torturarme. ¿Qué más da que sea incesto? La culpa será suya, no mía. Se relajó, dejando que se le separaran algo los muslos. -¡Eso, enséñame bien tus vergüenzas! Si hasta te afeitas el coño para que te lo vean mejor, ¿eh? ¡Menudo panorama, hermanita! ¡Voy a disfrutar de lo lindo castigándote! -¡Pues nada, por mí no te prives! -dijo con sarcasmo-. Para eso estoy: para servirte. -¿Ah, sí? ¡Pues a ver si es verdad! Cántame un poquito, para poner ambiente. Cántame tu canción, la que puse aquel día que te zurré, cuando eras pequeña… Seguro que te acuerdas, ¿verdad? -¿Qué? -Debía haber entendido mal. -¡Que cantes he dicho, coño! ¿O voy a tener que convencerte? -No, si yo por cantar que no quede. A ver si así me oyen los vecinos y me sacan de ésta. Empezó a cantar la canción Cecilia lo más alto que pudo. Sólo entonces se dio cuenta de lo humillante que era el verse obligada a hacerlo, pero ya no se atrevió a parar. Se acordó de los cautivos en la canción Rivers of Babylon, a los que también habían obligado a cantar. Apenas oyó el zumbido del cinturón cuando le fustigó el culo, despertando una quemazón que le resultaba harto familiar. El segundo golpe decididamente le gustó. Esto va a ser divertido. El siguiente, el cinto cayó de canto, sin producirle más dolor que un impacto sordo en el músculo. ¡Pero qué patoso eres, Luis! Pero él la golpeaba con todas sus fuerzas. Veía la sombra del cinturón levantarse alto en el aire antes de aterrizar sobre su trasero. El tener que cantar no la dejaba concentrarse, haciendo que el dolor la pillara desprevenida. Aunque algunos golpes fallaban, otros le restallaban contra las nalgas creando un considerable aguijonazo. Se puso a gritar con cada azote, lo que le daba una disculpa para interrumpir su canción. Quizás alguien la oyera y acudiera en su ayuda, aunque a Luis eso no parecía preocuparle lo más mínimo. ¿Y si no vivía nadie en esa casa? El dolor fue en aumento a medida que los golpes caían sobre la piel ya lacerada, hasta que sus gritos empezaron a ser completamente genuinos. Ésta no era una de las palizas cariñosas que le habían dado Julio y Johnny, sino un auténtico castigo infligido por alguien que tenía toda la intención de hacerle daño de verdad. El dolor había pasado de placentero a desagradable y llevaba camino de volverse intolerable. Había subestimado la crueldad de su hermano. Lo que le faltaba en habilidad lo suplía con creces en brutalidad. El verse completamente a su merced, impotente de detener el castigo, la puso furiosa. Gritó y gritó, con tanta rabia como dolor, a medida que fue comprendiendo que, lejos de disfrutarlo, iba a ser incapaz de soportar ese castigo tan atroz. Luis se debió de dar cuenta de su estado, pues redobló sus esfuerzos y sus jadeos se mezclaron con gruñidos de satisfacción. Al poco rato, ella ya no pudo contener las lágrimas y su ira se fue ablandando, hundiéndosele dentro del cuerpo. Algún día pagaría lo que le estaba haciendo, algún día se vengaría de él, pero ahora ya sólo podía sentir lástima de sí misma, y un deseo pertinaz de que terminara su dolor y su humillación. Lloraba y berreaba, y al final acabó por suplicar. Cualquier cosa para que se diera por satisfecho y terminara su tormento. -¡Por favor, para ya! … ¡Por favor, te lo suplico! ¡Ay, ay! ¡Basta! ¡Me duele mucho! ¡Au! Los golpes cesaron. Empezó a levantarse del escritorio, pero él se lo impidió, sujetándola contra la superficie de madera con una mano en la espalda.

  • Caning hasta el orgasmo

    Varazos en el culo llevan a Cecilia a un final inesperado Cecilia se arrodilló delante de Julio, inclinando la cabeza y separándose el pelo del cuello para que él le pusiera el collar. Julio hincó una rodilla en el suelo delante de ella, le puso el collar y tiró de la anilla para forzarla a levantar la cara y mirarlo. Los ojos de Julio la sondearon, desenmarañando cada una de sus emociones: el enfado del que no había conseguido deshacerse del todo, su culpa por sentirlo, su deseo de ser castigada. ¿Era verdad que la estaba leyendo como un libro abierto, o era sólo su imaginación? La expresión de Julio era seria, comprensiva. Volvió a tirar de la anilla del collar y la besó en los labios; un beso suave pero largo y apasionado. Julio la cogió de la mano para hacerla ponerse de pie y la abrazó. -Dame fuerte, Julio -le dijo al oído-. No te cortes ni un pelo. -¿Por qué? ¿Necesitas que te castigue? -Necesito algo que me saque del mal rollo que tengo en la cabeza. Necesito dolor. Y si lo quieres ver como un castigo, tampoco me importa. -Vale, pues voy a poner música adecuada. Julio fue al tocadiscos y se puso a buscar entre los LPs. -¿Qué vas a poner? Julio sonrió, enseñándole la portada del disco que había elegido. Mostraba a un hombre con pelo largo y con una flauta travesera aún más larga, con una rodilla levantada en ademán de bailar. Grandes letra rojas decían Jethro Tull. -My God -dijo Julio. -¡Perfecto! -dijo ella, aplaudiendo silenciosamente. Julio cogió la vara. Estaba hecha de ratán, una madera dura y flexible especialmente apropiada para la disciplina inglesa. Julio apartó las sillas de la mesa. Ella se colocó en la posición prescrita: las manos y los antebrazos sobre la mesa, las piernas bien derechas, el culo en alto. Sonaban los acordes de guitarra con los que empezaba la canción. -Van a ser una docena… Más si te levantas de la mesa. -Ya lo sé, Julio. Lo hemos hecho un montón de veces. Se le había escapado la irritación y la rebeldía que aún llevaba dentro, lo que seguramente incitaría a Julio a bajarle los humos. Oyó zumbar la vara en el aire. Sintió el dolor lacerante del primer golpe cruzándole el trasero. Involuntariamente, arqueó la espalda y levantó la cabeza, los ojos cerrados, el rostro contraído de dolor. El dolor siempre es nuevo. Siempre te sorprende. -Te veo un poco altanera esta noche, Cecilia. Voy a tener que darte fuerte. -No me espero otra cosa de ti. Era una provocación. Hubo otro zumbido, otro surco ardiente apenas un centímetro debajo del primero. No se quejó, pero dio un zapatazo a la alfombra. ¡Joder, sí que duele! ¡Pero me lo merezco! -¿Todo bien, Cecilia? -Todo bien, Julio. Esperando el siguiente. El tercer golpe fue cruel, asestado en la sensible frontera entre la nalga y el muslo. Respiró hondo y se concentró en el dolor, negándose a huir de él, dejando que le recorriera todo el cuerpo. -Ese lo vas a notar cuando te sientes, cariño. Julio le pasó la mano suavemente por las nalgas, borrando con el contacto su escozor. Luego le dio dos golpes severos, muy seguidos, al tiempo que la guitarra eléctrica irrumpía en la canción de Jethro Tull con acordes tan desgarradores como la agonía que sentía. Pero ella ya había encontrado esa sintonía especial con el dolor que tanto ansiaba. Los siguientes golpes fueron cada vez más exquisitos. Todas sus sensaciones se agudizaban con el sufrimiento, sobre todo la música, que había adquirido una calidad infernal y divina al mismo tiempo. La guitarra eléctrica chirriaba con notas tan agudas como las laceraciones en sus nalgas. Se sentía desnuda e indefensa, sometida y humillada, pero eso la llenaba de una extraña energía que le calentaba el cuerpo por dentro. -¡Más fuerte, Julio! ¡Joder! -Si te pego más fuerte voy a romper la vara, cariño. Pero no te preocupes, que éste sí que te va a doler. Le pegó en los muslos, justo encima del borde de las medias, y era verdad que ahí dolía más. Dejó escapar un gemido de placer. -Te ha gustado, ¿eh? Pues esto aún te va a gustar más. Le volvió a pegar en el culo y enseguida después del golpe la embistió con su vientre para hacerla sentir la dureza de su erección. Inclinándose hacia delante, le dijo al oído: -Con ese van diez. Los dos últimos serán los más fuertes. No respondió, había perdido el habla. Pero no podía dejarle parar ahora. No quería abandonar el estado extático en el que se encontraba, en el que cada golpe la sumía cada vez más profundamente. Julio se separó de ella. Hubo un zumbido y un restallido al impactar la vara con la piel desnuda. Soltó un largo gemido. Luego, lentamente, se puso en pie. -No deberías haber hecho eso. Ahora te tendré que descontar el último golpe y darte dos más. Ella asintió y volvió a adoptar su postura, doblada sobre la mesa. Julio le dio un buen varazo. Movió las caderas de arriba a abajo con un vaivén sensual. Luego, acordándose de lo que debía hacer, volvió a levantarse, moviéndose despacio, como una sonámbula. Julio la agarró del pelo para mirarla a la cara. -¿A qué estamos jugando, Cecilia? Seguía sin poder hablar, pero Julio debió leer la respuesta en sus ojos. La derribó sobre la mesa en un gesto brutal y se puso a darle varazos, muy fuertes, muy seguidos, a los que su cuerpo respondía bamboleando las caderas al compás de los golpes. Julio debía conocer el calor creciente que la invadía, el dolor-placer que se le agarrotaba en lo más profundo del coño. Estaba cerca, muy cerca. La vara se ensañaba en ella, dejando surcos rabiosos desde lo alto del trasero hasta el borde de las medias en los muslos. El goce que le producía el dolor era de un rojo cada vez más encendido, hasta que súbitamente explotó en fulgurantes destellos de placer que le recorrían el cuerpo de arriba abajo. Se sintió convulsionar. Julio no dejó de pegarle hasta que su cuerpo se detuvo exhausto. Le flaqueaban las piernas. Julio la cogió en brazos justo antes de que se cayera al suelo.

  • Cecilia, la muerte y el universo

    Pasaje de mi novela Juegos de amor y dolor Varias horas más tarde se volvió a despertar. La luna se había apoderado del firmamento, tan brillante que podía distinguir su claridad aún con los ojos cerrados. Dio vueltas y más vueltas dentro del saco, sin conseguir volverse a dormir. Un montón de sensaciones, de ideas, de emociones, le pasaban por la cabeza. Recordó el miedo que había pasado escalando. Al mirar para abajo había podido ver a la muerte claramente, esperándola entre las rocas al final de la pared de granito. Su vida era frágil. Normalmente daba por sentado que viviría otros cincuenta, sesenta años, pero en realidad podía morir mañana, en la Pared de Santillana esa. Podía negarse a escalar. Julio lo entendería, pero eso no serviría de nada, porque uno se puede morir de muchas otras formas. No, lo fundamental era comprender que la muerte estaba allí, esperándola, como la había visto al final de la pared, y que ya no cabía tener ninguna esperanza en un Más Allá, en una resurrección que pudiera rescatarla del horror de la aniquilación completa. Aunque quisiera, ya nunca más conseguiría creer en eso. Mejor vivir con una verdad incómoda que auto-engañarse con patrañas que le sirvieran de consuelo, como quien le da un chupete a un niño para que deje de llorar. Sí, había que vivir con valor, con los ojos abiertos, y encima estar dispuesta a sacrificarse por el bien común, como hacía Lorenzo, simplemente porque sabía que el sufrimiento de los demás era el mismo que su propio sufrimiento. Esa filosofía de la vida le pareció infinitamente más admirable que la que había tenido antes: el ser buena para obtener una recompensa en vez de un castigo eterno después de morir. Estaba demasiado nerviosa, exaltada por todo lo que había aprendido ese día. Hacía demasiado calor dentro del saco, optó por volver a salir de él. Afuera, desnuda en el aire frío de la noche, dejó que la bañara la luz mágica y fría de la luna. Sus piernas y su vientre brillaban con un curioso color azulado, el mismo que la luna sacaba de los bloques de granito que la rodeaban. Todo era hermoso a su alrededor, y ella se supo hermosa en medio del paisaje nocturno. Se recogió el pelo con la mano tras el cuello y alzó la cara a la luna. Quería aullar como una loba en celo. Las estrellas brillaban como alfilerazos fríos en el terciopelo negro del firmamento. Decidió que debía aprender el nombre de las constelaciones. ¿Cómo podía ser tan ignorante, ella, que estudiaba física? Pero no, un científico sabría que las constelaciones no eran más que una ilusión estúpida: una mera proyección en dos dimensiones de algo que en realidad era un vastísimo espacio tridimensional. Algo cambió en su percepción y de repente era como estar a orillas de un océano cuyas profundidades insondables se extendían en todas direcciones. No es que ella, Cecilia, fuera pequeña; el mundo entero, el planeta Tierra, no era más que una mota diminuta en la vastedad del cosmos. La capa de la atmósfera se le antojó demasiado delgada para protegerla del terrorífico vacío que había allá fuera. Se sintió inmensamente agradecida a la fuerza de la gravedad que la ataba a ese pequeño refugio, a esa bola recubierta de vida que era el único sitio donde tenía sentido vivir. Había salido del cascarón. Había dejado atrás las creencias confortables de la niñez. No había Dios, padre severo a quién, sin embargo, se podía acudir en busca de ayuda cuando las cosas se ponían mal. No había paraísos donde refugiarse de la aniquilación final de la muerte. ¿Qué hacer? ¿Cómo vivir? ¿Había acaso alguna meta, algo a qué aspirar que no fuera anulado al final por la muerte? ¿Tenía algún sentido la vida, más allá de evitar el sufrimiento y buscar el placer?

  • La revolución erótica

    Pasaje de mi novela Juegos de amor y dolor España, 1977. Dos años después de la muerte de Franco, España empieza la transición a la democracia. Cecilia, su novio Julio y Lorenzo almuerzan después de escalar en La Pedriza, en la sierra al norte de Madrid. Cecilia y Julio son estudiantes universitarios. Lorenzo es mecánico y miembro del Partido Comunista de España. La "guerra" que mencionan es la Guerra Civil Española, 1936-1939. "Carrillo" es Santiago Carrillo, líder del Partido Comunista Español en ese momento. No corría nada de viento y empezaba a notarse el calor. Las superficies de granito que les rodeaban reflejaban y concentraban los rayos del sol. Los insectos zumbaban a su alrededor. Julio se desabrochó la camisa y se la quitó. -¡Ay, yo también quiero! -le dijo con una sonrisa-. No vendrá nadie, ¿no? -No, pero aquí al colega igual le da un infarto. Ten en cuenta que no está acostumbrado a ver tías en sujetador -bromeó Julio. -¡Tonto! ¿No ves que ya me ha visto? Estaba en la fiesta cuando hice el striptease. “Que vean los humanos lo que se han de comer los gusanos” -citó. Se quitó la camisa y también el sujetador. Lorenzo se concentró en encender un cigarrillo, ignorándola, pero luego le clavó los ojos en las tetas descaradamente mientras tomaba una profunda calada. Julio también la miraba. La halagaba ser el foco de atención de los dos chicos. Además, el frescor del aire y el calorcito de los rayos del sol despertaban sensaciones exquisitas en la piel desnuda de sus pechos. Julio se levantó y se sentó a su lado. De forma casual, le pasó el brazo sobre el hombro y se puso a acariciarle una teta. Sintió el pezón endurecerse y erguirse bajo sus dedos. -¿Qué? ¿A que tiene unas tetas bonitas? -le preguntó a Lorenzo. Lorenzo se limitó a exhalar una larga columna de humo. Sin embargo, a juzgar por el bulto que le crecía bajo los vaqueros, la respuesta debía ser afirmativa. -¡Desde luego tíos, yo flipo con vosotros! -dijo finalmente-. Tu chica aprovecha la menor ocasión para despelotarse, y encima tú la animas. -¿Acaso hay algo de malo en que me desnude? -dijo, algo dolida por su crítica. -No sé, tía. A mí mi madre me enseñó a respetar a las mujeres. -¿Y qué tiene que ver la desnudez con el respeto? ¡Ah, ya veo! Tú piensas como la tipa esa que vino a darme la vara cuando hice el striptease: que si una mujer se desnuda en público eso significa que está siendo explotada por los hombres. ¿Es eso, no? -Pues un poco sí, ¿no? Porque no me vengas con que te has quedado en tetas para tomar el sol, que no me lo creo. Lo has hecho para que te veamos Julio y yo. -¿Y eso es explotación? A lo mejor a mí me gusta que me miréis. Eso pareció sorprenderlo. -¿Y por qué te iba a gustar? -Pues porque me da buen rollo. Porque así os hago un regalo, y me hace sentirme bonita y poderosa. -¿Poderosa? ¿Por qué? ¿Porque así le das celos a Julio y consigues que te quiera más? -¡Pero qué dices! Ni quiero poner celoso a Julio, ni él me va a querer más por estarlo. Los celos son un mal rollo. Y tú mismo has dicho que él es el que me anima a desnudarme, ¿no? Mira, Lorenzo, por muy del PC que seas, no te enteras de nada. Lo que queremos Julio y yo es liberarnos sexualmente, quitarnos toda la represión de encima. Hacemos la revolución erótica. -¿La revolución erótica? ¡No me toques los huevos, tía! Mira, vale, una cosa es que os guste follar, eso lo entiendo… Pero que os creáis que así estáis haciendo la revolución me parece una completa gilipollez. -¡Pues claro que sí! Es una revolución que se hace por dentro, liberando la mente de los esquemas y las represiones que nos han inculcado. -Es verdad, Lorenzo -Julio se decidió por fin a meter baza-, la revolución no se hace sólo a base de manifestaciones y cócteles Molotov. Lo más importante es cambiar la mentalidad de la gente, fomentar un espíritu de rebelión contra el sistema. -¡No, si ahora va a resultar que sois anarquistas! -Ya sabes que no, te he dicho muchas veces que soy socialista. ¡Joder, Lorenzo, si es que a veces los del PC sois más puritanos que los curas! Cecilia tiene razón: el sexo ayuda a liberarse por dentro, y eso es una forma de revolución. -¡Pero qué coño sabéis vosotros de la revolución! Si sólo sois un par de burgueses, disfrutando de los privilegios de vuestra clase, viviendo en buenas casas, yendo a la universidad y pasándooslo de puta madre. ¡A vosotros no os interesa hacer la revolución, para vosotros las cosas están bien como están! Cecilia abrió la boca para responderle, sin saber muy bien lo que iba a decir, sólo que la irritaba enormemente que Lorenzo los atacara tan injustamente. ¡Y ella que pensaba que le hacía un favor enseñándole las tetas! -¡No te pases, tronco! Pues claro que no nos gustan las cosas como están -dijo Julio en su voz calma de siempre-. Porque lo que está mal no es sólo la injusta repartición de la riqueza, sino la opresión, la falta de libertad, y eso nos afecta a todos. Y tampoco es que Cecilia y yo vivamos tan de puta madre, sobre todo ella. ¿Tú sabes lo puteada que la tienen en su casa? Su padre y su hermano son unos fachas de mucho cuidado. La hostian cada dos por tres, no la apoyan para que haga la carrera y encima ahora le han quitado la paga. Por eso se tiene que ganar las pelas currando de camarera en un bar. -¡Joder, no lo sabía! -dijo Lorenzo, contrito-. ¡Pues entonces, dabuti! ¡Eres una currelante, como yo! Perdona tía, es que a veces se me cruzan los cables y me pongo a lanzar un mitin que no viene a cuento. Cecilia le sonrió, satisfecha de lo bien que la había sabido defender Julio. -No pasa nada… -le dijo. Pero ahora era Julio el que se había embalado y no iba a parar tan fácilmente. -A Cecilia la metieron con los del Opus desde que era una cría. ¡No veas la comedura de tarro que tenía encima cuando la conocí! Pero es una tía tan inteligente que salió de ese embrollo ella solita. Por eso, cuando te habla de revolución, te habla de liberación interior, porque así es como lo ha vivido ella. Y el sexo ha sido muy importante en ese proceso. Por ejemplo, tú pensarás que el striptease que hizo aquella noche no era más que un acto de frivolidad, pero no te puedes imaginar lo que la cambió, la cantidad de cadenas que rompió haciéndolo. Cuando Cecilia te habla de revolución erótica, te habla de un compromiso muy serio en su vida, que le ha costado cantidad de sacrificios. No es simplemente follar conmigo. -Vale, lo que quieras tío. Pero explícame cómo esa revolución erótica vuestra va a conseguir salarios más justos, seguridad en el trabajo, que no despidan a los trabajadores a las primeras de cambio. -Pues sí que sirve también para eso -dijo ella, encontrando al fin su turno-, porque a la gente la controlan desde adentro, impidiéndoles pensar libremente a base de religión. Si no, ¿por qué te crees que los conservadores defienden tanto la religión? Liberarse sexualmente es la prueba de fuego de que ya no te dominan los sentimientos de culpa y la vergüenza, de que has vencido a la represión. Cuando la gente se siente libre por dentro es cuando es capaz de actuar sin cortapisas para cambiar la sociedad. -¡Muy bien, Cecilia! ¡Vaya mitin que te has largado! -se rio Julio. -No sé, tía, a mí me sigue pareciendo un razonamiento muy traído por los pelos -se resistió Lorenzo-. Tampoco hace falta montar tanta movida para poder pensar libremente. -Ya, tú te crees que no, tronco, pero sigues estando muy reprimido -dijo Julio-. Ya verás como se te abren los ojos cuando te tires a una tía. -Joder, tú también te podías callar algunas cosas -dijo Lorenzo, molesto. -¡Si es que eres un bocazas, Julio! -le reprochó ella-. ¿Qué pasa, Lorenzo, que aún eres virgen? -¡Pues sí! ¿Qué pasa, que os creéis que sois muy progres porque folláis? ¡Qué mayores! -¡Venga Lorenzo, no te mosquees! Es lo que le pasa a Julio, que no tiene ni idea de lo que es la intimidad de la gente. -No es sólo Julio, sois los dos, que lleváis todo el rato vacilándome con vuestra puñetera revolución erótica. Pues no, aún no he podido estrenarme, porque acabo de pasarme dos años en la mili sin un puto duro, y así, como comprenderéis, no hay quien se ligue a una tía. Y antes de eso las pasé canutas para acabar el bachillerato, currando por las noches y aguantando las borracheras de mi padre. -Perdona, macho -le dijo Julio-. No tienes que defenderte de nada. Sólo queríamos explicarte lo que nos traemos entre nosotros, no criticarte a ti. Ya sé que has llevado una vida muy dura, y te admiro mucho por ello, de verdad. -Es verdad, Lorenzo, perdona. -Bueno, yo también me he pasado un poco. -¿A qué edad empezaste a trabajar? -le preguntó ella-. Si no te importa contármelo, vamos. -A los catorce años empecé a currar en una tienda. Mi padre se quedó sin trabajo, y mi madre llevaba ya dos años en chirona. -¿Estaba en la cárcel? ¿Por qué? -La pillaron repartiendo Mundo Obrero. ¿Ves? ¡Eso sí que es hacer la revolución! -¡Desde luego! -admitió Julio con tristeza-. Lo siento tío. Ya la habrán soltado, ¿no? -Sí, hace ya varios años. Ahora vive en Bilbao. -Mi madre lo pasó muy mal durante la guerra -dijo Cecilia, pensativa-. A su padre, mi abuelo, lo mataron los rojos en Madrid. Bueno, perdona Lorenzo, no quería compararlo con lo de tu madre. Es sólo que me lo has recordado. Julio la miró, intrigado. -Eso no me lo habías contado. ¿Por qué lo mataron? -Lo único que sé es lo que me han contado mis padres, lo que como comprenderás tampoco es muy de fiar. Por lo visto, mis abuelos tenían bastante dinero y un piso grande en la calle Alcalá, cerca de Goya. Unos revolucionarios querían hacerse con el piso, así que aprovecharon cualquier pretexto para “darle el paseo”, como solían decir. Mi madre tenía quince años. Afortunadamente, no estaba en la casa cuando pasó. -Es una pena que los nuestros cometieran esas barbaridades -dijo Lorenzo-. Cuando se lucha usando la violencia siempre ganan los más violentos. Hacer la revolución suena muy romántico, pero la realidad es muy distinta. -A no ser que se trate de una revolución no-violenta -apuntó Julio-, que se base en cambiar la forma de pensar de la gente. -Que en definitiva es lo mismo que el reformismo -dijo Lorenzo-. O sea, lo que dice Carrillo: pactar, seguir la vía democrática. -Si es que de verdad nos dejan seguir ese camino, lo que está por ver -dijo Julio gravemente. Se quedaron callados un rato, cada uno enfrascado en sus propios pensamientos. Finalmente, Julio cogió su camisa y se la puso. -Bueno, será mejor que nos movamos, si queremos aprovechar el resto del día.

  • Capturados por los narcos gallegos

    Pasaje de mi novela Para volverte loca Punta de Couso, miércoles 2 de julio, 1980 Julio no pegó ojo en toda la noche, dándole vueltas a todas las variantes de los planes que habían hecho. Antes del amanecer, un tipo joven vino a traerles zumo de naranja de bote, que les dio a beber sin desatarlos. Luego los sacaron al pasillo. Junto al portón que daba al mar estaban Fandiño y don Francisco, vestidos con impermeables de marinero. Junto a ellos había dos hombres jóvenes. Parecían nerviosos. Aparecieron Cipriano y el otro tipo que los había detenido. -As planeadoras xa están na rampla, patrón -dijo Cipriano en gallego. -Abre a porta -dijo Fandiño. Fandiño sacó una pistola y abrazó a Laura por detrás, pegándose a ella. -Tú te vienes conmigo, guapa. Rogelio, tú a la segunda planeadora. A Julio se le cayó el alma a los pies. Pensaban usarlos como escudos humanos. No se le había ocurrido esa posibilidad. Laura no podría escaparse con una pistola pegada a ella. Le hizo un gesto de resignación. Mejor que no intentara nada. Las dos planeadoras estaban alineadas en la rampa sobre sus remolques. Eran enormes, con seis motores fueraborda cada una. Fandiño fue con Laura a cubierto de la segunda planeadora. La hizo subir a la primera y empujó el remolque al mar. Se hundió en el agua, dejando a flote a la planeadora. Fandiño retuvo la embarcación con un cabo y saltó a bordo. Los motores ronronearon. Fandiño maniobró para acercar la motora a la rampla. -Ahora nos toca a nosotros -Don Francisco sacó su pistola y lo abrazó por la espalda. Fueron a cubierto de la segunda planeadora hasta detenerse bajo la popa. Cipriano, mirando con ansiedad al monte a su izquierda, empezó a empujar el segundo remolque al agua. Entonces empezaron los disparos. Cipriano cayó al suelo, herido de bala. Trozos de plástico de la segunda planeadora volaron sobre sus cabezas. Don Francisco lo agarró por la muñeca y lo metió de un empujón en la planeadora de Fandiño, tirándosele encima. Los motores rugieron. La motora empinó la proa e hizo un giro pronunciado a la derecha, escorando para protegerlos de los disparos. Julio oyó varias balas incrustarse en el casco. Don Francisco rodó a un lado. Osó levantar la cabeza. Se dirigían hacia las mejilloneras a una velocidad prodigiosa. Mirando hacia atrás, vio que Cipriano se arrastraba sobre el muelle. Los hombres de Benito habían bajado a la rampla y empujaban a la otra planeadora al agua. Una mejillonera pasó al lado como una exhalación. Fandiño esperó que varias mejilloneras más se interpusieran entre ellos y los hombres de Benito. Con un giro pronunciado a la izquierda, puso proa a mar abierto. Fandiño y don Francisco miraban al caserón de donde habían salido. Los hombres de Benito habían echado la segunda planeadora al agua y la estaban abordando. Laura estaba en la proa, echa un ovillo. Le indicó con la cabeza que saltara al agua. Estaban todavía cerca de la costa. Laura no pareció entenderlo. Caminando sobre sus rodillas, fue hacia ella. Apenas había dado dos pasos cuando el salto de la planeadora sobre una ola lo hizo caer al suelo. Cuando se incorporó tenía a don Francisco al lado, apuntándolo con la pistola. Le indicó por gestos que fuera a sentarse junto a Laura. Él se sentó más atrás, sin dejar de apuntarlos. Julio luchó por desatarse, pero no conseguía encontrar el cabo correcto para deshacer el lazo. Don Francisco no le quitaba el ojo de encima. Cuando finalmente consiguió soltar sus ataduras, los acantilados de la punta de Couso ya se habían quedado atrás. Laura le devolvió una mirada desalentada. Ella también debía haberse desatado, pero sería suicida intentar nada ahora. Uno de los dos se iba a llevar un tiro, seguro. Y la costa quedaba ya demasiado lejos. La planeadora daba botes en las olas. El sol despuntó tras los montes, arrancando reflejos en algo que se movía junto a la punta de Couso. Era la otra planeadora, que había salido en su persecución. * * * Laura se cogió las manos a la espalda y apretó el cuerpo contra la borda para ocultar que se había desatado. No era fácil, con los botes que la planeadora daba en las olas. Don Francisco tuvo que guardarse la pistola para poder agarrarse a la borda. Pero la costa estaba tan lejos que sería un suicidio intentar ganarla a nado. Don Francisco miraba nerviosamente hacia atrás. Las dos planeadoras iban a la misma velocidad. No les darían alcance hasta que llegaran a su destino, que seguramente sería un barco que les pasaría la cocaína en mar abierto. Julio reptó para poder hablarle al oído. Aun así, tuvo que gritar para hacerse oír por encima del rugir de los motores y los golpes de la embarcación contra las olas. -Vamos a pasar cerca de las Islas de Ons. Si saltamos al agua, podremos llegar a ellas. Ladeó el cuerpo para mirar hacia adelante. La planeadora se dirigía a mar abierto, pero un poco a la derecha quedaba la la Isla de Onza, más pequeña de las Islas de Ons. Al otro lado, a la distancia, se divisaban las escarpadas montañas de las Islas Cíes. ¡Es una locura! El agua está helada, moriremos de hipotermia antes de llegar a la isla. ¿Pero qué alternativa nos queda? Seguramente planean tirarnos al agua en mar abierto para que nadie nos encuentre. Si saltamos, al menos tendremos una posibilidad. Tenía que estar preparada para cuando llegaran a la altura de las islas. Fandiño iba al timón en medio de la barca, mirando hacia adelante con concentración para sortear las olas. El problema era don Francisco, que seguía junto a ellos. Su vista oscilaba entre ellos y la embarcación que los perseguía. La isla de Onza se acercaba rápidamente por la derecha: una loma de tojos verde oscuro. Ahora casi eclipsaba la isla de Ons. Pero parecía imposiblemente lejos. -¡Ahora, Laura! ¡Tú primero! -le gritó Julio al oído. Se puso en pie y se agarró a la borda. El agua pasaba a una velocidad espantosa. ¿Podría sobrevivir el impacto? ¡No seas tonta, Laura, es como caerse haciendo esquí acuático! Pero la duda la había hecho perder un tiempo precioso. Don Francisco se abalanzó hacia ella gritando algo incomprensible. La cogió por los brazos. Julio se puso en pie y le pegó a don Francisco un fuerte puñetazo, pero él no la soltó. Julio agarró a don Francisco por las solapas de su impermeable y tiró de él hacia la borda. Laura comprendió lo que intentaba hacer. Se dejó caer hacia atrás. Con su peso combinado, arrastraron a don Francisco. Cayeron los tres al agua. Continúa en Náufragos en la isla de Onza.

  • ¿Qué haces cuando la policía te detiene por puta?

    Principio de mi novela Para volverte loca Madrid, madrugada del viernes 11 de abril, 1980 Era casi la una de la madrugada cuando la policía irrumpió en Angelique. Apenas quedaban un par de clientes hablando con las chicas. Cecilia se había puesto a hacer las cuentas del negocio sobre la barra del bar. De improviso, el portón de madera que daba a la calle se abrió de golpe y Miguel, el vigilante que tenían afuera, entró en el local andando de espaldas con las manos en alto. Detrás de él, pistola en mano, entró un madero con bigote. Le seguían otros policías, muchos policías. Cecilia no esperó a ver cuántos eran, se dejó caer tras el mostrador y se hizo un ovillo junto a una caja de botellas de cerveza. -¡Qué nadie se mueva! -oyó gritar al policía, seguido de los lamentos de las chicas y pasos apresurados por todo el local. -¡Vosotros dos, mirad que hay detrás de esa puerta! ¡Y vosotros, los servicios! ¡Venga, que no se os escape nada! Oyó el golpear de las puertas de las taquillas donde las chicas guardaban la ropa de calle. Más pasos apresurados, órdenes y quejidos. Empezaba a confiar que no la encontraran cuando vio al madero del bigote asomarse por encima del mostrador. -¡Tú! ¡Qué haces ahí! ¿No he dicho que no se moviera nadie? -Eso es lo que hago. No moverme. -¡No te hagas la lista! ¡Venga, sal de ahí inmediatamente! Se puso en pie lentamente, levantando las manos por si acaso. El policía aún tenía la pistola en la mano. Llevaba galones dorados en el uniforme. Recordó que Julio le había explicado que eso quería decir que era un sargento. -¿Eres la encargada de este sitio? -No, yo sólo atiendo el bar. El sargento la recorrió con la mirada. Le gustaba vestirse sexy cuando trabajaba en Angelique. Esa noche se había puesto un corsé de cuero negro con escote; minifalda, también de cuero, encima de medias de red y zapatos de tacón que la hacían más alta. Para el sargento era una puta más. -Y esto, ¿qué es? -dijo cogiendo el block donde había estado haciendo números. -Las cuentas de las consumiciones -le respondió sin vacilar. -¿Sólo las consumiciones? Eso ya lo veremos -dijo metiéndose el cuaderno en el bolsillo-. ¡Venga, date la vuelta! Para su alarma, el policía le esposó las manos tras la espalda. Sólo una vez antes le habían puesto unas esposas, y no había salido muy bien parada. El corazón empezó a latirle con fuerza. -¿Por qué me esposa? ¿De qué se me acusa? -protestó. -¡Tú a callar! Ya te lo explicarán en la comisaría. ¡Venga, vamos! La pusieron en fila con las otras tres chicas: Tatiana, Celeste y Encarna. Las hicieron salir de Angelique y la metieron en un furgón de la policía. No había ni rastro de los clientes, ni del vigilante. * * * En la comisaría no se molestaron en tomarles la declaración. La detuvieron el tiempo justo para quitarle las esposas. Luego las llevaron derechas a una celda y las encerraron. -¡Ay, dios mío! ¿Pero cómo ha podido pasar esto? -se quejó Tatiana-. ¿No tenía el Chino un acuerdo con la pasma? Tatiana era belleza exótica con piel color flan, ojos almendrados y pelo azabache. Vestía un chaleco sin mangas que a cada movimiento se abría en el centro para mostrar sus pechos perfectos. Ahora eso la hacía parecer terriblemente vulnerable. Cecilia la abrazó y le hizo un ademán a las otras dos de que se acercaran -¡Shhh! ¡No digáis nada! -les susurró-. No mencionéis al Chino ni digáis nada de Angelique. Recordad lo que dicen en las series de la tele: tenéis derecho a guardar silencio, y todo lo que digáis podrá ser usado en contra vuestra. -¡Qué va! ¡Si nos han pillado in fraganti! ¡Se nos va a caer el pelo! -sollozó Encarna, la más nueva. Era una chica menuda, con muchas curvas y el pelo corto y rizado. -No, Encarna. No nos han pillado haciendo nada ilegal. Nosotras sólo estábamos trabajando en un bar dándole conversación a los clientes. Más allá de eso, no pueden demostrar nada. El único peligro es irse de la lengua. ¡Así que ya sabéis lo que tenéis que hacer! Siguió intentando calmarlas, pero no sirvió de mucho. Al cabo de un rato las tres estaban llorando a moco tendido. Cecilia se sentó en la estrecha banqueta que había pegada a la pared, se metió los dedos en el pelo e intentó pensar. Lo fundamental era hacerles saber a Julio y a Laura lo que había pasado. Laura llamaría a su padre y enseguida encontrarían a un abogado que la sacaría de allí. No podían retenerla sin cargos y, en definitiva, ella no estaba haciendo nada ilegal. Sólo servir copas en un bar. De hecho, si se hubiera ido al hotel con un cliente no la habrían pillado. Y esa noche, por primera vez en mucho tiempo, había estado a punto de hacerlo. Es que Arturo se le había puesto muy pesado. Estaba encoñado con ella desde el primer día que la vio. Y a ella, la verdad, tampoco la desagradaba ese caballero de cuarenta y tantos años, bien educado, con buena forma física y rostro apacible de rasgos elegantes. Le había explicado mil veces que ella sólo se dedicaba a poner copas y a hacer las cuentas dos noches a la semana, para que el Chino pudiera ir a dar clases a Shaolin, su centro de artes marciales. Pero nada, cada vez que la veía tras la barra se iba derecho a ella y se ponía a charlar y a tirarle los tejos. La verdad es que su obsesión por ella la halagaba. A base de confidencias habían terminado por hacerse amigos. Arturo le contaba lo mal que se llevaba con su mujer, como ella se dedicaba a comerle la moral a todas horas, criticando todo lo que hacía, encontrándole falta en todo, haciéndose la víctima. Utilizaba el sexo como chantaje. Hasta que, en una de sus peores peleas, él se hartó y le dijo que ya no pensaba volver a follar con ella. Fue entonces cuando empezó a irse de putas. Cecilia estaba segura de que el matrimonio de Arturo había pasado el punto de no retorno. Le había dicho un montón de veces que lo que tenía que hacer esa separarse de ella. Arturo ponía un montón de pegas: que si el divorcio todavía no había llegado a España, que si no tenía suficiente dinero, que si no quería perder a sus hijas… En el equipo de música había estado sonando Dreamer de Supertramp. Todavía tenía esa canción metida en la cabeza. Hablaba de un estúpido soñador que pierde contacto con la realidad y luego se lamenta de lo que le pasa. Había pensado que se refería a Arturo, pero en realidad hablaba de ella. No le habían faltado advertencias de que podía pasarle esto. Pero ella, con su estúpida cabezonería, se había empeñado en seguir trabajando en Angelique. Esa noche se había sentido muy cerca de Arturo. Hasta había empezado a contarle cosas de su vida personal, cosa que nunca hacía con los clientes. Le había soltado que tenía cinco amantes, tres hombres y dos mujeres, para desanimarlo y escandalizarlo. Pero él se lo había tomado como lo más normal. Entonces se había puesto a explicarle que estaba casada con Julio y con Laura. Y que, aunque poca gente estaba dispuesta a aceptar lo del trío, los tres vivían juntos y se querían un montón. Y encima iban a tener un hijo. Laura estaba embarazada. Le contó que además era la amante de Lorenzo y Malena, quien a su vez estaba liada con Laura, así que habían llegado a formar una familia de cinco, una tribu… Allí fue cuando Arturo se perdió, así que no llegó a contarle que también follaba a veces con Johnny, el propietario de Angelique. Arturo había acabado yéndose al hotel con Verónica. Si lo hubiera hecho ella, como le pedía el cuerpo, no la habría pillado la pasma. Miró a través de las rejas, a ver si veía a algún policía para pedirle que le dejaran hacer una llamada por teléfono. Tenía derecho a eso, ¿o no? Era difícil sustraerse del estado de desesperación de las otras. La canción Dreamer seguía repitiéndose obsesivamente en su cabeza. Se había empeñado en vivir en una fantasía, creyendo que todo el mundo comprendía su lucha por la liberación sexual, su dichosa revolución erótica. Se había obcecado en seguir trabajando en Angelique, contra los deseos de Laura, contra las advertencias de su padre… No… Aquello no habían sido advertencias, sino amenazas. Al cabo de un rato oyó abrirse la puerta. Dos grises avanzaron por el pasillo ante las celdas. Entre ellos llevaban a Verónica. ¡Vaya! Así que tampoco me habría servido de nada irme al hotel con Arturo. Metieron a Verónica en la celda con ellas. Cecilia la abrazó. Verónica era una mujer alta, algo mayor que las otras, con rasgos angulosos y un cuerpo fornido pero bien formado. -¡Joder, qué marrón! Entro en Angelique tan tranquila después trincarme al Arturo, y me doy de bruces con un puñado de maderos. ¿Qué ha pasado? -No lo sé. Entraron de repente y nos arrestaron a todas. ¿Han detenido a Arturo? -No. Tuvo la buena idea de irse derechito a casa desde el hotel. ¿Qué nos van a hacer? ¿Os han dicho algo? -No, nada. Oye, si te interrogan, tú no sueltes prenda, ¿vale? No nos pueden obligar a hablar si no es delante de un abogado. -Ni tú tampoco, Cecilia… Se le acercó aún más y le susurró al oído: -Nosotras dos tenemos que tener mucho cuidado, porque si se enteran que estábamos de encargadas nos pueden acusar de ser proxenetas. ¡Y eso es mucho peor que ser puta! Cecilia sintió un miedo helador por dentro. No se le había ocurrido considerar esa posibilidad. -¿Y si se lo dicen las otras? -Tendremos que convencerlas de que no lo hagan. Tú habla con Tatiana, que te llevas muy bien con ella. Yo sé cómo convencer a Celeste y Encarna. Estaba hablando con Tatiana cuando apareció el sargento que la había detenido. -¡Cecilia Madrigal! ¿Cuál de vosotras es Cecilia Madrigal? Cecilia dudó si contestar. ¿La llamaban para algo bueno o para algo malo? Quizás Julio y Laura se habían enterado de lo que había pasado y le habían encontrado un abogado. No, imposible. Eran las dos de la madrugada. Julio y Laura estarían durmiendo. Pero, si el Chino se había enterado de lo ocurrido, lo primero que haría sería llamarlos a ellos, ¿no? Mientras estaba con esas elucubraciones el sargento la señaló a ella. -¡Tú! ¿Eres tú Cecilia Madrigal? -Sí, soy yo -dijo con voz dubitativa. -¡Entonces por qué no contestas cuando te llamo! ¿Estás tonta o qué? ¡Venga, acércate! Cecilia se acercó a las rejas. -¡Date la vuelta! -dijo el sargento sacando las esposas. -No quiero que me vuelva a esposar. Quiero que me deje hacer una llamada por teléfono para encontrar un abogado que me defienda. -He dicho que te des la vuelta, puta de mierda -dijo él, hablando despacio y claro para sonar más amenazador-. O entro en la celda y te breo a hostias. Y luego te pongo las esposas. Cecilia obedeció. El policía le cerró las esposas muy apretadas, haciéndole daño. Luego abrió la celda. -Sígueme -le ordenó. La llevó a un cuartucho de paredes desnudas y tubos fluorescentes en el techo, con dos sillas y una mesa metálica en el centro. El sargento se repantigó en una de las sillas, poniendo los pies sobre la mesa. Cecilia fue a sentarse en la otra silla, pero él la detuvo. -¿Te he dado permiso para que te sientes? ¡Quédate ahí, donde pueda verte bien! Cecilia se enderezó, separando un poco los pies para guardar equilibrio mejor sobre sus zapatos de tacón. Se sentía completamente ridícula en ese atuendo, que antes le había parecido tan excitante. El policía se sacó del bolsillo el cuaderno donde había estado haciendo las cuentas y empezó a pasar las hojas. -Diez mil pesetas… ocho mil pesetas… ¡doce mil pesetas! ¿Esto es lo que le cobráis a los clientes por las bebidas? -No pienso contestar a ninguna de sus preguntas si no es en presencia de mi abogado -le dijo, reuniendo todo el valor que pudo. El policía cerró el cuaderno de golpe y bajó los pies de la mesa. -¿Te crees muy lista, verdad? Tú has visto muchas películas, nena. Pero la realidad es muy distinta, ya lo verás. Se puso en pie bruscamente y salió de la habitación. Cecilia intentó ordenar sus ideas. ¿Cómo era posible que la trataran de esa manera? Esto era completamente ilegal. No le dio tiempo a pensar demasiado. La puerta se volvió a abrir. Entró el sargento seguido de dos hombres de paisano. Uno llevaba algo en las manos. -Se buenecita y no te haremos daño -le dijo el policía, rodeándola. Los dos hombres desplegaron lo que traían. Era una camisa de fuerza. -¿Qué? ¡No pueden hacerme eso! ¡No tienen ningún derecho! La poseyó un miedo tan intenso que actuó sin darse cuenta de lo que hacía. Eludiendo al sargento, dio una patada a la camisa de fuerza, que salió volando por los aires junto con su zapato de tacón. Luego bajó la cabeza y embistió como un toro contra el que la llevaba, cayendo con él al suelo. No sirvió de nada, por supuesto. El sargento se le echó encima, inmovilizándola con su peso. En cuanto le quitó las esposas le retorció el brazo tras la espalda, aplastándola contra el suelo. Soltó un alarido de dolor. El sargento disminuyó la presión sobre su brazo. Los dos hombres se pusieron a trabajar pausadamente y con habilidad. Primero le metieron en la manga sin salida el brazo que le policía no le inmovilizaba. Haciéndola girar, cerraron la camisa por delante. Luego, entre los dos forzaron su otro brazo dentro de la otra manga. Acabaron la faena tumbándola sobre su vientre mientras le cerraban la camisa de fuerza por detrás. Incapaz de resistirse, Cecilia terminó llorando en silencio. La pusieron en pie, haciendo equilibrios sobre el zapato de tacón que le quedaba. No se molestaron en traerle el otro. -Es por su bien, señorita -le dijo uno de los hombres a modo de disculpa-. Estará usted mucho más cómoda con la camisa de fuerza que con las esposas. Tenemos un viaje muy largo por delante.

  • El cuchillo

    En el BDSM, la follada mental es un juego en el que se lleva a la sumisa a un estado de vulnerabilidad usando emociones como el deseo, el miedo y la vergüenza. Escena de mi novela La tribu de Cecilia. Martina caminó con paso decidido hasta un bar que había a la vuelta de la esquina. Era uno de los miles de bares que hay en Madrid, de esos que huelen a gambas a la plancha y tienen el suelo perpetuamente cubierto de serrín, servilletas de papel y palillos de dientes. Marina se sentó en un taburete en la barra y pidió dos cañas, sin siquiera preguntarle lo que quería. Elena se sentó a su lado, mirando incómoda a su alrededor. Había varios hombres maduros y una pareja de mediana edad. Un chico joven destruía marcianitos con saña en un videojuego, con un molesto zumbido de láseres y explosiones de granadas espaciales. Menos él, todos parecían mirarlas y desviar la mirada en el último momento cuando los escudriñaba. Martina la miraba a ella con aire tranquilo. -Se te nota algo nerviosa, princesa. ¿Qué pasa, no vas mucho de bares? -¡Oh sí, muchas veces! … No, lo que pasa es que no sé qué hacemos aquí. -¿Quieres volver a la reunión? -No… Creo que hicimos bien en salirnos. -Sí, estaba a punto de organizarse una buena. No sé si te diste cuenta, pero todas empezaban a mirarte con cara de jabalí. Elena soltó una risita. -Creo que ya me miraban así desde el principio. -Es que no están acostumbradas a ver a princesitas como tú en esas reuniones. -Te estás pasando un poco con lo de llamarme princesa. -Pero te gusta que te lo diga, ¿a que sí? -¿Cómo lo sabes? -Se te nota. -¿Qué pasa, que estás intentando ligar conmigo? Soy una mujer casada, ya sabes. Martina le cogió la barbilla y al miró a los ojos. -Vas a tener que decidirte, princesa. ¿Qué quieres ser, una señora casada o una lesbiana sadomasoquista? Elena sacudió la cabeza para desprenderse de ella. -Una lesbiana sadomasoquista -dijo mirando a Martina con lo que quería ser una expresión insolente. -¡Pues entonces no me vengas con eso de que eres casada, joder! Estamos hablando tranquilamente, como colegas lesbianas sadomasoquistas, ¿no? ¡Pues no te formes más rollos! -Muy bien, pues hablemos de lesbianismo, entonces. ¿Tú sales con alguna chica? -Tengo varias amigas que me dejan que las ate, les dé unos azotes y les coma el coño… Pero no salgo con ninguna que sea mi novia. Paso del rollo de las pareja formales. ¿Y tú? ¿Le pones los cuernos a tu marido con alguna mujer? -Pues sí… -¿Una chica tan guapa como tú? -Sí, es muy guapa, aunque no nos parecemos en nada. -O sea, que tengo dura la competencia. Elena se rio, asombrada por su desparpajo. -¡Pero bueno, tía, tú de qué vas! ¿Me estás tirando los tejos? Ya sé que te gusto, me lo has dejado clarísimo, pero tú a mí no. -¡No, claro! A ninguna le gusta la gorda de Martina -dijo sin ningún tipo de amargura-. Lo he oído mil veces… Y, a pesar todo, muchas acaban cayendo. Yo misma no me lo explico. -Pues yo no voy a caer. Así que vete haciendo a la idea. Martina se encogió de hombros. -No pasa nada. Me doy por más que satisfecha. A fin de cuentas, aquí estoy, tomándome una caña con una rubia preciosa que además es lista y me cuenta cosas alucinantes. Eso ya, de por sí, es una experiencia difícil de olvidar. -Me alegra que lo veas así. A mí también me gusta hablar contigo. Les trajeron las cañas. Martina tomó un largo sorbo de la suya. Elena hizo un esfuerzo por acabarse la primera. Habían acabado de jugar a los marcianitos y se podía oír la radio, una canción de Dire Straits que conocía muy bien: Six Blade Knife. Martina sacó una billetera de su pesado chaquetón de cuero. Dejó dos billetes sobre la barra y cogió un tercero, un billete verde de mil pesetas, y lo estiró entre los dedos de las dos manos frente a ella. -Te doy mil pelas por tus bragas. Se le atragantó la cerveza, que le salió de la boca en un chorro que pasó a escasos centímetros la pierna de Martina. -¡Tú está colgada, tía! -dijo con voz ronca cuando acabó de toser. -No, te lo digo en serio -dijo moviendo el billete como un acordeón-. Lo más probable es que no nos volvamos a ver y quiero tener un recuerdo tuyo. -¡Y tiene que ser precisamente mis bragas! -Bueno, como te puedes figurar, yo tengo gustos un poco extraños -le dijo con una sonrisa tranquila. En realidad no eran tan extraños. Elena se acordó de algunas cosas parecidas que había hecho. Leyó el deseo en los ojos de Martina, el mismo deseo arrebatador que había sentido ella. La conmovió sentirse tan deseada. -No, si te entiendo. Yo también he jugado a ese juego alguna vez. Pero no me hace falta tu dinero. -Eso es lo malo que tenéis las pijas, que no os falta de nada. Fue la canción Six Blade Knife la que le dio la idea. -Pues sí hay algo tuyo que me molaría tener. Tu cuchillo. Martina arqueó las cejas y afirmó lentamente con la cabeza. Apartó el chaquetón y pasó la mano por el cuchillo de caza que llevaba colgando del cinturón. -¡Mi cuchillo, dice la muy jodida! Sabes ir directamente a donde duele, ¿eh? Para que te enteres, nena, este cuchillo vale bastante más de mil calas. -¿Y qué te crees, que yo me voy a conformar con cualquier chuchería? Quien algo quiere, algo le cuesta. -No lo entiendes: éste no es un simple cuchillo. Dice quién soy, es mi señal de identidad. -Ya me he dado cuenta. Precisamente por eso lo quiero. Yo también quiero llevarme un recuerdo tuyo. -Además, tiene su historia… Digamos que posee un gran valor sentimental para mí. -Pues mis bragas también lo tendrán, ¿no? ¿No es precisamente por eso por lo que las quieres? Martina la miraba ceñuda, dudando. Por fin pareció llegar a una decisión. -Vale, mi cuchillo a cambio de tus bragas. Pero me tienes que dejar que te las quite yo. Elena no sabía si sentirse alagada o recelosa. -¿Aquí? ¿En mitad del bar? -En los servicios… ¿Qué, princesa? ¿Hay trato o no hay trato? El corazón le latía deprisa. ¿En qué tipo de aventura se había metido? Pero, después de tanto regatear, iba a quedar como una tonta caprichosa si se echaba atrás. -Vale, hay trato. -Pues entonces te vas a los servicios y me esperas allí. No eches el pestillo. En un par de minutos voy yo. Cogió su bolso y su chaqueta con aire decidido y se dirigió a la parte de atrás del bar. Por suerte había un servicio de señoras separado del de caballeros. Era un cuartucho diminuto y maloliente, con luz de neón, un lavabo y un retrete. Dejó el chaquetón y el bolso en el suelo y cerró la puerta sin echar el pestillo, como le había dicho Martina. Se abrazó a sí misma, inquieta, mirándose en el espejo desvaído. ¿Estaba cometiendo una locura? ¿Se podía fiar de Martina? A fin de cuentas, no la conocía de nada. ¿Y si le hacía daño? No, eso era improbable… Pero sí que podía aprovecharse de ella. Estaba claro que a Marina le gustaba, y que ella sabía perfectamente cómo manejar a las mujeres. Sin embargo, el prospecto de que Martina la usara para su propio placer no la asustaba. Al contrario, la excitaba. Y el hecho de que Martina no le resultara en absoluto atractiva aún la ponía más cachonda. Podía oír el palpitar de su corazón en los oídos. Se frotó los brazos, aunque en realidad no tenía frío. Martina entró en el baño. Cerró la puerta tras ella y corrió el pestillo. Elena retrocedió un paso. -¿Qué pasa, princesa? ¿Te quieres rajar? -No. -Si quieres pretendemos que ha sido una broma y lo dejamos. Yo me quedo con mi cuchillo y tú con tus bragas. Elena la miró desafiante. -Si crees que sales perdiendo en el trato, puedes quedarte con tu cuchillo. Pero por mí que no sea. -Muy bien. Pero lo vamos a hacer a mi manera. -¿Y cuál es tu manera? -Súbete la falda. Elena hizo lo que le pedía. Vio los ojos de Martina recrearse en sus rodillas torneadas y sus muslos blancos conforme iba subiéndose la falda. Por fin el borde de la tela alcanzó su pubis y supo que Martina podía apreciar sus bragas de encaje negro, tan fino que transparentaba el vello de su monte de venus. Pero Martina no se conformaba fácilmente. -¡Más arriba, hasta la cintura! -le exigió - ¡Eso es! Martina hincó una rodilla delante de ella y se dedicó a inspeccionarla con calma, seguramente decidida a sacar el mayor partido posible del precio que pagaba por el espectáculo. Elena no osó apremiarla, sintiendo su pulso acelerarse y la humedad ir invadiendo su entrepierna. Finalmente, Martina acercó su cara a un palmo escaso de su vientre, metió los índices dedos bajo el encaje negro en su cintura, y le fue bajando las bragas muy despacio, descubriendo primero la superficie lisa de su vientre y luego el vello de su pubis, deslizándolas por sus muslos, pasadas la rodillas, hasta que las tuvo en los tobillos. Una bajada de bragas en toda regla. Con toda la ceremonia que requiere el acto. Levantó un pie, luego otro, para permitir a Martina sacarle la prenda de los zapatos. Cuando las tuvo en sus manos, ella se dedicó a inspeccionar las bragas con cuidado, apreciando la aspereza de encaje entre los dedos, estirándolas para comprobar su transparencia, oliendo la parte de la entrepierna. Elena la miraba, fascinada. Martina no parecía tener ninguna prisa en incorporarse, seguía allí, con una rodilla en el suelo, pasando su atención de las bragas a la desnudez de su sexo. Se preguntó cómo debía reaccionar si la tocaba, si debería protestar, bajarse la falda y retroceder, o dejarse hacer y quedar como una cualquiera. Pero Martina no la tocó. Mirarla, tal vez olerla, parecía ser bastante para ella. -Tienes un coño muy bonito, princesa -dijo por fin-. Rubio… se ve que no eres teñida. -Con esos piropos tan románticos vas a acabar por derretirme -dijo con sarcasmo. Martina se embutió las bragas en el bolsillo y se incorporó despacio. Había fortaleza y deliberación en su movimientos. -¿Te crees muy graciosa, verdad nena? La miraba con fijeza. Elena dio un paso atrás y dejó caer la falda. -¿Te he dicho yo que te podías bajar la falda? ¿Eh? ¿Te lo he dicho? Elena negó con la cabeza, desconcertada. -¡Pues entonces! ¡Vuelve a subírtela! ¡Venga! ¡Ya! Elena cogió el borde de la falda y se la volvió a arremangar hasta la cintura. Algo en su interior buscaba las palabras para decir basta, que el juego ya había ido demasiado lejos. Pero una parte más fuerte de ella deseaba seguir jugando. Martina dio un paso hacia ella. -Y ahora supongo que querrás mi cuchillo… Muy bien, pues aquí lo tienes. Soltó la correa que lo mantenía en su funda y lo desenvainó, apuntando la hoja directamente a su vientre. -Ni se te ocurra soltar la falda hasta que yo te lo diga. ¿Me oyes? Elena asintió y dio otro paso atrás. Su espalda chocó contra la pared. -Te voy a enseñar por qué este cuchillo tiene tanto valor sentimental para mí. Esto es lo que me gusta hacerles a mis niñas. Bajó el cuchillo y le posó la punta delicadamente en el interior de la rodilla. Entonces Elena supo perfectamente lo que le iba a hacer, y el saberlo le dio aún más miedo. Se sintió paralizada, el fornido cuerpo de Martina a apenas un palmo del suyo, la pared clavada en su espalda, mientras el filo del cuchillo le iba recorriendo el interior de un muslo primero, el otro después, dejando lo que ella adivinaba eran finísimas líneas blancas, sin sangre, pero lo suficientemente dolorosas para hacerla tensarse y apretar los puños sobre la tela de la falda que ahora ya le resultaba imposible soltar. El cuchillo le hizo cosquillas en los pelos del pubis. Un filo acerado y helado le separó los labios, se introdujo entre ellos, presionando hacia arriba, moviéndose hacia atrás hasta que la punta se clavó en la pared detrás de su trasero. El borde afilado la amenazaba ahora desde el ano hasta el clítoris, presionando hacia arriba lentamente pero inexorablemente, hasta que el terror la obligó a ponerse de puntillas, sus piernas tensándose desde los dedos de los pies hasta las nalgas. -¿Me das un beso? -le preguntó Martina como si no estuviera pasando nada. Elena asintió muchas veces, rápidamente. Los labios de Martina tocaron los suyos, pero ella apenas los sintió. Su lengua se introdujo en su boca, y ella la dejó entrar sin apenas hacerle caso, pues toda su atención estaba concentrada en la hoja fría y afilada que amenazaba partirle el cuerpo en dos al menor descuido, como esos canales de vacuno que se ven en los mercados. La mano de Martina se deslizó sobre su culo, acariciando la piel suave, estrujando el glúteo, y toda su preocupación fue en no dejar caer su peso sobre el acero cortante. Le dolían las pantorrillas de estar tanto tiempo de puntillas. Sentía desfallecer las piernas. La horrorizó darse cuenta de que en cualquier momento le iban a fallar las fuerzas y no podría evitar dejarse caer sobre el filo del cuchillo. -¡Para, por favor! ¡No puedo más! Martina la soltó. El cuchillo abandonó su coño. Se dejó caer sobre los talones para aliviar la tensión insoportable en sus gemelos. Apoyó la nuca en la pared y cerró los ojos, luchando por recuperar la respiración. -Ya te puedes bajar la falda, princesa. Se había olvidado que aún sostenía la falda arremangada contra su cintura. Cuando abrió las manos para dejarla caer se dio cuenta de que le dolían los dedos de tanto apretar los puños. Se sentía ligeramente mareada. Martina la abrazó, acariciándole suavemente el pelo. Apoyarse en ella era como dejarse caer sobre una sólida montaña de carne acogedora. El hecho de que Martina fuera gorda y fea había dejado de tener la menor importancia, porque había satisfecho su deseo de experimentar violencia, de sentirse victimizada. La había conquistado y ahora no quería más que abandonarse a ella. Martina la soltó. Tenía el cuchillo en la mano, pero ahora lo cogía por la hoja, ofreciéndole la empuñadura. -Toma, cógelo. No tengas miedo. Ahora es tuyo, te lo has ganado. Elena cogió el cuchillo con reluctancia. Se notaba sólido y pesado. Martina se desabrochó pausadamente el cinturón, lo extrajo de los pasadores del sus vaqueros. Elena pensó que se disponía a pegarle con él, pero Martina se limitó a sacar la funda del cuchillo y ofrecérsela, tras lo cual se volvió a abrochar el cinturón. ¿Eso es todo? ¿Ya no me vas a hacer nada más? ¿Me vas a dejar así? Sin bragas se sentía desnuda y vulnerable. El cuchillo le había dejado el coño abierto. Y empapado. -Será mejor que guardes el cuchillo en el bolso. Si sales con él en la mano, los del bar se van a pensar que los vas a atracar. Elena asintió. Metió el cuchillo en su funda, recogió su bolso del suelo y lo guardó en él. Martina le acarició la mejilla. -Te espero en el bar. Elena se miró al espejo, arreglándose el pelo con los dedos. Tenía la falda arrugada. Se la alisó. Siguiendo un impulso súbito, se la subió. Se inspeccionó el coño. Se metió los dedos entre los labios, esperando encontrar sangre. Nada. No quedaba ni rastro de la sensación cortante del cuchillo, sólo calor y humedad y un intenso de deseo de frotarse el clítoris hasta correrse allí mismo. Pero, si la hacía esperar, Martina adivinaría lo que había hecho. Presa de un pudor irracional, recogió el bolso y salió del servicio. Martina la esperaba en una de las mesa junto a la pared, a donde había llevado dos cañas y un pincho de tortilla. -¿Estás bien, princesa? -Sí. Martina le ofreció el vaso de cerveza. Elena lo vació de un trago. Tenía la garganta reseca y encontró el amargor de la bebida muy reconfortante. -Come, anda. Tendrás hambre. Elena cortó el pico de la tortilla con el tenedor y se lo comió. Estaba muy bueno. Era verdad que tenía hambre. -Te has asustado un poco, ¿eh? -Bastante. -Pero te ha gustado. -¡Te has pasado un montón, Martina! Al menos deberías haberme pedido permiso antes de hacerme eso con el cuchillo. -Yo nunca pido permiso. Eso lo hubiera estropeado todo. Algunas veces he tenido que pedir perdón, pero permiso, nunca. -Entonces, ¿me vas a pedir perdón? Martina le cogió la barbilla y la miró con ojos duros. -¿Pedirte perdón? ¿Por haber dado lo que andabas buscando? ¡No te quedes conmigo, guapa, que ya nos vamos conociendo! Al menos deberías tener la honestidad de reconocer que sí, que te ha gustado, cuando te lo he dicho. -Sí que me ha gustado, Martina -le dijo dócilmente-. Eres una dominante muy buena. -Eso está mejor. -Me tenías completamente en tus manos. Podías haberme hecho lo que quisieras. -¡Menuda zorra que estás hecha, princesita! Sí, ya sé que te has quedado con ganas. Mejor. Así volverás a por más. Eso la hizo rebelarse. -¡Mira, Martina, serás una buena dominante, pero no eres la única! Tengo gente que me quiere, que me respeta, y que sabe satisfacer con creces mis necesidades. No te necesito en absoluto. -Claro, ya lo sé. Pero, precisamente porque te quieren, no te pueden dar lo que te puedo dar yo. -¿Sabes lo que te digo? ¡Que eres una arrogante y una descarada! No tengo por qué aguantar que me insultes. ¡Deberías agradecerme que te haya dejado disfrutar de mí! -Aquí la única arrogante eres tú, nena, que vas por la vida de pija, de lista y de tía buena. Un día de éstos te voy a bajar los humos, ya lo verás. Y encima me lo agradecerás. No sabía que era peor, que la irritara tanto o que la calentara tanto. No le cabía la menor duda de que, si llegaba a caer en sus manos, Martina era capaz de bajarle los humos y convertirla en la más dócil de sus sirvientes. Eso la tentaba y la asustaba a la vez. Abrió el bolso, sacó la cartera y puso quinientas pesetas sobre la mesa. -Me voy. Aquí tienes, para las cañas y el pincho de tortilla. Invito yo. -Buena idea, vete a casa. ¡Elena, ha sido un auténtico placer conocerte! Le ofrecía la mano a través de la mesa. Elena buscó algún signo de burla en tu cara, pero la expresión de Martina era de candor y simpatía. Le estrechó la mano. Se levantó, cogió el bolso y se dirigió a la puerta del bar. Había otro tipo en el videojuego de matar marcianitos, que hacía un ruido infernal. -¡Eh, princesa! -oyó que la llamaba Martina por encima del estruendo. Se volvió a mirarla. -Perdóname, guapa. Le sonreía, diciéndole adiós con un pañuelo. Sólo que no era un pañuelo. Eran sus bragas. Salió escopetada hacia la puerta. Nota: Antes de que intentes repetir esta escena y acabes cortando a tu chica en la entrepierna, hay algo que deberías saber. El cuchillo de Martina, como casi todos los cuchillos de caza, tiene filo sólo por uno de los bordes de la hoja. Fue el otro borde, el romo, el que Martina le metió a Elena en el coño, por lo que nunca hubo peligro de cortarla. Como Martina le estuvo arañando a Elena los muslos con el lado afilado, ella creyó que era el borde afilado el que la amenazaba. La ilusión se mantuvo hasta el final. A esto se lo llama “follada mental” (mind fucking).

  • El sexo anal y la próstata como fuentes de placer en el hombre

    La estimulación de la próstata puede hacernos experimentar nuevas formas de placer, pero requiere liberarse de poderosos tabúes culturales. Los hombres damos por hecho que nuestra única fuente de placer es el pene, y que el orgasmo masculino se reduce a los pocos segundos que tarda en completarse la eyaculación. Sin embargo, en el cuerpo masculino existen otras fuentes de placer que no son el pene. También podemos experimentar orgasmos distintos al de la eyaculación. La estimulación de la próstata puede producir un intenso placer, incluso llevar a un orgasmo que es descrito por los que lo han sentido como más profundo y duradero que el orgasmo producido por la estimulación del pene. Si es verdad que el punto G es la glándula de Skene o próstata femenina, el orgasmo prostático del hombre sería análogo al orgasmo vaginal en la mujer, mientras que el orgasmo del pene sería equivalente al orgasmo del clítoris. ¿Qué es la próstata? La próstata es una glándula situada entre la base del pene, la vejiga urinaria y el recto, y que es atravesada por la uretra. La función de la próstata es la de secretar un líquido que constituye un 30% del semen, el resto del cual es producido por las vesículas seminales. El semen sirve para mantener vivos a los espermatozoides, que son células producidas en los testículos. Durante la fecundación, uno de los millones de espermatozoides en el semen se une al óvulo producido por la mujer para dar lugar al embrión. La mitad del material genético (el ADN de los cromosomas) del nuevo ser vivo es aportado por el espermatozoide, y la otra mitad por el óvulo. Durante la eyaculación, los músculos del suelo pélvico que rodean a la próstata y las vesículas seminales se contraen poderosamente, enviando el semen hacia el pene. El placer que se produce durante la eyaculación proviene, en parte, de la contracción de la próstata. Quizás sea por eso que la estimulación de la próstata produce placer. Sin embargo, la sensación de estimular la próstata es bastante distinta a la que produce la estimulación del pene. Por qué los hombres resisten estímulos sexuales que no sean al pene La forma más eficaz de estimular la próstata es desde el recto, lo que conlleva penetración anal. Esto presenta importantes barreras psicológicas para muchos hombres. Existe un fuerte tabú cultural que propugna que es indigno para el hombre el ser penetrado, que eso es algo propio sólo de la mujer y que el hombre es feminizado cuando se lo penetra. La cultura machista otorga privilegios al hombre, siempre y cuando éste se comporte de acuerdo con ciertas pautas de virilidad. Se nos impone la obligación de “portarnos como un hombre”: ser fuertes, recios, luchar con valor, trabajar duro… Y también renunciar a formas femeninas de placer. En lo referente al acto sexual, se espera que el hombre obtenga su placer penetrando a la mujer, con un pene grande y sólido, y una potente eyaculación. El placer que proviene de zonas erógenas que no son el pene, como las nalgas, los pezones y el ano, es considerado femenino y por lo tanto prohibido al macho. Este bagaje cultural es aún más profundo, ya que asocia la penetración a la sumisión y la derrota. Todo esto se trasmite a través de frases que todos conocemos: “dar por culo” es molestar, “irse a tomar por culo” es ser derrotado. En las sociedades patriarcales, a los hombres afeminados se les niega el privilegio masculino y se los relega a un plano inferior al de la mujer. Pero son precisamente ellos, los gays, quienes mejor conocen las fuentes alternativas del placer masculino: los pezones, el ano y la próstata. El acceder al placer de próstata requiere que reconozcamos la estructura de privilegios y prohibiciones que encierra a los hombres en una cárcel psicológica donde les son vetadas ciertas maneras de ser y sentir. Por eso, el ser penetrados nos puede servir, no sólo para aceptar nuevas formas de placer, sino como un proceso de liberación y de apertura hacia otras maneras de entender la masculinidad. El hombre también puede recibir sexo anal Afortunadamente, diversos movimientos de liberación sexual, sobre todo el movimiento gay y el BDSM, ha empezado a abrir una brecha en esos prejuicios machistas. La penetración anal de la mujer es una fantasía sexual muy común. Muchas de las mujeres encuentran el sexo anal muy placentero. Lo mismo pasa con los hombres. El conocimiento de las propiedades eróticas de la próstata se remonta a la antigüedad. En tiempos más recientes, se difundió primero entre los gays, y luego fue recogido por parejas de mujer dominante y hombre sumiso. Hoy en día también se practica en parejas heterosexuales y vainilla, sin ninguna connotación de dominación-sumisión. Cómo estimular la próstata La próstata puede encontrarse introduciendo un dedo en el ano con la yema hacia delante. Se debe usar lubricante para cualquier penetración anal, para evitar fisuras y hemorroides. Si recorremos la cara anterior del recto, daremos con un bulto del tamaño de un huevo o una nuez. Esa es la próstata. Al principio, presionar la próstata produce una sensación molesta. Es común sentir ganas de orinar, porque la presión en la próstata se transmite a la vejiga urinaria, donde terminaciones nerviosas en su paredes acusan esa presión como que la vejiga está llena. Lo mismo pasa con la estimulación del punto G en la mujer: también se nota como ganas de orinar. Para producir el placer prostático, es mejor que el masaje de próstata se realice de forma suave, en una situación relajada y sexualmente excitante, acompañándolo de estimulación del pene, los pezones y otras zonas erógenas. Hay que tener un poco de espíritu de aventura y afrontar los tabúes de los que hablaba antes. A algunos hombres les ayuda adoptar un rol de sumiso, aunque esto no es necesario para disfrutar del placer anal. Quizás sea necesario que las primeras sesiones sean cortas, e ir entrenando la próstata en sesiones sucesivas en las que se irá aumentando la intensidad y la duración del masaje. Poco a poco, las vías nerviosas que transmiten esas sensaciones al cerebro se van desarrollando, volviéndolas más y más placenteras. Yo aconsejaría que al principio se exploren estas sensaciones en solitario, en sesiones de masturbación conscientes, deliberadas y con tiempo de sobra. Se puede empezar explorando primero con el dedo y luego con un dildo adecuado. Es mejor no tener muchas expectativas al principio. Hay que tomárselo como un entrenamiento que requiere tiempo, paciencia y perseverancia. A medida que la próstata se vuelve más sensible, sentiremos el deseo de estimularla de forma más vigorosa. El placer de próstata no requiere la erección y de hecho puede suprimir la erección. Esto no debe preocuparnos. Estimular el pene al mismo tiempo puede ayudarnos a sentirlo, pero también puede ser una distracción, conduciendo nuestra atención al canal del placer que hemos estado usando toda la vida en vez de hacia las nuevas sensaciones a las que nos queremos abrir. La próstata no es la única fuente de placer en el sexo anal. El ano también es muy erógeno, así como la parte del recto próxima al esfínter anal, sobre todo en su cara anterior. Butt plugs y dildos Estimular la próstata con los dedos resulta difícil y cansado, ya que hay que introducirlos muy profundamente en el recto. Lo más cómodo es usar estimuladores concebidos para ese uso, que pueden tener una curvatura especial que rodea la próstata. Algunos incluso están diseñados para moverse en torno a ella al apretar el ano. “Butt plug” significa literalmente “tapón de culo”, pero se suele usar la expresión en inglés. Son objetos con una parte de forma oblonga, cónica o de pera que se introduce en el recto, un estrechamiento para el ano, y una base ancha o alargada que se mantiene fuera para permitir sacarlo. Se hacen de muchos materiales. Los hay blandos, hechos de goma o silicona, y duros, hechos de plástico, metal o vidrio. Están pensados para llevarlos insertados un cierto tiempo, lo que facilita la dilatación del ano al tiempo que se produce una estimulación progresiva del recto y la próstata. Algunos butt plugs están diseñados para moverse dentro del recto cuando se contrae el ano. Otros son eléctricos, concebidos para estimular la próstata con vibraciones. Los dildos tienen forma de pene, recta of curvada, sin constricción para el ano. Están diseñados para follar, es decir, para usarse con un movimiento de vaivén. Eso produce una estimulación activa de la próstata. Como los butt plugs, pueden ser de muchas formas, tamaños y materiales. Pegging: follar a un hombre con un dildo Dan Savage es un escritor y pensador sexo-positivo que produce el podcast The Savage Lovecast. Una de sus especialidades es la de crear neologismos para actos y costumbres sexuales, a base de solicitarlos a su audiencia. Uno de los términos así creados es pegging, que es un acto sexual en el que una mujer folla a un hombre en el ano usando un dildo sujeto al pubis con un strap-on: un arnés que rodea las caderas y los muslos. Hay una gran variedad de arneses y dildos, que se pueden comprar en sex shops y la internet. También se usan en el sexo lesbiano. En el pegging, el placer de la estimulación de la próstata se une el morbo de la inversión de los roles sexuales: la mujer penetra y el hombre es penetrado. Esto puede darse dentro de una sesión de BDSM en la que el hombre es sumiso, pero no tiene por qué ser necesariamente así. El pegging puede practicarse en todas las posturas que existen para follar: misionero, perrito, de lado, tijeras, etc. Algunas producen una estimulación más eficaz de la próstata, pero ésta también puede volverse demasiado intensa. Conviene explorarlas hasta encontrar la más satisfactoria para cada pareja. Ordeñar la próstata (milking) Una forma especial de estimulación de la próstata se llama milking en inglés, que significa ordeñar. Se suele practicar en hombres sumisos. Consiste en masajear la próstata de forma ininterrumpida por un largo espacio de tiempo, de 20 a 45 minutos. La dominatriz no permite que se produzca la eyaculación o un orgasmo prostático, sino que mantiene al sumiso en un estado continúo de excitación sexual. La erección suele desaparecer al cabo de unos minutos. Conforme se avanza, el pene empieza a soltar semen en pequeñas cantidades, de forma continua. De ahí el nombre de esta práctica. El objetivo del milking no es llevar al orgasmo ni producir placer, aunque no deja ser una práctica placentera. Al contrario, la frustración de no poder eyacular, unida a la humillación de ser penetrado y controlado en el placer lleva a un profundo estado de sumisión. Es una follada mental, una de las técnicas más sofisticadas de la dominación-sumisión. En relaciones de dominación-sumisión a tiempo completo (24/7), el milking se suele practicar junto con la castidad - privar al hombre de eyacular durante largos periodos de tiempo, a veces usando jaulas para el pene que impiden la erección. Esto aumenta enormemente la frustración, humillación y sometimiento producido por el milking. Orgasmo de próstata Hay hombres que aseguran haber alcanzado orgasmos muy intensos y prolongados con sólo estimular la próstata. Estos orgasmos se sienten muy distintos a los que se obtienen estimulando el pene: Esto corrobora la idea de que existen orgasmos distintos de clítoris y de vagina en la mujer. Los orgasmos prostáticos a veces vienen acompañados de eyaculación, pero en otras se produce una emisión muy lenta de semen, como la que se produce durante el milking . Alcanzar el orgasmo sólo estimulando la próstata puede resultar difícil. A menudo hay que acompañar la estimulación de la próstata con la masturbación del pene, lo que de todas formas nos llevará a orgasmos más intensos de lo acostumbrado. Conclusión El sexo es un mundo maravilloso en el que siempre quedan cosas nuevas por explorar. Eso sí, hace falta un espíritu de aventura y enfrentarnos con barreras culturales que nos han impuesto desde niños. El premio no es sólo el placer, sino una mayor liberación mental.

  • La primera azotaina de Cecilia

    Escena de mi novela Juegos de amor y dolor. Camino de España después de esquiar en los Alpes, Cecilia y Julio se ven obligados a compartir cuarto de hotel. Cecilia es religiosa y remilgada, pero durante su conversación íntima, Julio y ella descubren que comparten fantasías eróticas de una índole muy especial. La idea que empezaba a formarse en su cabeza la aterraba, pero la tentación era irresistible. -Pero si a mí me gusta, no tendría por qué ser nada malo. El corazón le latía con fuerza. Seguía con la vista clavada en el techo; no se atrevía a mirar a Julio. -Pero bueno, ¿qué me quieres decir con todo esto? -dijo Julio, tirándole del brazo para hacer que lo mirara-. ¿Que quieres que te pegue? ¡Me dejas alucinado, Cecilia! Sintió que se ruborizaba. Rodó hacia un lado, dándole la espalda para que no le viera la cara. -¡Soy idiota! No debería haberte contado nada. Julio la agarró por el hombro y la sacudió ligeramente. -Perdona, lo último que quiero es que te avergüences de lo que me has contado. Me he alegrado mucho de que lo hicieras, de verdad. Pero es que no entiendo lo que quieres… Antes de venir conmigo a esta habitación me dejaste muy claro que no querías que te tocara… ¿Y ahora quieres que te pegue? -¿A ti te gustaría? -¡Pues claro que me gustaría! Pero pensaba que era imposible. Nunca se me ocurrió que encontraría a una mujer que se prestara a eso. -Pues ahora me has encontrado a mí. -¿Estás segura, Cecilia? ¿No crees que sería pecado? -Si me duele, si no siento placer, ¿por qué iba a ser pecado? -Mira, Cecilia, lo que estás haciendo es darle vueltas a la cabeza intentando encontrar excusas. Yo me muero de ganas también, te lo aseguro. Pero te prometí que esta noche no intentaría nada contigo, así que no te voy a engañar. Lo que decidas lo tienes que decidir tú, no me vengas luego diciendo que yo te comí el coco. Era verdad. Sus propios argumentos no acababan de convencerla. El deseo y la culpa se entremezclaban dentro de ella. -Es que si no es ahora no podrá ser nunca -gimió-. Cuando volvamos a Madrid ya no te volveré a ver nunca más. -¿Y por qué no? ¿Por qué no íbamos a poder seguir siendo amigos? Quizás sea mejor que te lo pienses con calma. Sabía que no era así, que si dejaba pasar esa oportunidad ya no se volvería a presentar. Para ninguno de los dos. Probablemente ella nunca encontraría ese marido que la sabría disciplinar con cariño. Y Julio nunca encontraría otra masoca que se dejara dar azotes. Eso la hizo decidirse. Quería hacerle un regalo, dejarle un recuerdo inolvidable, como el que le dejó Laura aquella noche bajo el póster de la Sagrada Familia. -Sólo unos cuantos azotes, encima del pijama, ¿vale? Julio la miró con una mezcla de excitación y temor. -Vale… Si quieres que pare, me lo dices y en paz, ¿de acuerdo? -De acuerdo. No podía creerse lo que estaba a punto de suceder. Julio se sentó en medio de la cama, la espalda muy derecha, apoyada en una almohada y la cabecera. Dejó las piernas bajo las mantas, tirando de ellas para cubrirse también el regazo. -Échate encima de mis piernas -le dijo. Cecilia se levantó y fue a arrodillarse en la cama a su derecha. Vaciló un instante, y por un momento sus miradas se encontraron. El rostro de Julio reflejaba deseo y una cierta ansiedad. Ahora ya no iba a volverse atrás. Se dejó caer sobre su regazo. Las piernas cruzadas de Julio la hacían levantar el culo en una postura obscena. Sentía su calor, su olor la intoxicaba. Oleadas de excitación le recorrían el cuerpo. Julio le pegó una palmada en el trasero. La tela espesa del pijama absorbió casi toda la fuerza del golpe, así que sólo sintió un impacto sordo, nada doloroso. -¿Qué tal? -le preguntó Julio. -No me ha dolido nada. Pégame más fuerte. -A ver así… Con el rabillo del ojo, vio a Julio levantar la mano, que cayó sobre ella con fuerza. Pero, una vez más, el golpe no le hizo efecto ninguno. Julio le pegó un par de veces más, con el mismo resultado. Era frustrante. Fue una decisión súbita, inconsciente. Metió las manos bajo el elástico del pijama y se bajó los pantalones de un tirón. * * * Julio se quedó atónito al ver que Cecilia se había bajado los pantalones. Estuvo a punto de hacerla levantarse de su regazo, de decirle que eso había ido demasiado lejos. Le había prometido que no se aprovecharía de ella y él se tomaba muy en serio sus promesas. Pero cuando vio en el trasero que Cecilia le ofrecía ya no pudo resistir la tentación. A menudo había reparado en esa redondez insolente que le abultaba el mono de esquiar, intentando imaginarse su forma bajo la ropa. Ahora sus nalgas se le ofrecían casi desnudas porque las braguitas se le habían apelotonado entre ellas. La piel que dejaban al descubierto parecía increíblemente suave. Su color pálido lo retaba a convertirlo en rosa a base de azotes. Tomó aliento profundamente, presa de la indecisión. -¿Qué pasa? -le preguntó Cecilia con voz temblorosa. -Nada… que tienes un culo precioso. ¿Te lo puedo tocar? No esperó a que le respondiera. Su mano pareció alargarse por sí sola para tocar esa redondez exquisita. La piel era tan suave como se la había imaginado, y enseguida se erizó en piel de gallina. -¡No, no! -protestó Cecilia-. Sólo pégame. Estaba claro que ella no iba a aceptar caricias, sólo azotes en los que el dolor compensara cualquier placer que pudiera sentir. Si vacilaba ahora se rompería la magia de ese instante. Levantó la mano en el aire y la hizo descender con fuerza sobre la nalga izquierda. El azote restalló como un petardo por toda la habitación. Cecilia contrajo el culo un poco, pero no se quejó. Enseguida le pegó en la nalga derecha. Al tercer golpe ella no pudo evitar mover el culo para esquivarlo. -¿Qué, ahora sí que duele, eh? -le dio con una sonrisa maliciosa. -Sí… claro que sí -dijo Cecilia con voz entrecortada-. ¡Sigue! La excitación era tan intensa que se le subía a la cabeza como una especie de borrachera. Su verga, bien oculta bajo la manta, estaba dura como una piedra. Su mente se disparó en un torrente de imágenes de castigo. Cecilia había sido una chica muy mala. Había montado un buen pollo en el autobús, haciéndolo avergonzarse de ella. Desde luego, se había ganado una buena azotaina. Decidió que tenía que decírselo. El castigo no sería completo sin una buena regañina. -¡Ah! ¿Te crees que esto es muy divertido, eh? -le dijo en tono autoritario-. Mira, Cecilia, ya va siendo hora de que alguien te dé tu merecido. Normalmente eres muy buena, pero de vez en cuando se te cruzan los cables y te dan rabietas tontas como la que te dio hoy en el autobús. No me podía creer que pudieras ser tan egoísta y arrogante. Desde luego, hay que bajarte un poco los humos. Voy a tener que ponerte el culo como un tomate, ¿no te parece? Era increíble que sintonizara tan bien con él. Se preguntó si la idea del castigo la excitaba tanto como a él. Como respondiendo a su pregunta, Cecilia empinó el trasero, ofreciéndolo mejor a sus azotes. * * * La regañina que le acababa de dar Julio la hizo sentirse humillada y un poco asustada. La voz de Julio sonaba muy severa. -Sí, me merezco un buen castigo. Por lo del autobús y también por ponerme tan borde contigo cuando me ofreciste compartir habitación. Tú no te cortes un pelo, Julio. -¿Ah, sí? ¡Pues ya te puedes ir preparando! ¡Te vas a enterar lo que vale un peine! Como para enfatizar lo que decía, Julio le agarró la cadera con una mano mientras que con la otra le propinó una rápida serie de azotes, alternando entre las dos nalgas. Los golpes eran lo suficientemente severos para no dejarla pensar en otra cosa. De todas formas, los destellos de dolor que despertaba cada azote tenían una innegable cualidad placentera, que se unía al goce perverso que le producía la postura humillante en que la mantenía Julio y la idea de que estaba siendo castigada como una niña chica. Al poco tiempo empezó a menear el culo de un lado para otro, arriba y abajo, su cuerpo intentando fútilmente esquivar los golpes. Era una danza obscena que bailaba al ritmo de los azotes que le marcaba Julio, un ritmo monótono de metrónomo, que avisaba con perfecta precisión cuando el siguiente cachete la iba a alcanzar. Las punzadas de dolor adquirieron la inevitabilidad del destino. Ninguno de los dos decía nada; cada cual estaba completamente inmerso en su tarea: castigar y ser castigada. Sólo se oían los suspiros de Cecilia y sus ocasionales gemidos, que no sabía si eran de dolor o de placer, mezclados con el aliento entrecortado de Julio. Los azotes sí que sonaban fuertes, restallando contra la piel de su trasero y luego reverberando en las paredes de la habitación, pequeñas explosiones que a Cecilia se le antojaban tan alarmantes como los propios golpes. * * * Muchas veces Julio había fantaseado con una situación así, pero la realidad superaba con creces a su imaginación: los movimientos sensuales del cuerpo de Cecilia en respuesta a cada cachete; la manera en que contraía las nalgas y luego las levantaba para volver a ofrecerse a su mano; sus gemidos, sus quejidos… Y sobre todo el precioso color sonrosado que iba adquiriendo su piel, con un calorcillo que se le pegaba a la mano con cada azote. Todas esas sensaciones lo sumían en una nube embriagadora en la que el placer se confundía con la fantasía, haciéndolo desear que ese juego apasionante no terminara jamás. Sin embargo, su cuerpo tenía otros planes. Repentinamente su verga pareció cobrar vida propia y empezó a contraerse en espasmos increíblemente placenteros. Alarmado, Julio se dio cuenta de que había llegado demasiado lejos: su eyaculación completaba el acto sexual que le había prometido a Cecilia que no realizaría. Lo único que se le ocurrió fue ocultarle lo que acababa de ocurrir. Horrorizado, apartó a Cecilia de su regazo de un empujón y se levantó de un salto de la cama. Ajeno a su desasosiego, su pene continuaba bombeando semen en la delantera de su pijama. Apretándolo en un puño para ocultarlo, salió corriendo y se encerró en el cuarto de baño. * * * Cecilia se quedó tendida bocabajo en la cama, sin preocuparse siquiera de subirse el pantalón. El corazón le latía en los oídos. Temblaba. El contraste entre la intensidad de su interacción con Julio y su repentina soledad la llenó de desconcierto. Se sintió abandonada, rechazada en ese acto tan íntimo al que se había entregado tan completamente. Sin saber muy bien por qué, se echó a llorar. Al salir del cuarto de baño, Julio la miró sorprendido desde la puerta. -¡Estás llorando! ¿Qué te pasa? En dos zancadas se acercó a la cama. Se echó a su lado y la abrazó por detrás. -Perdona, no quería hacerte tanto daño -farfulló. -No es eso… -dijo ella, con la voz babosa del llanto-. ¿Por qué te has ido, tan de repente? -¡Ah, es eso! Verás… bueno, es que yo… ya no podía más… Me metí en el cuarto de baño para que no me vieras. Cecilia se incorporó, dándose la vuelta para mirarlo. -¿Quieres decir que te has…? ¿Qué has eyaculado? -Un poco… Cecilia se echó a reír. Se le saltaron más las lágrimas. -O sea, que te has excitado un montón. -Creo que es lo más excitante que he hecho en mi vida. -¿Más que hacer el amor con Laura? -Sí, aún más. Eso la hizo sentirse orgullosa. Pero enseguida la invadió una sensación de culpa aplastante. -¡Ay, Julio! ¿Qué hemos hecho? -Nada, tía, tu tranquila… ¡Si tú, lo único, es que te has llevado una señora paliza! -No, Julio, no lo puedo negar: yo he disfrutado tanto como tú. -Bueno, pues te confiesas y en paz. -¡Ay, por favor! ¿Y qué le voy a decir a don Víctor? “Un chico me azotó y a mí me gustó mucho”. ¡Si llevo años intentando no contarle mis fantasías! Sólo me confesaba de tener pensamientos impuros. Él nunca me pidió detalles. Julio la volvió a abrazar. Notó un contacto húmedo en el trasero, destacándose sobre el ardor de su piel. Alargó la mano para subirse el pantalón. -Espera, por favor -le dijo Julio. -Es que deberíamos… -Sólo un segundo. Ella se quedó inmóvil mientras él le pasaba la mano por las nalgas, haciéndola sentir el calor y el escozor que habían dejado sus azotes. Sabía que debía negarse, hacer que parara, pero sentía una blandura por dentro, una docilidad que le hacía imposible negarse a sus deseos. -Se te ha quedado la piel muy suave -le Julio dijo al oído. -Sí. Me has pegado muy fuerte. Deseaba que continuara tocándola, que se atreviera a más. Lo dejaría hacer, le gustaba demasiado lo que estaba pasando. Sin embargo, él mismo le subió el pantalón del pijama. -Perdona, creo que me he pasado. -¡Qué va, tonto! Yo también he disfrutado mucho. Me gusta mucho el calorcito que me has dejado en el culo. -Ha sido la cosa más maravillosa del mundo. Espero que mañana no te arrepientas. -No sé lo que pensaré mañana… -Es tardísimo, será mejor que nos durmamos. ¿Te importa si apago la luz? -No… Julio rodó por la cama para apagar la luz de la mesilla de noche. -Buenas noches, Cecilia. -Buenas noches, Julio.

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